– Todo esto está prohibido-. Becky se quitó el sombrero;
Gerson no volteó a verla y siguió con el sombrero puesto-. Nadie me prometió que las cosas serían así. Que nunca saldríamos de la vieja ciudad donde nos encerraron. Ésa no era la promesa. Nos prometieron que caerían los muros. Tú, dame el sacudidor.
Te levantaste y sacaste el plumero del closet.
– Sólo hay esto, mamá.
Te lo arrebató sin mirarte, pero con los ojos casi amarillos y muy estrechos, viejos y secretos en la porcelana rota y pegada al hueso de su calavera y empezó a pasarlo suavemente sobre los objetos de la sala, el reloj y las repisas, el sofá y las manijas de las puertas y ventanas.
– Quizás algún día salgamos de las ciudades. Nadie ha vivido tanto como nosotros en las ciudades. A veces no duermo tratando de recordar a un antepasado que haya vivido en el campo. No hay ninguno. Todos vivimos como rebaño. Pero no estamos solos. Eso es muy chistoso. Vivimos amontonados pero solos y aislados. Como los leprosos. Jake era un extraño. Mi niño era un extranjero. Vivía aquí como un mendigo. Un schonorrer, sí, sí. Ahora recuerdo a Jake de viejo, sentado fuera de la sinagoga. Ah, Jake, cómo has aprendido cosas. Mira, hijo, te has dejado crecer el pelo y la barba y pides limosna con la mano extendida. Oh, Jake, Jake, con qué insolencia recibes los centavos que te dan, sentado en tu trono de ruedas, oh, Jake, hijo mío. Cómo has aprendido cosas. Ven y deja que te bese, muchachito. Le haces el favor al que te da limosna. Lo salvas. Lo acercas al cielo del Señor. Y luego, en las fiestas, yo empujo tu silla y tú los sorprendes riendo y cantando y bailando. Eres un gracioso bien hecho, Jake, un payasito mío. Tú no vas a ser un renegado. Yo no lo permitiré. Tú vas a usar tu gabán largo y negro, tus botas y tu barba cuando seas grande, y tendrás miedo de salir a la calle, o de ir más allá de las calles que tú sabes. Pueden matarte, mi amorcito. No te atrevas a salir. Quédate aquí conmigo. ¿Te digo una cosa? Sólo escaparás para entrar a otra ciudad igual a ésta. Adonde vayas, es igual. ¿Creen que no lo entiendo? Mi pobre hijo es un siervo. Trae el servilismo en la sangre. Pobrecito hijo mío.
Gerson se quitó el sombrero y encendió un cigarrillo.
– Cállate.
– ¿Eres tú? -Becky no lo miró; siguió sacudiendo. -¿Tú no lo sabes? No hay manera de escapar.
– ¡Sí! -gritó Gerson-. ¡Él ya escapó!
– No-. La sonrisa de Becky tenía la lejanía de una estatua. -Él sabe que aquí nacimos y aquí morimos. Y si huye, ¿cómo logrará esconder la vergüenza de habernos abandonado? No puede escapar de nosotros. Y yo iré todos los días, sola, ya lo sé, a visitar su cuna y a decírselo. ¿Cómo va a huir de nosotros? Si no quieren, no vayan conmigo.
– Ya no hables, mamá-. La miraste con tristeza y sabiendo que ella no te miraba, no te miraría más. -Déjalo en paz.
– Él ya escapó -repitió Gerson.
– Nadie-. Becky dejó caer el plumero y esperó a que tú te dieras cuenta. -Nadie sabe qué profundo es esto. Se morirían de susto si tuvieran que admitir que es más hondo de lo que se atreven a sospechar. Oh, sí, qué miedo. Qué miedo de ser visto en la calle-. Te levantaste y recogiste el plumero. -Júrame que no me dejarás salir nunca.
Le ofreciste el plumero pero ella se arrojó en tus brazos, hablando muy bajo:
– Tu padre es un renegado. Quiere arrastrarme a la calle vestida de prostituta y venderme en las esquinas. Jake, júrame que no lo permitirás.
Gerson empezó a reír.
– Jake se volvió invisible.
Becky lo miró, sonriendo:
– Bienvenido, caballero. Los jugadores de pinocle están en la planta alta esperándolo. Pase usted. Un dólar es un dólar. Schlemiel!
