Moncho Preguizas aflauta un poco la voz cuando cuenta el diálogo entre las mujeres.
– ¡Qué raras son las mujeres!, ¿verdad, usted?
– Hombre, según.
En el cementerio mana la fuente de agua milagrosa que borra la alfolesía sin tener que quemar la ropa a pedazos, es mejor que el agua bendita porque la bendice Dios antes de salir de la tierra, cuando todavía va por los conductos de la tierra entre topos vagabundos, cagulos cegatos y malas intenciones; le llaman la fuente del Miangueiro y su agua, si se usa bien fría, alivia las llagas de la lepra, ni las seca ni las cura pero las alivia.
– A mí me parece que todas las mujeres van al cielo derechas.
– A mí no; yo pienso que más de la mitad se condenan y acaban ardiendo en el infierno: unas por putas, otras por avaras y otras por asquerosas, las hay muy asquerosas, las francesas y las moras sin ir más lejos.
Llueve por encima del tejado de casa de la señorita Ramona, también alrededor, sobre los cristales de la galería, llueve sobre los rododendros y el ciprés y los mirtos del jardín que llega hasta el río, está todo mojado y la tierra tiene más agua que tierra, tres suicidas en algo más de diez años tampoco son demasiados: una vieja con más dolor del que pudo aguantar, un viajante de comercio que perdió hasta la hijuela jugando al cané (y eso haciendo trampas), una mocita a la que no le acababan de crecer las tetas.
– Tú y yo somos parientes, por aquí somos todos parientes menos la yerba tarela de los Carroupos. Si quieres, pido que nos hagan chocolate, ¿por qué no te quedas a cenar?
Don Brégimo, el difunto padre de la señorita Ramona, tuvo en vida muy buena mano para interpretar foxtrots y charlestones en el banjo.
– Mi padre fue muy bueno, ya lo sé, pero tenía venas, yo creo que era medio lunático, a mí que no me digan pero los tangos son mucho mejores y acompañan más.
Zalacaín el aventurero, de Baroja, es una novela muy bonita, tiene mucha acción y sentimiento, no recuerdo a quién se la presté, esto es lo que tiene prestar libros, que te quedas sin ellos, Robín Lebozán devuelve los libros, a lo mejor no se la presté a nadie y está en cualquier armario, la verdad es que esta casa anda manga por hombro.
– ¿Por qué no te quedas a cenar conmigo? Tengo una botella de aguardiente de manzana que me mandaron de Asturias.
Nadie atiende a la prudente marcha del mundo que rueda y rueda mientras orvalla sin principio ni fin: un hombre denuncia a otro hombre y después, cuando aparece muerto en la cuneta o a las tapias del cementerio, se le hace raro que le remuerda la conciencia; una mujer cierra los ojos para meterse una botella llena de agua templada por donde quiere y a nadie le importa; un niño cae por las escaleras y se mata, todo pasó en un abrir y cerrar de ojos; Rosicler sigue empeñada en meneársela al mono, cada día que pasa tose más, ¡mira que son teimas! Todos los Carroupos lucen una chapeta de amarga piel de puerco en la frente, a lo mejor tienen un abuelo jabalí del monte, cualquiera sabe. El ciego Gaudencio toca la mazurca Ma petite Marianne cuando quiere, no cuando se lo mandan, una cosa es ser ciego y otra muy distinta no tener voluntad, el repertorio de Gaudencio es variado, la gente es caprichosa y a veces no sabe ni lo que pide, ¿no ve usted que esa mazurca no se puede tocar más que en determinados y muy solemnes trances?, esa mazurca es como una misa cantada, que quiere su tiempo y lugar y también su lujo. El acordeón es instrumento sentimental y sufre cuando se le lleva la contraria, la gente ha perdido el respeto a todo, se conoce que vamos camino del fin del mundo. A Policarpo Portomourisco Expósito, el de la Bagañeira, le faltan tres dedos de la mano, se los segó un griñón en los montes del Xurés, un día que fue al curro con los parientes. Policarpo el de la Bagañeira vive en Cela do Camparrón, el piso de arriba de su casa se hundió cuando fuera de la muerte de su padre y entonces se le escaparon tres donosiñas amaestradas, obedientes y bailonas. Policarpo el de la Bagañeira se las arregla bien con el dedo pequeño y el gordo de la mano derecha, a todo se acostumbra uno, Policarpo sube de vez en cuando hasta la carretera, en el ómnibus de Santiago siempre van dos o tres curas comiendo avellanas y pan de higo, tienen cara de brutos, van mal afeitados y se ríen por lo bajo con mucho misterio y complicidad, antes de la guerra los curas que viajaban en ómnibus comían chorizo y regoldaban y se peían con estruendo y entre grandes carcajadas. Don Mariano Vilobal fue el cura más famoso por sus ventosidades tanto por arriba como por abajo, en toda la provincia no había quien le igualara, don Mariano murió a poco de empezar la guerra, se subió al campanario a arreglar la campana, se le fue un pie y se partió la nuca contra las sepulturas del atrio. Don Mariano, cuando comía bien, era capaz de estarse tirando regüeldos y pedos durante seis horas o más.
