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– ¿Cómo viajaron a Grecia?

– Ya te dije. Con el dinero de la herencia. ¿O fue de la beca? No me acuerdo bien.

Ninfas y sirenas y oídos sellados para no escuchar el encanto y la tentación del mar.

– Un barco de la Lloyd-Triestino. Una verdadera bañera.

Mar sin límites.

– ¿Cuantos días?

– Oh, no recuerdo. Una orquesta tocando tarantellas y valses. Tú sabes, el tiempo en alta mar… ¿Cómo se cuenta?

Respiración colérica.

– ¿Viajaron en primera clase?

– No, no alcanzaba. Metidos como sandwiches, entre primera y steerage. Déjate de preguntas. Lee Ship of fools. Ve a ver una vieja película de Kay Francis y William Powell.

Mar donde habita el Dios más fuerte.

– One way passage.

– Seguro. Todos están muertos, ¿ves?, y no lo saben. La barca de Caronte and all the rest. No, eso es Outward bound. Trivia.

Poseidón del tridente de oro.

– ¿Mucho equipaje?

– No te burles. Un baúl. Un mundo. Entonces se viajaba siempre con baúl.

Cintura de la tierra.

– Cómo no. Los tres hermanos Marx cabían en uno de esos baúles.

– Nos moríamos de la risa. Los ganchos sonaban, los cajoncitos sonaban. El baúl iba casi vacío.

Hirviendo con peces alados y sin peso.

– Pero no se podía viajar en aquel tiempo sin un mundo. Era un must. Puro prestigio.

– Y apareció Harpo con su arpa y sus ojos de demente inofensivo.

Delfines amados por las musas.

– ¿Inofensivo? Pregúntaselo a la manicurista del barco.

– Eres bien vacilador, caifán. Pero de cine sabes tanto como yo de campos magnéticos. Harpo era inofensivo, te digo; el cachondo era Groucho. Pero nosotros vacilábamos más que cualquier marxista en esa trajinera de lujo.

Hijos del mar.

– Nos escribíamos cartas en el papel membretado y las metíamos en los cajoncitos vacíos del baúl.

– ¿Qué se contaban?

Niños de las Nereidas.

– No te cuento. Curioso.

– O. K. ¿Qué vestidos llevabas?

Amamantados por Anfitrita.

– Lo que se usaba entonces, lo que estaba de moda. Ya te dije. Como Kay Francis. Un estampado de florecillas para el día. Un vestido de baile con muchos clanes. Aquellos traje-sastre de chaquetilla corta, falda y pechera como de tuxedo, de piqué. ¿Contento?

Barcos que abren los surcos sobre la planicie marina.

– ¿Tú misma lavabas en Falaraki?

– Elena me ayudaba.

Camino sin surcos.

– ¿Quién es Elena?

– No pones atención a lo que te cuento. No sé para qué te cuento todo esto. ¿Qué vas a hacer con tanto detalle inútil? ¿Eres Gallup? ¿Eres Kinsey? ¿Eres la junta de reclutamiento de la guerra del Vietnam?

Mar de sombrías olas púrpura.

– ¿Les alcanzaba el dinero para pagar a una lavandera?

– Te encanta adelantarte a la historia. Ten paciencia. Elena nos quería mucho, ¿ves?

Mar junto a la tierra buena y negra.

– ¿Quién cocinaba?

– Yo. Bueno, compraba las cosas. En el invierno, nos las traían los pescadores. Casi todo está hecho. El queso, las aceitunas, el vino. A veces freía calamares, pero prefería comprar esas cosas que parecen desprenderse de la tierra. Una tierra tan seca y tan providente. ¡Jesús! No entiendo cómo sobrevivimos.

Quemada por el sol marino de Apolo.

– Como Robinson y Viernes, dragona. Como los náufragos de la Medusa. Puro cachuchazo popular: vamos a merendamos los unos a los otros. ¿Cómo era la chimenea? ¿Ladrillo, azulejo, piedra?

– Luego se ve que nunca has viajado. Allí todo es blanco; no es un material, es un color, todo está encalado. ¡Deja de fumar tu Juanita! Apesta.

Velas azotadas por la tempestad.

– ¿Y Javier?

– ¿Javier qué? No le des por su lado. No le hagas al siquiatra. Qué más quisiera.

Antes de que Safo haga surgir la luna de dedos pálidos.

– El sicoanálisis convierte los sentimientos en ciencia. El encajoso de Freud le dio categoría al melodrama, ¿a poco no? Eso, eso es lo que él quisiera; que le digan “Edipo” o “Jasón” cuando en realidad sólo es uno como híbrido de John O’Hara y Carolina Invernizzio transplantado a Kafka-huamilpa. Puro camp. Puro tango. Oh, me sueltas la lengua. No me interesa el caso de Javier, palabra. A nadie le interesa, ya ves.

