El terrorismo internacional, el horror de Bosnia, el recrudecimiento de los conflictos de Medio Oriente, y esas heridas sobre la carne del mundo que son las calles de Calcuta, confirman que Hannah Arendt tenía razón al afirmar, ya en los años cincuenta, que la crueldad de este siglo sería insuperable.
Hace escasos años, dos potencias se disputaban el mundo. Fracasado el comunismo, se difundió la falacia de que la única alternativa es el neoliberalismo. En realidad, es una afirmación criminal, porque es como si en un mundo en que sólo hubiese lobos y corderos nos dijeran: “Libertad para todos, y que los lobos se coman a los corderos”.
Se habla de los logros de este sistema cuyo único milagro ha sido el de concentrar en una quinta parte de la población mundial más del ochenta por ciento de la riqueza, mientras el resto, la mayor parte del planeta, muere de hambre en la más sórdida de las miserias. Habría que plantearse qué se entiende por neoliberalismo, porque en rigor, nada tiene que ver con la libertad. Al contrario, gracias al inmenso poder financiero, con los recursos de la propaganda y las tenazas económicas, los Estados poderosos se disputan el dominio del planeta.
El absolutismo económico se ha erigido en poder. Déspota invisible, controla con sus órdenes la dictadura del hambre, la que ya no respeta ideologías ni banderas, y acaba por igual con hombres y mujeres, con los proyectos de los jóvenes y el descanso de nuestros ancianos.
Un ejemplo de la deshumanización a que este sistema nos está llevando es Brasil: mientras cuarenta millones de hambrientos pueblan el nordeste, en San Pablo hay casi un millón de chiquitos sin hogar, que roban por las calles para poder comer alguna cosa, forzados a prostituirse en su niñez, rematados por cien o doscientos dólares, asesinados por comandos especializados, secuestrados y muertos para vender sus órganos a los laboratorios del mundo.
Me contó un sacerdote dominico, profesor de teología en la Universidad de San Pablo, que un estudio elaborado por la policía federal reveló que en los últimos tres años, cuatro mil seiscientos niños fueron asesinados en el país.
Miles de niños latinoamericanos son exportados desde su país de origen a Europa, los Estados Unidos y Japón; y hay suficientes indicios que prueban la existencia de criaturas sacrificadas, sobre todo en Brasil, Honduras, Guatemala y México.
Trágicamente, la hermana Martha Pelloni me ha mostrado que hechos atroces similares están ocurriendo en la Argentina.
Para todo hombre es una vergüenza, un crimen, que existan doscientos cincuenta millones de niños explotados en el mundo. Obligados a trabajar desde los cinco, seis años en oficios insalubres, en jornadas agotadoras por unas monedas, cuando tienen suerte, porque muchos chiquitos trabajan en regímenes de esclavitud o semiesclavitud, sin protección legal ni médica.
Estos millones de niños, analfabetos, más flacos, más bajos que nuestros niños que van a las escuelas, sufren enfermedades infecciosas, heridas, amputaciones y vejaciones de todo tipo.
Se los encuentra en las grandes ciudades del mundo tanto como en los países más pobres. En América Latina, quince millones de niños son explotados.
Cuando uno se acerca a esta realidad, de inmediato recuerda la historia de los niños que trabajaban en las minas de carbón en épocas de la Revolución Industrial. Situaciones que parecían definitivamente atrás, están hoy al alcance de nuestros ojos. Representan la involución de las conquistas sociales que se lograron con sangre a través de siglos. Hoy en el mundo ya no hay respeto por las horas de trabajo, por la jubilación, por los derechos a la educación y a la salud. Enfermedades que creíamos vencidas han vuelto: tuberculosis, sífilis, cólera.
El estado de desprotección y violencia en el que se encuentran expuestos los chiquitos nos demuestra palmariamente que vivimos un tiempo de inmoralidad. Estos hechos aberrantes nos absorben como un vórtice, haciendo realidad las palabras de Nietzsche: “Los valores ya no valen”.
