– ¿Me quedé allí, Ligeia? Dímelo tú, por favor: eso te estoy preguntando hoy con palabras y mudo desde que te conocí y sentí que tú poseías eso que a mí me faltaba, la voluntad para salir de mi casa al mundo… a recuperar en el mundo la energía robada por mi padre y mi madre… por eso me enamoré de ti…
– Quieres entender todo y no hacer nada. Ya me cansé.
– Podríamos vender la casa -murmuró Raúl y Ofelia no pudo bajar la voz:
– ¡Es todo lo que él tiene para crecer! ¡Me niego a quitarle esta ilusión!
No, no era su ilusión y las voces volvieron a perderse después de un gesto seguro de Ofelia, el gesto de los dedos sobre los labios; la ilusión se mantendría ignorada y en silencio porque así lo ordenaba una elegancia, una manera de pertenecer que se quiebra, cristalina, en cuanto se menciona. La mujer de cincuenta años con rostro de niña compungida le diría después que nada importaba sino esa decisión de mantener las cosas aunque sólo su apariencia estuviese a nuestro alcance:
– No ibas a andar por ahí en una escuela del gobierno, sin preparación para la vida, sin modales. No.
Notó que esa Navidad Raúl quiso acercarse a ella y le compró un vestido nuevo pero al acercarse a Ofelia, sólo pudo abrazarla y luego separarse y mantener las manos sobre los hombros de la mujer, tímida, tiernamente, pero sin besarla. Y ella tampoco lo besó y le dio las gracias con una sonrisa cansada. Y ella salía después de la comida y regresaba, rediviva, tres o cuatro horas más tarde y un día Raúl ya no se presentó a cenar y entonces había dos misterios, dos misterios, por Dios, el cielo y la tierra están llenos de gloria, santo Dios, Hossana en las alturas, en el otro tiempo.
Bueno, que propiciara las simientes de otro tiempo largo, sin tiempo, seco, para usar sus palabras. La lluvia es la estación distinta en México. La raya en el polvo. Y tú, Elizabeth, lo aceptabas porque necesitabas fechas, fronteras del tiempo que te digan que estás atesorando las fuerzas de tu juventud.
– Oh, Javier, ¿me escuchas?, para eso vivimos, nada más, y si no me crees gradúate y entra al ejército. O. K., hold your horses.
Sólo para hacernos de las fuerzas que nos permitan mantenernos en la vejez: todo es un acarreo de juventud, un ahorro de lo que fue para lo que va a ser. Good night, sweet prince: la vida es esa usura y no esta muerte anónima a los pies de un edificio de concreto y vidrio, sí, no adivinas bien, un edificio moderno cuarteado desde antes de estrenarse, en la madrugada de la colonia Cuauhtémoc. Para ti. No para él. Ah, él ya tenía su respuesta en los ojos. Sus palabras en la mirada, aun antes de bajar del taxi, antes de ver ese bulto arrojado en la calle. Ya sabía, ya lo había dicho un millón de veces, ya lo había escrito otras mil, que ese bulto, cualquier bulto en cualquier, calle, estaba vivo, era parte de la vida al morir. Viste cómo lo miró. Cómo le agradeció estar allí, boca abajo, atravesado y sangriento.
– En tu lugar. Eso es. No los conoceré ya, paisanos. Por eso tienen ustedes esas miradas. Están esperando siempre la decisión o el accidente que elimine a otro en lugar de ustedes. Eso es todo. Cómo le explicaste a ese pobre difunto cadavérico, como diría mi caifán, sin palabras, que su muerte era el hecho más…
…importante de su vida. Seguro, dragona. Cómo asesinar, o ser asesinado, era hacerse parte de un bien, de un valor que esa otra vida, la de la respiración y la digestión y el movimiento, no le habían procurado. Sabes, dragona, hay algo que quiero decirte…
– ¿Quién era? ¿Cómo se llamaba? ¿Por qué no telefonear en seguida a la policía? Me miraste con esa compasión. Yo no entendía. Yo no sabía nada de esto. Juan Jiménez o Pedro López, mecánico, padrote, ruletero, burócrata, casado, soltero, viejo, joven, feliz, desgraciado. Aquí estaba, bien tieso, bebiendo un charco de sangre, sin saberlo, en el acto más importante de su vida. Y tú y yo de testigos únicos, como si se hubiera muerto sólo para que tú y yo lo viéramos. ¿Qué sabía ese cadáver de nuestra presencia y nuestra seguridad de su muerte?
Es un mito, Elizabeth, date cuenta. ¿Cómo iba a agradecerles que supieran que su vida, al fin, había realizado el otro acto, el único acto de valor después del momento en que salió húmeda y ciega entre las piernas de su madre? Es un mito, date cuenta. No hay suspenso. Ya conoces el desenlace de antemano. Ulises regresará a Ítaca. Penélope será fiel a su telar. Medea matará a sus propios hijos. ¿Qué esperabas?