– ¡Se volvió invisible! -Gerson levantó la mano con un vaso inexistente, brindando. -¡Ya no lo pueden odiar! ¡Ya no lo pueden perseguir! ¡Salió de Egipto, vieja loca!
– Caballero-. Becky sonrió, temblando, abrazada a tus hombros. -Si usted quiere ser gentil conmigo, no tengo inconveniente. Vea. Mi lista de ocupaciones es muy larga. Mi padre era un sochet y mataba los pollos murmurando una oración mientras les cortaba el pescuezo. Yo también tengo un cuchillo de carnicero escondido debajo de mi almohada. Más vale prevenir. No se preocupe. Es un chalef, un cuchillo ritual, bendito y aprobado. Conmigo está usted a salvo. ¿No le parece excitante dormir con una mujer que duerme con un cuchillo ritual bajo la almohada?
Gerson se dejó caer sobre el sofá.
– No crees nada. Nunca has creído nada. Sólo lo has hecho para ofenderme, para hacer difíciles nuestras vidas…
– Si no lo ven, no lo odiarán -murmuró Becky y tú la apartaste para buscar una mirada que nunca volvería a reconocer la tuya y mientras Gerson, desplomado sobre el sofá, murmuraba “Invisible, invisible”, tú pudiste ver por última vez ese rostro ovalado y transparente, en el que los ojos contaban el tiempo con un parpadeo oscuro para vencer la lejanía de todas las cosas, la lengua nerviosa y escamada asomaba para lamer sin sentido los labios que no te atreviste a besar y Gerson se reía en voz baja:
– ¿Con qué derecho estamos vivos nosotros?
Y tú, abrazada a Franz en el pasillo del hotel, frente a la puerta de Isabel, sin escuchar los gemidos y las voces de piedad y violencia de la pareja de mexicanos encerrados allí; tú oliendo el sudor agrio de Franz que no te abrazaba, que estaba escuchando las voces de la recámara, pudiste murmurar que eso nunca debía mencionarse, que tú prometiste que, nunca, nadie debe ser llevado una noche en un taxi a ese barrio detrás de la Ribera de San Cosme y Javier te miraría implorando. Luego, cerca de la sombra inmóvil de Isabel, negaría con las manos, tratando de detener las palabras que tú nunca deberías decir, que tú, finalmente, no evitarías, traicionándote a ti misma y no a Javier o a la promesa que le hiciste: aún no alcanzamos los estados de gracia, dragona, aún vivimos las crisis y los gestos del melodrama para creer que somos; entre nosotros, el que no es pícaro es melodramático, y si aquel carácter no puede disfrazarse, éste tiene a su disposición todos los prestigios de la siquiatría y el sentimentalismo. Algún día negaremos la crudeza de los actos representados para presentar las consecuencias como actos. Aún no podemos: el pícaro de ayer, cuando deja de serlo, quiere el melodrama sicológico; es el sello de que ha llegado, ¿te das cuenta? Sí, lo sabes y al alejarte de Franz creías que tú y él sabían por qué se habían buscado, por qué se estaban amando: porque tú eras capaz de guardar, como él, un secreto: de representar las consecuencias sin mencionar los actos.