Cada mañana, miles de personas reanudan la búsqueda inútil y desesperada de un trabajo. Son los excluidos, una categoría nueva que nos habla tanto de la explosión demográfica como de la incapacidad de esta economía para la que lo único que no cuenta es lo humano.
Son excluidos los pobres que quedan fuera de la sociedad porque sobran. Ya no se dice que son “los de abajo” sino “los de afuera”.
Son excluidos de las necesidades mínimas de la comida, la salud, la educación y la justicia; de las ciudades como de sus tierras. Y estos hombres que diariamente son echados afuera, como de la borda de un barco en el océano, son la inmensa mayoría.
Tantos valores liquidados por el dinero y ahora el mundo, que a todo se entregó para crecer económicamente, no puede albergar a la humanidad.
Para conseguir cualquier trabajo, por mal pago que sea, los hombres ofrecen la totalidad de sus vidas. Trabajan en lugares insalubres, en sótanos, en barcos factoría, hacinados y siempre bajo la amenaza de perder el empleo, de quedar excluidos.
Al parecer, la dignidad de la vida humana no estaba prevista en el plan de globalización. La angustia es lo único que ha alcanzado niveles nunca vistos.” Es un mundo que vive en la perversidad, donde unos pocos contabilizan sus logros sobre la amputación de la vida de la inmensa mayoría. Se ha hecho creer a algún pobre diablo que pertenece al Primer Mundo por acceder a los innumerables productos de un supermercado. Y mientras aquel pobre infeliz duerme tranquilo, encerrado en su fortaleza de aparatos y cachivaches, miles de familias deben sobrevivir con un dólar diario. Son millones los excluidos del gran banquete de los economicistas.
Cuando por la calle veo tantos negocios cerrados, o vecinos del barrio me detienen para decirme que no podrán seguir manteniendo su tallercito, que no les rinden las ganancias para cubrir los impuestos, pienso en la corrupción y la impunidad, en el grosero despilfarro y en la opulencia amoral de unos cuantos individuos, y tengo la sensación de que estamos en el hundimiento de un mundo donde, a la vez que cunde la desesperación, aumenta el egoísmo y el “sálvese quien pueda”. Mientras los más desafortunados sucumben en la profundidad de las aguas, en algún rincón ajeno a la catástrofe, en medio de una fiesta de disfraces siguen bailando los hombres del poder, ensordecidos en sus bufonadas.
La educación pública creada por los grandes intelectuales que nos gobernaron en el siglo pasado, que tuvieron la iniciativa de construir una educación primaria libre, gratuita y obligatoria es el fundamento de esta nación hoy en derrumbe.
En esas escuelitas de mi infancia, humildes maestras nos enseñaban a ser “buscadores de la verdad”, como la negra Ozán, india, hija de un domador, que nos mantenía al trote, pero que a la vez, supo educarnos con cariñosa disciplina. Por aquel tiempo, tendría yo unos once años, era el dibujante de la clase, y en días como el 20 de junio pintaba con tizas de colores al general Belgrano haciendo jurar por su ejército dos franjas de género celeste y una blanca, que por aquel acto serían capaces de convocar batallas y arrastrar a sus hombres a la muerte o a la victoria, porque ese paño, a menudo sucio y maltrecho, era el símbolo de la Patria.
En un crisol casi único en el mundo, los hijos de pobres inmigrantes, mientras sus padres les narraban historias de tierras lejanas, en aquellas escuelas escuchaban con devoción la vida de sus próceres, Belgrano y San Martín. O como en el día de la Independencia, cuando izábamos en el patio la bandera a los sones del Himno Nacional y aguardábamos el chocolate caliente, ateridos por el frío pampeano.
Así aprendimos a amar a la Patria, con un noble sentimiento que congrega, porque quien ama verdaderamente a su patria, comprende y respeta a las demás; a la inversa del patrioterismo, que es bajo y mezquino, presuntuoso, plagado de la vanidad que nos aleja y nos hace odiar. Lo que ocurre con tantas potencias que se consideran superiores por el solo hecho de dominar a las demás naciones.