– ¡Éste por los infieles!
– ¡Pare ya, don Mariano, que se va a herniar!
– ¿Herniarme yo? ¡Ni que fuera maricón! ¡Y este otro por los protestantes, menudos cabrones! ¡Muera Lutero!
Los mejores chorizos del mundo (bueno, es un decir, a lo mejor también hay otros de calidad) son los de Ádega.
– Mi difunto tenía tan buena color porque se tragaba los chorizos enteros, les quitaba el cordel y se los tragaba enteros. ¡Pobre Cidrán, que en paz descanse, cómo le gustaban mis chorizos! A veces me decía: me salen todos por la punta del carallo, Adeguiña, mejor para ti, ¿verdad? El muerto que mató a mi difunto jamás comió tan buenos chorizos, el muerto que mató a mi difunto era un muerto de hambre medio forastero.
Ádega hace los chorizos con mucha regla y fundamento, lo primero es que el cerdo sea del país y criado al uso del país, con millo y un cocimiento muy espeso de coellas, patatas, harina de millo, pan reseso, habas y todo lo que pueda cocer y sea de sentido; también conviene que el cerdo tome el aire y haga gimnasia por el monte y hoce la tierra en busca de miñocas y otros animalitos. Se le debe sacrificar con herramienta de hierro dulce, no de acero, y según la costumbre conocida, es decir, con mala leche, con venenoso regosto y a traición, nadie tiene la culpa. La zorza de primera se hace con raxo bien picado, también con la paíña y el costillar teniendo cuidado con el hueso, mucho pimentón dulce, el pimentón picante que admita, sal, ajos muy machacados y el agua necesaria más bien justa; se amasa con paciencia y se le deja posar durante un día entero. A la mañana siguiente se prueba la zorza, cruda y pasada por la sartén, para catar el gusto y añadirle lo que le falte, siempre le falta algo. Al tercer día se amasa de nuevo y al cuarto se le embute en tripa, la más noble de todas es la cular, y se atan con un cordelito los chorizos según el tamaño a que se les quiera. Se ahuman en la lareira durante dos o tres semanas hasta que queden tiesos, que la rigidez y la dureza son señal de buena cura, y ya valen para comer; la leña de carballo es la que da el mejor humo y el más saludable. Se cuelgan los que se han dé comer pronto y se guardan en unto, después de haberlos limpiado bien limpios, los que se quieren conservar.
– Mi difunto tenía tanta resistencia porque se tragaba los chorizos enteros, les quitaba el cordel, a veces ni se lo quitaba, echaba la cabeza para atrás, abría la boca y se tragaba los chorizos enteros, hubo día de tragarse cinco chorizos enteros sin respirar y sin esganarse.
Llueve sobre las aguas de los regatos de más acá de las leiras de Catucha y de Sualvariza mientras por el aire vuela la fantasma de un niño que acaba de morir, ¡angelitos al cielo! Los niños, cuando mueren, ni se dan cuenta, se mueren y en paz, lo malo son los mayores con lo que alborotan y con los gastos que producen, que si médicos, que si boticarios, que si curas, que si ataúd de los buenos, que si lutos, que si misas cantadas y rezadas, que si ahora hay que abrir el testamento y empiezan las riñas… Marujita Bodelón, la ponferradina que había tenido relaciones con el aparejador Celso Varela, el antiguo novio de tía Emilita, no es cómica pero lo parece, también parece la querida de un joyero. Marujita va teñida de rubia y se da sombra en los ojos.