Ahora siento a pleno el límite de la vida y el dolor ha detenido el tiempo en un ardor eterno.
Sé que Jaspers dice que “hay en las situaciones límite un impulso fundamental que mueve a encontrar en el fracaso el camino que lleva al ser”, y también “que la forma en que experimenta su fracaso es lo que determina en qué acabará el hombre”.
No sé. Sí puedo decir que el tiempo de mi vida se quebró, que después de la muerte de Jorge ya no soy el mismo, me he convertido en un ser extremadamente necesitado, que no para de buscar un indicio que muestre esa eternidad donde recuperar su abrazo.
En julio presentamos el Romance de la muerte de Juan Lavalle, en el Teatro Cervantes con la desinteresada participación de Mercedes Sosa. Fue para nosotros un homenaje que nos permitió revivir la emoción de hace treinta años cuando, por primera vez, le dio su magnífica voz al desconsolado dolor de Damasita Boedo.
Hacía un año que estábamos llevando esta cantata a las viejas y pobres ciudades del interior del país, como las antiguas Salta y Corrientes, la hermosa y heroica Jujuy. Ellas nos han ido rememorando los hechos de la historia y nos han entregado la belleza de la tierra. En Ushuaia quedé trastornado por las enigmáticas montañas del fin del mundo; también por los lobos marinos y las ballenas de Puerto Madryn.
Sé que mi idea de realizar el Romance no habría sido posible si no hubiera contado con un gran compositor del talento de Eduardo Falú, y con su voz excepcional.
En la ciudad de Resistencia tuve una experiencia que me parece decisiva. Fue a principio de año, durante la gran inundación del Paraná. Entonces me conmovió ver tanta pobreza y a la vez, tanta humanidad. Como si fuesen inseparables, como si lo esencial del hombre se revelara en sus carencias.
Las correntadas avanzaban como las crecidas de los grandes ríos de montaña, destruyendo sus casas, arruinando sus cosechas. En cualquier momento el Paraná podía derribar los muelles y quedar entonces sepultados la ciudad y los pueblos vecinos.
Cantidades de familias habían sido evacuadas, y en esa atmósfera de peligro, en medio de lluvias torrenciales, fue emocionante ver cómo se ayudaban unos a otros, ¡cuánta humanidad vimos aflorar en el peligro!
Fue tan revelador para Eduardo y para mí que decidimos colaborar con un trabajo que se desarrollará en un pueblo indígena de la zona del Impenetrable.
Es admirable la religiosidad con que viven los hombres de estos pueblos del interior; en su modo de sobrellevar la pobreza he encontrado rastros de una vida más poética. Son ellos los que tímidamente nos muestran valores que aquí sentimos ya sin vigencia, ya sin tiempo.
Paso junto a la puerta del cuarto donde murió Matilde, luego de una dura y larga enfermedad que la dejó postrada durante años. En estos tiempos en que el mal la vencía recibió el amoroso cuidado de las enfermeras y de Gladys, la fiel Gladys, que ahora sufre conmigo este dolor. La cuidaron como a una criatura indefensa. ¡Cuánto más grande es la mujer que el hombre! Matilde recibió la atención de médicos notables, y la ayuda de nuestra amiga Stella Soldi fue fundamental para sobrellevar esta dolencia.
Yo solía apoyarme al lado de su puerta, y poniendo el oído, me quedaba así, escuchando. La enfermera le hablaba como si ella le entendiera, hasta que le contestaba con una voz apenas audible, desde una lejanía indescifrable. En una ocasión, Matilde me contó que no había dormido en toda la noche. Me hablaba de un pájaro de color negro azulado, grande, hermoso, que se le acercó para decirle que estaba llegando el momento de su muerte. Había sido un sueño muy nítido, que le había dado una especie de paz.
Hasta que volvía la enfermera y yo me iba a encerrar en el estudio. Durante un tiempo muy largo permanecía sentado, como tantas veces, mirando hacia el jardín, sin saber qué hacer, sin ganas de nada, pensando en cosas oscuras e indeterminadas.
