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Debajo de la aspereza en el trato, mi padre ocultaba su lado más vulnerable, un corazón cándido y generoso. Poseía un asombroso sentido de la belleza, tanto que, cuando debieron trasladarse a La Plata, él mismo diseñó la casa en que vivimos. Tarde descubrí su pasión por las plantas, a las que cuidaba con una delicadeza para mí hasta entonces desconocida. Jamás lo he visto faltar a la palabra empeñada, y con los años, admiré su fidelidad hacia los amigos. Como fue el caso de don Santiago, el sastre que enfermó de tuberculosis. Cuando el doctor Helguera le advirtió que la única posibilidad de sobrevivir era irse a las sierras de Córdoba, mi padre lo acompañó en uno de esos estrechos camarotes de los viejos ferrocarriles, donde el contagio parecía inevitable.

Recuerdo siempre esta actitud que define su devoción por la amistad y que supe valorar varios años después de su muerte, como suele ocurrir en esta vida que, a menudo, es un permanente desencuentro. Cuando se ha hecho tarde para decirle que lo queremos a pesar de todo y para agradecerle los esfuerzos con que intentó prevenirnos de las desdichas que son inevitables y, a la vez, aleccionadoras.

Porque no todo era terrible en mi padre, y con nostalgia entreveo antiguas alegrías, como las noches en que me tenía sobre sus rodillas y me cantaba canciones de su tierra, o cuando por las tardes, al regresar del juego de naipes en el Club Social, me traía Mentolina, las pastillas que a todos nos gustaban.

Desgraciadamente, él ya no está y cosas fundamentales han quedado sin decirse entre nosotros; cuando el amor es ya inexpresable, y las viejas heridas permanecen sin cuidado. Entonces descubrimos la última soledad: la del amante sin el amado, los hijos sin sus padres, el padre sin sus hijos.

Hace muchos años fui hasta aquella Paola de San Francesco donde un día se enamoró de mi madre; entreviendo su infancia entre esas tierras añoradas, mirando hacia el Mediterráneo, incliné la cabeza y mis ojos se nublaron.

A medida que nos acercamos a la muerte, también nos inclinamos hacia la tierra. Pero no a la tierra en general sino a aquel pedazo, a aquel ínfimo pero tan querido, tan añorado pedazo de tierra en que transcurrió nuestra infancia. Y porque allí dio comienzo el duro aprendizaje, permanece amparado en la memoria. Melancólicamente rememoro ese universo remoto y lejano, ahora condensado en un rostro, en una humilde plaza, en una calle.

Siempre he añorado los ritos de mi niñez con sus Reyes Magos que ya no existen más. Ahora, hasta en los países tropicales, los reemplazan con esos pobres diablos disfrazados de Santa Claus, con pieles polares, sus barbas largas y blancas, como la nieve de donde simulan que vienen. No, estoy hablando de los Reyes Magos que en mi infancia, en mi pueblo de campo, venían misteriosamente cuando ya todos los chiquitos estábamos dormidos, para dejarnos en nuestros zapatos algo muy deseado; también en las familias pobres, en que apenas dejaban un juguete de lata, o unos pocos caramelos, o alguna tijerita de juguete para que una nena pudiera imitar a su madre costurera, cortando vestiditos para una muñeca de trapo.

Hoy a esos Reyes Magos les pediría sólo una cosa: que me volvieran a ese tiempo en que creía en ellos, a esa remota infancia, hace mil años, cuando me dormía anhelando su llegada en los milagrosos camellos, capaces de atravesar muros y hasta de pasar por las hendiduras de las puertas -porque así nos explicaba mamá que podían hacerlo-, silenciosos y llenos de amor. Esos seres que ansiábamos ver, tardándonos en dormir, hasta que el invencible sueño de todos los chiquitos podía más que nuestra ansiedad. Sí, querría que me devolvieran aquella espera, aquel candor. Sé que es mucho pedir, un imposible sueño, la irrecuperable magia de mi niñez con sus navidades y cumpleaños infantiles, el rumor de las chicharras en las siestas de verano. Al caer la tarde, mamá me enviaría a la casa de Misia Escolástica, la Señorita Mayor; momentos del rito de las golosinas y las galletitas Lola, a cambio del recado de siempre: “Manda decir mamá que cómo está y muchos recuerdos”. Cosas así, no grandes, sino pequeñas y modestísimas cosas.

