Que todos los hombres en Oriente vestían casco y traje blanco, como Clark Gable en China seas y por el fondo, parte del paisaje de Singapur y Macao, se deslizaban Anna Mae Wong, Sessue Hayakawa y Warner Oland, que también era Charlie Chan; hasta Peter Lorre, que llegó a ser Mr. Moto. A Marlene Dietrich, claro, la descubriste en El ángel azul, eso lo recordabas hoy, hace un momento, ahora, con Emil Jannings, donde ella se sentaba a cantar a horcajadas, con un sombrero plateado y las medias negras; no, nunca actuaron juntas ella y la Garbo. La Garbo entró envuelta en zorros al Gran Hotel donde John Barrymore fumaba y se paseaba con el pijama de seda negra y Joan Crawford le tomaba dictado a Wallace Beery, que era un industrial libidinoso y vestido con jaquet y cuello de paloma. Fingía acento teutón y Lionel Barrymore se emborrachaba en una inmensa barra de níquel del hotel administrado por Lewis Stone, quien escondía la mitad del rostro quemado por un ácido, y Lionel iba a morirse de cáncer o algo y por eso la Crawford (ese vestido oscuro con un gran cuello blanco de gasa) aceptaba casarse con él, por unos cuantos meses, y después heredar la fortuna, ¿o eran los ahorros? Ella se llamaba Flemschen, algo así como Flemschen, y era divina y además la mejor actriz de la película, la más moderna. Hasta Jean Hersholt salía en Gran Hotel.
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– ¿Lo recuerdas? Después hizo de doctor Dafoe, el que trajo al mundo a las Quíntuplos. No te acuerdas. Te apuesto. Antes sabíamos todo eso muy bien. Íbamos todas las tardes al cine, después de clases. Nos sentábamos en la fuente de sodas a echar toritos sobre cine, a ver quién sabía mejor los repartos, las fichas técnicas. Hasta los fotógrafos nos sabíamos. Ahora sólo recuerdo a Tolland, James Wong Howe, Tissé, que era el camarógrafo de Eisenstein. Gabriel Figueroa. Entonces sabíamos todo los dos. Éramos uno solo, Javier, Javier, fuimos uno solo, ¿recuerdas? ¿Quién sería el primero en pedir algo más? ¿Pensaste lo mismo que yo? Sí. Te oí llegar.
Escuchaste su llave buscando, raspando la cerradura; siempre metía la llave al revés, intentaba abrir, se convencía de que tendría que colocar la parte indentada hacia arriba para poder abrir, volvía a fallar porque la metía con demasiada prisa y esa cerradura requería,
– No sé por qué, una gran suavidad de maniobra, algo así como meter un hilo por el ojo de la aguja, o hacer un suflé de queso.
Volvía a sacarla, ahora la metía con lentitud y lograba abrir la puerta y tú escuchabas cómo rechinaban los goznes y una de las duelas del piso cuando pasaba encima de ella y todos estos ruidos acostumbrados te molestaban, por acostumbrados, por inútiles, por significativos, como su paso por la sala, su rápida selección de la correspondencia, el ruido de los sobres que rasgaba con el dedo índice, el ruido de su saco arrojado sobre el sofá, la cercanía de sus pasos conocidos.
– La detestable cortesía que esa noche noté por primera vez, cuando tocaste la puerta de la recámara con los nudillos: el eterno “¿se puede?”, como si temieras sorprenderme, o iniciaras la ronda de tu primera novia, sobre todo como si quisieras halagarme con un respeto que nunca te pedí, dándome un tratamiento de ama de casa que no era tu intención darme pero que me hizo sentirme furiosa cuando un hombre pasó a preguntar si escuchaba en esos momentos la XEW y sin consultarme apuntó en su libreta, “ocupación: ama de casa”; todo era parte de esta cortesía decorativa, monótona, con la que ustedes aman establecer contrastes para su eventual brutalidad, para valorizar su violencia, no sé. Antes de enterrarle una daga en la barriga al amante de su esposa, ustedes le dicen, “ésta es su casa”. Pero al verte cuando abriste la puerta, al verte de cuerpo entero, al reconocerte por tu pelo y tus ojos y tus manos, me olvidé de esos avisos acostumbrados de tu llegada y volví a sentirte como quería. Hermoso, cálido, pródigo, dispuesto a todos los excesos para complacerme -y fue eso, más que nada, lo que me turbó, esa admiración sin reservas a ti, esa gratitud porque sabías quererme, ese amor que nos daba lo mejor de cada uno-. Y te estaba agradecida. Gracias a ti, había salido de Nueva York, del Bronx, de Gerson y Becky y Jake. Lo sentí, Javier, como una disminución y te juro que primero quise exponerme yo misma, dejarme ver en otra luz que también era la mía y que tú, con tu cariño, con tu belleza, no dejabas que te mostrara. No ese día, no, ni el siguiente, sino muchos días después, quizás meses, sí, mucho tiempo después de escucharte llegar, raspar la cerradura, equivocarte, acertar, abrir la puerta, hacer que rechinara la duela, rasgar los sobres, arrojar el saco, tocar con los nudillos, pedir permiso, entrar sonriente, mucho tiempo después de esa noche, supe que tenía que darme a conocer de ti para obligarte a que te revelaras también, ¿me entiendes?