Te alejaste, sola, por el corredor del hotel, de regreso a tu cuarto. Franz permaneció, como si no hubiese tocado o escuchado, junto a la puerta de Isabel. Tú caminaste sola, satisfecha. Habías admitido, dragona, que lo importante es el mundo exterior veloz y cambiante, ese ritmo de la realidad que niega nuestra sordidez privada, nuestras viejas historias siempre repetidas, muertas, sin saberlo, antes de nacer. Y sin embargo…
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Tú agárrate a los treinta, mi dragona, que fueron tu juventud, y miéntete diciendo que ahí está la semilla de todo con John Garfield el primer héroe existencial: puro hindsight, puro beneficio de la perspectiva, cuatacha, porque lo que entonces te conmovió fue Paul Muni picando piedra en Soy un fugitivo, ¿di que no? Pero lo malo es que ese sueñazo de opio tú y Javier y toda la pandilla de los treintas quisieron tenerlo muy segurito, limpio y ortodoxo; ahí estuvo el resbalón. Cuando lo padre era mantenerlo incierto, golpeado y heterodoxo. Déjenle la ortodoxia a los apretados y a los apretadores: ¿a qué horas van a seguir siendo libres los que nos liberan cuando agarran el poder por los cuernos? Ahí mismo se vuelven ortodoxos y entonces hay que salirles al paso con una nueva herejía o vámonos fundas se acabó el zapateado. Te digo, dragona, que un dogma tiene que engendrar volando su herejía correspondiente para que exista una ilusión de libertad que es, quizás, lo más cerca que se puede estar de la libertad. En todo lo demás, el más nalga siempre será el Florentino que es cínico porque no te cuenta papas, pero nunca es un tío farsas. Vamos arando en el mar, como decía nuestro bisabuelo la estatua, porque ya sabes que los ciudadanos bananeros si no moralizan se frustran -o, lo que es peor, se quedan sin chamba. El Florentino, en cambio, sí que se las olfateaba: la política no tiene que ver con la ética, no porque la ética sea despreciable, sino porque de otra manera no se entiende lo que es la política y se miente y confunde desnaturalizando la política y la moral al azogarlas en un solo espejo. Y cada vez que nos avienten unos juegos florales encima, piensa en Mack the Veil (y el tiburón tiene dientes aunque la luna brille sobre Soho) y ponte a rumiar que la política es el estudio de las luchas humanas por el poder relativo, no por la organización final idealista y que gobernar consiste en mantener a los sujetos sujetados para que no ofendan tu poder. El Florentino se las sabía todas: todo hombre desprecia lo que ya tiene, alaba lo que ya pasó, condena lo presente y suspira por lo que ha de venir. ¿Contento? Señálame uno, dragonaza. Pero el colmillo está en entender que se gobierna a descontentos pasivos y que, a menos que les echen los perros rabiosos, los gobernados no se interesan en el poder. Se me hace que ni tus genízaros leen a Jeferson, ni los otros a Marx, ni mi cocodrilo a los constituyentes del 17, y que cuando el Luis Catorcillo levanta los brazos y gime “Je vous ai compris”, se refieren al mero Mack the Veil y no a Montesquieu, que hace buen rato sólo guarda sus ahorros en un calcetín. El Florentino les dijo al oído, cuatacha, que el gobernado sólo quiere seguridad y tranquilidad para manejar sus pequeños asuntos privados y que el ojales está en no irritarlos y en servirles la gloria en discursos, refrigeradores y vacaciones pagadas para que ellos no te contesten con barricadas y guillotinas y mucho nopal yes? Abusado, mi Florencio. ¿A poco crees que nomás describió un poder aislado y frío? Qué va: te digo que se las sabía todas, y que frente al mecanismo de los meros trinchones había esa mucho dialética, chico, que dicen mis cuates cubanos que son los que ahora están al bate: pues la virtud procrea la paz, la paz el ocio, el ocio el motín, el motín la destrucción, la destrucción el orden y el orden la virtud y de ahí p’al real y la galería de espejos. Lo que propone el Florencias, ves, es que se entienda cómo se mueve ese tinglado para aprovechar los momentos. El gobernante no debe estar arrejuntado con la crueldad o el humanitarismo, con la liberalidad o la tiranía, con nada si los tiempos no lo aconsejan. Pero del otro lado de la barrera, cada monosabio tiene que asimilar cómo son las cosas en vez de hacerse tarugo y sólo será libre si entiende a las claras y yemas cómo le zumba el mofle al privilegio del poder. Sólo así puede darse cuenta de que su libertad y su revolución sí pueden ser permanentes, en cualquier ocasión y frente a cualquier mastodonte que le avienten. Y ustedes, miss Shirley Temples, nomás esperaban el apocalipsis por ley natural, sin entender que el ejercicio del poder es la sumisión, y casi la negación, de la naturaleza. La naturaleza es la revolución, y por eso nadie la aguanta mucho tiempo. Porque el poder establecido se las trae en eso de ocultar y deformar los perfiles verdaderos y en cambio la revolución nos encuera como al ánima de Sayula y la gente se resiste a la violencia de la verdad. La revolución permanente es la heterodoxia permanente, no el momento luminoso, pero aislado y condenado, entre dos ortodoxias; la revolución permanente es la conquista diaria del margen excéntrico de la verdad, la creación, el desorden que podemos oponer al orden ortodoxo. Chóquenla, Fedor Mijáilovich y Lev Davidovich, que ya nos va quedando menos tiempo que a las sombras de los naguales cuando apunta el día, y todavía no damos color, todavía nos pasan el espejo por la cara y de plano no refleja nada. Mi reino por un collar de ajos ¿Por ahí va la cosa?