Sí, querría que me devolvieran a esa época cuando los cuentos comenzaban “Había una vez…” y, con la fe absoluta de los niños, uno era inmediatamente elevado a una misteriosa realidad. O aquel conmovedor ritual, cuando llegaba la visita de los grandes circos que ocupaban la Plaza España y con silencio contemplábamos los actos de magia, y el número del domador que se encerraba con su león en una jaula ubicada a lo largo del picadero. Y el clown, Scarpini y Bertoldito, que gustaba de los papeles trágicos, hasta que una noche, cuando interpretaba Espectros, se envenenó en escena mientras el público inocentemente aplaudía. Al levantar el telón lo encontraron muerto, y su mujer, Angelita Alarcón, gran acróbata, lloraba abrazando desconsoladamente su cuerpo.

Lo rememoro siempre que contemplo los payasos que pintó Rouault: esos pobres bufones que, al terminar su parte, en la soledad del carromato se quitan las lentejuelas y regresan a la opacidad de lo cotidiano, donde los ancianos sabemos que la vida es imperfecta, que las historias infantiles con Buenos y Malvados, Justicia e Injusticia, Verdad y Mentira, son finalmente nada más que eso: inocentes sueños. La dura realidad es una desoladora confusión de herniosos ideales y torpes realizaciones, pero siempre habrá algunos empecinados, héroes, santos y artistas, que en sus vidas y en sus obras alcanzan pedazos del Absoluto, que nos ayudan a soportar las repugnantes relatividades.

En la soledad de mi estudio contemplo el reloj que perteneció a mi padre, la vieja máquina de coser New Home de mamá, una jarrita de plata y el Colt que tenía papá siempre en su cajón, y que luego fue pasado como herencia al hermano mayor, hasta llegar a mis manos. Me siento entonces un triste testigo de la inevitable transmutación de las cosas que se revisten de una eternidad ajena a los hombres que las usaron. Cuando los sobreviven, vuelven a su inútil condición de objetos y toda la magia, todo el candor, sobrevuela como una fantasmagoría incierta ante la gravedad de lo vivido. Restos de una ilusión, sólo fragmentos de un sueño soñado.

Adolescente sin luz,,

tu grave pena lloras,

tus sueños no volverán,

corazón,

tu infancia ya terminó.

La tierra de tu niñez

quedó para siempre atrás

sólo podes recordar, con dolor,

los años de su esplendor.

Polvo cubre tu cuerpo,

nadie escucha tu oración,

tus sueños no volverán,

corazón, tu infancia ya terminó.

Al terminar la escuela primaria de mi pueblo, en 1923, en medio del desgarramiento más hondo de mi vida, mi hermano Pancho me llevó a La Plata para completar mis estudios. Recuerdo la primera noche, con su enigmática madrugada en la casa de la calle Pedro Echagüe, oyendo entre sueños un ruido inédito para mí, que a través de las décadas se ha conservado como una imagen de mi tristeza infantil: el sonido de los cascos de caballos y de las chatas por el empedrado. Remotísimos tiempos en que no había jeans, cuando los chicos llevábamos pantaloncitos cortos y los pantalones largos simbolizaban un terrible acontecimiento en nuestras vidas, marcado por el orgullo y por la vergüenza.

Muchas veces, lloré durante la noche en esa ciudad que luego llegó a estar tan entrañablemente unida a mi destino. En los penosos días que precedieron al comienzo de las clases, tuve uno de los dolores más grandes. Me había llevado al bosque una paletita de lata, una humilde imitación de la paleta de un pintor, comprada por mi hermano en la ferretería del pueblo. Tenía pastillas de acuarelas que para mí eran un tesoro, con las que copiaba láminas de almanaques. Recuerdo una troika en la nieve de una Rusia lejana y misteriosa.

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