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– Juan es un verdadero hombre de conocimiento -dijo en tono vibrante hacia el final de nuestra conversación-. Yo sólo me he ocupado a la ligera de los poderes de las plantas. Siempre me interesaron sus propiedades curativas; hasta coleccioné libros de botánica, que vendí apenas hace poco.

Permaneció silencioso un momento; se frotó la barbilla un par de veces. Parecía buscar una palabra adecuada.

– Podemos decir que yo soy sólo un hombre de conocimiento lírico -dijo-. No soy como Juan, mi hermano indio.

Don Vicente quedó otro instante en silencio. Sus ojos, empañados, estaban fijos en el suelo a mi izquierda. Luego se volvió hacia mí y dijo casi en un susurro:

– ¡Ah, qué alto vuela mi hermano indio!

Don Vicente se puso en pie. Al parecer, nuestra conversación había terminado.

Si cualquiera otro hubiese hecho una frase sobre un hermano indio, yo la habría considerado un estereotipo vulgar. Pero el tono de don Vicente era tan sincero, y sus ojos tan claros, que me embelesó con la imagen de su hermano indio en tan altos vuelos. Y creí que hablaba su sentir.

– ¡Qué conocimiento lírico ni qué la chingada! -exclamó don Juan cuando hube narrado el incidente completo-. Vicente es brujo. ¿Por qué fuiste a verlo?

Le recordé que él mismo me había pedido visitar a don Vicente.

– ¡Eso es absurdo! -exclamó con dramatismo-. Te dije: algún día, cuando sepas ver, has de visitar a mi amigo Vicente; eso fue lo que dije. Por lo visto no me escuchaste.

Repuse que no veía daño alguno en haber conocido a don Vicente; que sus modales y su amabilidad me encantaron.

Don Juan meneó la cabeza de lado a lado y, medio en broma, expresó su perplejidad ante lo que llamó mi "desconcertante buena suerte". Dijo que mi visita a don Vicente había sido como entrar en el cubil de un león armado con una ramita. Don Juan parecía agitado, pero no me era posible ver motivo alguno para su preocupación. Don Vicente era una bella persona. Se veía muy frágil; sus ojos extrañamente obsesionantes le daban un aspecto casi etéreo. Pregunté a don Juan cómo podía resultar peligrosa una persona así de bella.

– Eres un idiota -respondió, y durante un momento su rostro se hizo severo-. El por sí solo no te causaría ningún daño. Pero el conocimiento es poder, y una vez que un hombre emprende el camino del conocimiento ya no es responsable de lo que pueda pasarle a quienes entran en contacto con él. Deberías haberlo visitado cuando supieras lo bastante para defenderte; no de él, sino del poder que él ha enganchado, que, dicho sea de paso, no es suyo ni de nadie. Al oír que tú me conocías, Vicente supuso que sabías protegerte y te hizo un regalo. Por lo visto le caíste bien y te ha de haber hecho un gran regalo, y tú lo perdiste. ¡Qué lástima!

24 de mayo, 1968

Llevaba yo casi todo el día acosando a don Juan para que me hablase del regalo de don Vicente. Le había señalado, en distintas formas, que él debía tener en cuenta nuestras diferencias; lo que para él resultaba evidente podía ser enteramente incomprensible para mí.

– ¿Cuántas plantas te dio? -preguntó por fin.

Dije que cuatro, pero de hecho no recordaba. Luego don Juan quiso saber con exactitud qué había ocurrido entre que dejé a don Vicente y me detuve al lado del camino. Pero tampoco me acordaba de eso.

– El número de plantas es importante, y también el orden de los hechos -dijo-. ¿Cómo voy a decirte qué era el regalo si no recuerdas lo que pasó?

Luché, sin éxito, por visualizar la secuencia de eventos.

– Si recordaras todo lo que pasó -dijo don Juan-, yo podría al menos decirte cómo desperdiciaste tu regalo.

Don Juan parecía muy inquieto. Me instó con impaciencia a acordarme, pero mi memoria era un blanco casi total.

– ¿Qué cree usted que hice mal, don Juan? -dije, sólo para prolongar la conversación.

– Todo.

– Pero seguí las instrucciones de don Vicente al pie de la letra.

– ¿Y qué? ¿No entiendes que seguir sus instrucciones carecía de sentido?

– ¿Por qué?