– No, sólo te preguntaba cómo andaba vestido.

Luna de mar.

– Había que ser libre, bohemio, romántico, ¿no?

– Perdón. Ya me lo dijiste. Descalzo. Pantalones de pana. Suéter de cuello de tortuga.

Rodeada de estrellas en el confín del mar.

– No, eso era en una playa de Maine, la primera vez…

– ¿No habías dicho que en Long Island?

Mientras en las playas bailan las muchachas.

– Forget it. Él estaba escribiendo una novela. Me confundo.

– A que no recuerdas en qué la escribía…

– En arameo, para que la pudiera leer J. C. I don’t care if it rains or freezes, long as I’ve got my plastic Jesus…

– There’s flies on you there’s flies on me, but there’s no flies on old J. C. El Güero tiene su propio best-seller. Sangre y cojones y el santo espíritu. Sus ghost writers fueron Lloyd C. Douglas y Cecil B. DeMille.

Y sus alas se cierran.

– No, en qué clase de papel, o cuaderno, quiero decir…

– ¡Uy! Es de lo más ordenado y previsor. Siempre viaja con sus cuadernos de escuela, cuadriculados.

Mar de Orefo.

– Se abasteció en un Five amp; Ten antes de salir de Nueva York. Compró tinta, goma, lápices Faber, una vieja Parker color naranja como la de Gironella, scotch tape. Enriqueció a Barbara Hutton.

– Dragona: eso no lo puedes decir.

Cabeza, macho, virgen inmortal.

– En esa época no habían inventado el scotch-tape.

– ¿No? Perdón. Cualquiera tiene un lapsus. No me mires así.

Dios raíz de los mares.

– Los cuadernos.

– Cuadriculados. Tapas mármol. Una tabla de multiplicar. El calendario de ese año.

Mares que se extienden como cuernos de toro.

– ¿Cuál año?

– No te pongas pesado. ¿Cómo voy a saber cuál año? Por ahí me sacas la edad.

Océano que arrulla su inmensa desgracia.

– ¿Color de la tinta?

– Blanca. No quedó nada, nada, nada. ¡Invisible! Mar dormido al mediodía sobre su lecho de ondas.

– He visto su letra. Es pequeñísima, meticulosa.

– Mentiras. Dibuja ondas, turbillones, grecas, doodles.

Mar profético.

– No había luz eléctrica. ¿Qué hacían en la noche?

– We played footsie, Mr. District Attorney. Oye, así no vamos a ningún lado. Este es un momento muy lírico, muy poético, y tú quieres hacer inventarios, tú…

Mar armado con las naves de Troya.

– Pop-lit. ¿No estás aburrida, dragona?

– O. K. Tienes razón. Perdóname.

Mar de Prometeo que destruirá el tridente del Océano.

– Estás que te pudres. ¿No te aburrías, dragona?

– No. Ya te contaré de los guijarros.

Rubio mar.

– Pero además…

– El best-seller de ese año era… era… Anthony adverse. Me leí Anthony adverse enterito.

Espejo del joven, de la niña, del árbol, del pájaro.

– Se me hace que sólo viste la película. Para qué es más que la verdad.

– No. Leí el libro y vi la película. Fredric March y Claude Rains. Y Olivia de Havilland cuando era chulísima y todavía no la aventaban al pozo de las víboras. Ugh.

Del pez mudo en sus profundidades.

– ¡Cáspita!

– ¡Gulp! ¿No me crees? ¿Dudas de mi veracidad? Pues ahí te va todo lo que pasó ese año. El año que fuimos a Grecia, ¿eh?, Hitler se tragó a Austria. Mussolini se salió de la Liga de Naciones. Todos oíamos en la radio a Kate Smith, la orquesta de Kay Kyser y los chistes de Jack Benny. El Padre Coughlin vociferaba. Creo que mataron a Huey Long. Cárdenas expropió el petróleo. Garbo amó a Taylor. Dick Tracy se enfrentó a Boris Arson. ¿Qué tal? Elvira Ríos cantaba “Vereda tropical”. Lil Abner no se casó con Daisy Mae. Anita la Huerfanita no creció una pulgada. Cayó el gabinete de Léon Blum. Alicia les sirvió el té en Berchtesgaden a los cuatro dementes. John Steinbeck publicó The grapes of wrath y John Ford hizo la película con Henry Fonda. Todos tarareábamos a tisket a tasket my brown and yellow basket. Orson Welles invadió New Jersey. ¿Qué más? Blanca Nieves y los siete enanos.

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