¡Cuánta congoja! Cómo va quedándose a oscuras esta casa en otro tiempo llena de los gritos de los niños, de cumpleaños infantiles, de los cuentos que Matilde inventaba por la noche para dormir a los nietos. Qué lejos, Dios mío, aquellas tardes en que venían a conversar con ella sus amigos, cuando la visitaba Julia Constenla o Ana María Novik.
Con enorme desconsuelo pienso en todo lo que ella debió soportar por mi culpa. Recuerdo la tarde en que la dejé en París, para irme con una mujer que había sido condesa en los años previos a la Revolución Rusa. Me la había presentado un príncipe que entonces trabajaba de taxista, con quien hablábamos sobre Chejov, Dostoievski, Tolstoi. La agitación que vivía durante el período surrealista era tal que, finalmente, abandoné a Matilde en el puerto, con el pequeño Jorge en brazos, cometiendo un acto horrendo que jamás ha dejado de atormentarme. Por eso, cuando en la calle, en el tren, se me acercan a darme la mano, o algunas mujeres y hasta ancianas religiosas me dicen: “Que Dios lo mantenga por muchos años todavía”, me pregunto si lo merezco. Tantos fueron mis abandonos a aquella mujer que dio su alma y su vida por mí, por evitar, precisamente, que mis desalientos me llevaran a quemar todo lo que escribía. Fue siempre mi primera lectora, la más severa, pero también la más cariñosa. Sus sugerencias eran precisas. Matilde hacía una marca suave con lápiz negro al costado de la página, y siempre tenía razón.
Su coraje no la hizo aflojar jamás, sosteniéndome a pesar de toda clase de penurias. Pero también tuve otros dos vínculos, profundos, con mujeres que me cuidaron con infinita generosidad. Porque siempre necesité que me apuntalaran como a una casa vieja o mal construida.
En sus años finales, cuando la he visto desolada por su enfermedad, es cuando más profundamente la quise. Y pienso en el valor con que sufrió mi vida complicada, azarosa, contradictoria. A su lado pasé momentos de peligro, de amor, de amargura, de pobreza, de desengaños políticos y de tristísimos alejamientos, en que esperaba siempre a que el barco sacudido por oscuras tempestades regresara a la calma, y yo volviera a divisar el cielo estrellado, esa Cruz del Sur que marcaba nuevamente el rumbo, la misma que tantas veces, cuando éramos muchachos, habíamos contemplado desde algún banco de plaza.
Y muchos, muchísimos años ante, el supremo misterio, la recuerdo cuando me farfulló aquellos versos de Manrique:
cómo se pasa la vida
cómo se viene la muerte
tan callando…
Esta tarde, mientras yo estaba jugando con Yasmín, la chiquita de Erika, llegó Luciana con su bebé de tres meses, mi bisnieto Ignacio, y recordé cuando Juan Sebastián era un chiquilín y ella lo cuidaba, siempre tan madrecita.
Después vino Mario a buscarme y me llevó a escuchar el coro que formó. Tiene un gran sentido de la música y es indudablemente un creador.
En este tiempo volví a entusiasmarme con la idea de abrir este lugar, donde hemos vivido, a la gente que me ha demostrado su devoción y su amor, a quienes me leyeron y me estimularon. Siento que, de algún modo, les pertenece; y me consuela que cuando ya no esté, esta casa, bajo el cuidado de Gladys, se mantenga con las puertas abiertas. Le he pedido a Graciela Molinelli que haga lo posible para cumplir mi deseo, y espero que entre todos la cuiden, las dos familias y los grandes amigos que siempre nos han acompañado.
Esta es la casa que con Matilde hemos venido a habitar hace casi sesenta años, donde transcurrió la infancia de nuestros hijos, donde filmó Mario sus primeras poéticas películas, donde vino a vivir con Elena y donde nacieron nuestros nietos Luciana, Mercedes y Guido. Donde pasamos pobrezas, pero también acontecimientos fundamentales de nuestra vida.
He separado los cuadros que quiero que permanezcan como patrimonio de la casa, y las primeras ediciones, junto a los libros de Matilde, a sus poesías y a sus cuentos inéditos. Quiero que todo en la casa quede tal cual está, con sus roturas y con sus paredes medio descascaradas. Como también el viejo samovar de la familia rusa de Matilde y la colección Sur, que albergó mis comienzos en la literatura.