– Porque esas instrucciones estaban hechas para alguien capaz de ver, y no para un idiota que por pura suerte salió con vida. Fuiste a ver a Vicente sin estar preparado.

“Le caíste bien y te hizo un regalo. Y ese regalo pudo fácilmente haberte costado la vida.

– ¿Pero por qué me dio algo tan serio? Si es brujo, debió haber sabido que yo no sé nada,

– No, no podía haber visto eso. Tú apareces como si supieras, pero en realidad no sabes gran cosa.

Declaré mi sincera convicción de no haber dado nunca, al menos a propósito, una imagen falsa de mí mismo.

– Yo no decía eso -repuso-. Si te hubieras dado aires, Vicente habría visto tu juego. Esto es algo peor que darse aires. Cuando yo te veo, te me apareces como si supieras mucho, y sin embargo yo sé que no sabes.

– ¿Qué es lo que parezco saber, don Juan?

– Secretos de poder, por supuesto; el conocimiento de un brujo. Así que cuando Vicente te vio te hizo un regalo, y tú hiciste con él lo que hace un perro con la comida cuando tiene la panza llena. Un perro se orina en la comida cuando ya no quiere comer más, para que no se la coman otros perros. Tú hiciste lo mismo con el regalo. Ahora nunca sabremos qué ocurrió en verdad. Has perdido muchísimo. ¡Qué desperdicio!

Estuvo callado un tiempo; luego alzó los hombros y sonrió.

– Es inútil quejarse -dijo-, pero es difícil no quejarse. Los regalos de poder ocurren muy rara vez en la vida; son únicos y preciosos. Mírame a mí, por ejemplo; nadie me ha hecho nunca un regalo de ésos. Que yo sepa, a muy poca gente le ha tocado tal cosa. Perder algo así de único es una vergüenza.

– Entiendo lo que quiere usted decir, don Juan -dije-. ¿Hay algo que yo pueda hacer ahora para salvar el regalo?

Rió y repitió varias veces: "Salvar el regalo."

– Eso suena bien -dijo-. Me gusta. Pero no hay nada que pueda hacerse para salvar tu regalo.

25 de mayo, 1968

Este día, don Juan empleó casi todo su tiempo en mostrarme cómo armar trampas sencillas para animales pequeños. Estuvimos cortando y limpiando ramas durante la mayor parte de la mañana. Yo tenía muchas preguntas en mente. Traté de hablarle mientras trabajábamos, pero él lo tomó en chiste y dijo que, de nosotros dos, sólo yo podía mover manos y boca al mismo tiempo. Finalmente nos sentamos a descansar y solté una pregunta.

– ¿Cómo es ver, don Juan?

– Para saber eso tienes que aprender a ver. Yo no puedo decírtelo.

– ¿Es un secreto que yo no debería saber?

– No. Es nada más que no puedo describirlo.

– ¿Por qué?

– No tendría sentido para ti.

– Haga usted la prueba, don Juan. Quizá lo tenga.

– No. Tienes que hacerlo tú solo. Una vez que aprendas, puedes ver cada cosa del mundo en forma diferente.

– Entonces, don Juan, usted ya no ve el mundo en la forma acostumbrada.

– Veo de los dos modos. Cuando quiero mirar el mundo lo veo como tú. Luego, cuando quiero verlo, lo miro como yo sé y lo percibo en forma distinta.

– ¿Se ven las cosas del mismo modo cada vez que usted las ve?

– Las cosas no cambian. Uno cambia la forma de verlas, eso es todo.

– Quiero decir, don Juan, que si usted, por ejemplo, ve el mismo árbol, ¿sigue siendo el mismo cada vez que usted lo ve?

– No. Cambia, y sin embargo es el mismo,

– Pero si el mismo árbol cambia cada vez que usted lo ve, el ver puede ser una simple ilusión.

Rió y estuvo un rato sin responder; parecía estar pensando. Por fin dijo:

– Cuando tú miras las cosas no las ves. Sólo las miras, yo creo que para cerciorarte de que algo está allí. Como no te preocupa ver, las cosas son bastante lo mismo cada vez que las miras. En cambio, cuando aprendes a ver, una cosa no es nunca la misma cada vez que la ves, y sin embargo es la misma. Te dije, por ejemplo, que un hombre es como un huevo. Cada vez que veo al mismo hombre veo un huevo, pero no es el mismo huevo.

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