Eso le ofreciste. Padre, a tu antigua semilla.
Me dijiste, dragona, que esa posesión sin reservas te estaba disminuyendo, estaba cerrando el paso a otras cosas que tú traías allá adentro, de repente, y que tenían que ser sabidas para que también con ellas, a pesar de ellas o gracias a ellas, te amara, no igual, pero sí tan intensamente. No querías que amara tu máscara amable, sino lo otro, lo que fuese, lo que tú misma desconocías, otra máscara también. Y si tu máscara también te transformaba, tus dos gestos se reflejarían en sus dos gestos y ese amor sería más rico.
– “Toma, te llegó esta carta”. Se la tendí abierta. Él la tomó sin decir nada. La metió en la bolsa y salió del cuarto. No me regañó por haberla abierto. A los quince minutos, estábamos cenando, sonrientes los dos, como sí no hubiera pasado nada.
Salieron del nudo de curvas y pasaron velozmente al lado de los becerros bermejos que jugueteaban junto a la carretera, al descender a este valle de pastizales salitrosos, quizás sólo una estribación de la Sierra Madre Oriental que, detrás del llano, se levantaba lejana, sorda, desvanecida en sucesivas transparencias de azules cada vez más tenues. Al mirar esa lejanía y, en seguida, regresar la vista a lo cercano, se dibujaban nítidamente los becerrillos juguetones que ejercitaban sus músculos y fortalecían las articulaciones de sus huesos correteando, husmeando, anunciando con su presencia la del llano que, hacía pocas semanas, los había visto nacer junto a los álamos redondos. Franz disminuyó la velocidad. Javier consultó el mapa.
– Va a ser necesario vadear un río -dijo, inclinado sobre el papelón cuadriculado por los dobleces y por el encuentro de paralelos y meridianos bajo el sol de Cáncer.
– Debimos habernos ido a Veracruz directo -dijiste.
– Pero es época de secas -dijo Franz.
– Ustedes insistieron en ir a Xochicalco y Cholula-. Javier dobló el mapa.
– Mira, pregúntale a ese hombre -dijiste, indicando a uno que caminaba lentamente, dándoles la espalda.
– ¿El vado? -preguntó Isabel desde la ventanilla, al mismo tiempo que tú decías: -Por favor, señor, ¿dónde…? -y te callabas cuando Isabel ya había preguntado.
Franz frenó completamente.
– Por favor, ¿para vadear el río? -dijo recorriendo con la mirada al hombre cano, de espaldas cargadas y un andar inconsciente: caminaba como si llevara un bulto a cuestas, el ñaco viernes, y al detenerse y darles el rostro, los surcos de su frente parecían cortados por la tensión de una cuerda que, durante años, habría conformado todos los movimientos de ese cuerpo cansado y ligero, en un ir y venir con la leña sobre la espalda. Se detuvo y los miró. Franz metió el freno de mano y bajó del auto. El viejo se quitó el sombrero deshebrado -un sombrero de copa chata y alas planas, que alguna vez debió ser blanco y ahora estaba lleno de rayas amarillas y negras- y lo detuvo, con las dos manos, sobre el vientre. Franz había dejado el motor encendido y el auto temblaba, tosía, y desde adentro tú viste a Franz dirigirse al viejo y Javier e Isabel también, pero no lo escucharon porque el motor temblaba y Franz llegó hasta el viejo. Lo vieron desabotonar la bolsa trasera del pantalón y sacar la cartera mientras le hablaba al tameme y éste lecontestaba alargando un brazo y señalando a la derecha. Franz abrió la cartera. Luego el viejo se mantuvo con los brazos cruzados sobre el sombrero y miró hacia el auto con el rostro inmóvil, apasado, de bigote ralo y blanco en torno a una boca grande, sin labios, hablando. Franz sonrió y recorrió con la mirada -como ustedes- los andrajos que cubrían el cuerpo pequeño y nervioso del indio. El traje original -una camisa blanca sin botones, que debía ponerse introduciendo la cabeza por la apertura de un cuello ligeramente militar, alto, pero sin botonadura, con mangas anchas hasta medio brazo y suelto, ancho, sobre el vientre; un pantalón blanco, estrecho, también sin botones, que llegaba hasta media pantorrilla y se amarraba al vientre con dos lenguas de tela que arrancaban del propio pantalón- había sufrido, a lo largo del tiempo, incontables transformaciones. Las primeras rupturas y desgastes fueron suplidos con parches de telas similares y aún más viejas; pero debió llegar un momento en el que los parches mismos se deshebraron y luyeron: el traje actual era un remiendo de remiendos, un milagro de harapos sostenidos hilo con hilo, una superficie de incontables y minúsculos trozos de tela rota, un solo harapo construido con mil zurcidos. Y los huaraches parecían una prolongación de los pies callosos, viejos, emplastados. Franz sacó un billete y habló y el viejo rió y se tapó la boca con una mano y luego se pasó la misma mano por la nariz y Franz le tendió el billete y el viejo volvió a reír y luego habló mirando a Franz con los ojos entrecerrados, y la feroz medio maliciosa. El indio le dio la espalda a Franz y resumió su trote quedo. Franz regresó al auto, subió y arrancó.