– Tú me apretaste la mano. Me dijiste que ese hombre muerto estaba, al fin, vivo. Que todas las muertes están vivas.
Que estaban observando un arreglo vital, no mortal, de las relaciones de ese hombre. Que su asesino le regaló un valor al asesinado que no tuvo otro valor. Que te olvidaras de tu lógica bárbara. Que nadie muere por venganza. Que nadie muere por castigo. Que nadie muere por algún motivo. Que nadie muere porque el asesinado no tuvo palabras para convencer al asesino con la razón y sustituyó el asesinato a las palabras que no quiso o no pudo pronunciar: ni siquiera eso. No lo mató para vengarse, para castigarlo o para convencerlo. No. Lo mató para regalarle la totalidad de su vida. Le hizo el favor de matarlo.
– Cruzamos sobre el cadáver. Bostezaste. Abriste la puerta. Subimos en silencio. Entramos al apartamento. Y rechinó la duela. Dijiste que mañana no irías al trabajo. Ni siquiera me escuchaste al día siguiente, a las tres de la tarde, cuando entré con el periódico y te empecé a leer los datos verídicos del asesinato. Enrique Rocha. Estudiante de medicina. Un policía trató de separar a una pareja que se besaba. El estudiante pasó en ese momento y le reclamó al tecolote. ¿Qué le importaba que la gente se besara en la calle? Le dijo que los dejara en paz. En paz. En paz, Javier. El policía se le fue encima al estudiante. El estudiante se defendió. El policía sacó una navaja y se la clavó en el vientre al estudiante. La pareja ya se había ido corriendo. Hoy lo contaron todo. El policía ha huido. Se robó los zapatos del estudiante. Se le busca. Se le encontrará. Se le dejará libre.
Al estudiante se lo fildeó la pelona y el azul, el cuico, el genízaro, como siempre, se voló la barda y chau. Puro mito, dragona.
– Tenías razón. Yo quería dar aviso a la policía. No me escuchaste. Eso no importaba. ¿Enrique Rocha? ¿Un estudiante? No.
Un ser abstracto que descubrió, con los ojos abiertos y el acero en los intestinos y los zapatos robados, que la muerte está viva.
Javier rió.
– Y tú querías telefonear a la policía anoche.
Rió mucho y yo pasé la mirada por los objetos de nuestro apartamento, hoy el mismo que tomamos hace tantos años, cuando regresamos de Europa. Sólo que ahora está unido al que antes fue un apartamento vecino. Derrumbamos las paredes e hicimos un solo apartamento, espacioso y cómodo, cuando regresamos a México por segunda vez en 1950. ¿Cuántas cosas quedan de nuestro primer apartamento en el nuevo? No sé. Me da tanta tristeza cuando toco los estantes del viejo librero de ocote, ahora relegado al cuarto de la servidumbre y utilizado para guardar la ropa blanca; cuando rozo con los dedos los lomos de los viejos libros desorejados que compramos y amamos entonces, que descubrimos entonces -el Fausto traducido por Nerval, ¿te acuerdas?, la Pentesilea de Kleit, hasta una vida de Byron por Maurois que recuerdo porque la compramos a un viejo bouquiniste en el Quai Voltaire, compramos ese libro usado, ediciones Grasset, cubierto por un celofán que pretendía rejuvenecer el volumen y daba un brillo satánico al rostro del poeta en la portada: algunos de esos libros han dejado huecos, te los has llevado, ya no están en el nuevo librero de cedro que te mandaste hacer. Nuestros carteles. Nuestros carteles los arrojamos a la basura, en silencio y hasta un poco avergonzados, cuando ya se estaban cayendo a pedazos. Esas banderas de papel con un desnudo fantástico, rodeado de penumbras hinchadas; un bebedor de cerveza de rostro rojo y ropas negras; una campesina yugoslava delgada como una aguja de catedral. Moreau, Hals, Mestrovic. Queda tan poco. Los trajes, los zapatos, la ropa interior, los peines, los tarros y estuches y pomos, las sábanas, las toallas, hasta los cubiertos y la loza van desapareciendo, sin que nadie sepa en qué momento se pierden y alejan de nosotros. Me gustaba oler tu toalla después de que te secabas, al salir de la ducha. A Buenos Aires sólo nos llevamos los libros, los libros fueron y vinieron y siguen con nosotros. Los empacamos en cajones de madera forrados por dentro de papel periódico, claveteamos las tapas y los mandamos por barco a la Argentina, cuando se acabó el dinero de tu herencia y conseguiste ese puesto diplomático.