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Sacateca estaba de pie frente a mi. Su cuerpo era delgado y fuerte. Llevaba camisa y pantalones caqui. Tenía los ojos entrecerrados; parecía adormilado o quizá borracho. Su boca estaba entreabierta y el labio inferior colgaba. Noté su respiración profunda; casi parecía roncar. Se me ocurrió que Sacateca se hallaba sin duda borracho sin medida. Pero esa idea resultaba incongruente, porque apenas unos minutos antes, al salir de su casa, había estado muy alerta y muy consciente de mi presencia.

– ¿De qué quieres hablar? -erijo por fin.

La voz sonaba cansada; era como si las palabras reptaran una tras otra. Me sentí muy incómodo. Era como si su fatiga fuese contagiosa y me jalara.

– De nada en particular -respondí-, Nada más vine a que platicáramos como amigos. Usted me invitó una vez a venir a su casa.

– Pues sí, pero esto no es lo mismo.

– ¿Por qué no es lo mismo?

– ¿Qué no hablas con Juan?

– Sí.

– ¿Entonces para qué quieres hablar conmigo?

– Pensé que quizá podría hacerle unas preguntas…

– Pregúntale a Juan, ¿Qué no te está enseñando?

– Sí, pero de todos modos me gustaría preguntarle a usted acerca de lo que don Juan me enseña, y tener su opinión. Así podré saber a qué atenerme.

– ¿Para qué andas con esas cosas? ¿No te confías en Juan?

– Sí.

– ¿Entonces por qué no le preguntas a él todo lo que quieres saber?

– Sí le pregunto. Y me dice todo. Pero si usted también pudiera hablarme de lo que don Juan me enseña, tal vez yo entendería mejor.

– Juan puede decirte todo. El es el único que puede. ¿No entiendes eso?

– Sí, pero es que me gusta hablar con gente como usted, don Elías. No todos los días encuentra uno a un hombre de conocimiento.

– Juan es un hombre de conocimiento.

– Lo sé.

– ¿Entonces por qué me estás hablando a mí?

– Ya le dije que vine a que habláramos como amigos.

– No, no es cierto. Tú te traes otra cosa.

Quise explicarme y no pude sino mascullar incoherencias. Sacateca no dijo nada. Parecía escuchar con atención. Tenía de nuevo los ojos entrecerrados, pero sentí que me escudriñaba. Asintió casi imperceptiblemente. Sus párpados se abrieron de pronto, y vi sus ojos. Parecía mirar más allá de mi. Golpeó despreocupadamente el suelo con la punta de su pie derecho, justo atrás de su talón izquierdo. Tenía las piernas levemente arqueadas, los brazos inertes contra los costados. Luego alzó el brazo derecho; la mano estaba abierta con la palma perpendicular al suelo; los dedos extendidos señalaban en mi dirección. Dejó oscilar la mano un par de veces antes de ponerla al nivel de mi rostro. La mantuvo en esa posición durante un instante y me dijo unas cuantas palabras. Su voz era muy clara, pero las palabras se arrastraban.

Tras un momento dejó caer la mano a su costado y permaneció inmóvil, adoptando una posición extraña. Estaba parado en los dedos de su pie izquierdo. Con la punta del pie derecho, cruzado tras el talón del izquierdo, golpeaba el suelo suave y rítmicamente.

Experimenté una aprensión sin motivo, una especie de inquietud. Mis ideas parecían disociadas. Pensaba yo en cosas sin conexión ni sentido que nada tenían que ver con lo que ocurría. Advertí mi incomodidad y traté de encauzar nuevamente mis pensamientos hacia la situación inmediata, pero no pude a pesar de una gran pugna. Era como si alguna fuerza me evitara concentrarme o pensar cosas que vinieran al caso.

Sacateca no había pronunciado palabra y yo no sabía qué más decir o hacer. En forma totalmente automática, di la media vuelta y me marché.

Más tarde me sentí empujado a narrar a don Juan mi encuentro con Sacateca. Don Juan rió a carcajadas.

– ¿Qué es lo que realmente pasó? -pregunté.

– ¡Sacateca bailó! -dijo don Juan -. Te vio, y después bailó.

– ¿Qué me hizo? Me sentí muy frío y mareado.

– Parece que no le caíste bien, y te paró tirándote una palabra.

– ¿Cómo pudo hacer eso? -exclamé, incrédulo.

– Muy sencillo; te paró con su voluntad.

– ¿Cómo dijo usted?

– ¡Te paró con su voluntad!

La explicación no bastaba. Sus afirmaciones me sonaban a jerigonza. Traté de sacarle más, pero no pudo explicar el evento de manera satisfactoria para mi.

Obviamente, dicho evento, o cualquier evento que ocurriese dentro de este ajeno sistema de sentido común, sólo podía ser explicado o comprendido en términos de las unidades de significado propias de tal sistema. Esta obra es, por lo tanto, un reportaje, y debe leerse como reportaje. El sistema en aprendizaje me era incomprensible; así que la pretensión de hacer algo más que reportar sobre él sería engañosa e impertinente. En este aspecto, he adoptado el método fenomenológico y luchado por encarar la brujería exclusivamente como fenómenos que me fueron presentados. Yo, como perceptor, registré lo que percibí, y en el momento de registrarlo me propuse suspender todo juicio.

Primera Parte LOS PRELIMINARES DE "VER"

I

2 de abril, 1968

DON JUAN me miró un momento y no pareció en absoluto sorprendido de verme, aunque habían pasado más de dos años desde mi última visita. Me puso la mano en el hombro y sonriendo con suavidad dijo que me veía distinto, que me estaba poniendo gordo y blando.

Yo le había llevado un ejemplar de mi libro. Sin ningún preámbulo, lo saqué de mi portafolio y se lo di.

– Es un libro sobre usted, don Juan -dije.

El lo tomó y lo hojeó rápidamente como si fuera un mazo de cartas. Le gustaron el color verde del forro y el tamaño del libro. Sintió la cubierta con la palma de las manos, le dio vuelta un par de veces y luego me lo devolvió. Sentí una oleada de orgullo.

– Quiero que usted lo guarde -dije.

Don Juan meneó la cabeza con una risa silenciosa.

– Mejor no -dijo, y luego añadió con ancha sonrisa-: Ya sabes lo que hacemos con el papel en México.

Reí. Su toque de ironía me pareció hermoso.

Estábamos sentados en una banca en el parque de un pueblito en el área montañosa de México central. Yo no había tenido absolutamente ninguna manera de informarle sobre mi intención de visitarlo, pero me había sentido seguro de que lo hallaría, y así fue. Esperé sólo un corto tiempo en ese pueblo antes de que don Juan bajara de las montañas; lo hallé en el mercado, en el puesto de una de sus amistades.

Don Juan me dijo, como si nada, que había llegado yo justo a tiempo para llevarlo de regreso a Sonora, y nos sentamos en el parque a esperar a un amigo suyo, un indio mazateco con quien vivía.

Esperamos unas tres horas. Hablamos de diversas cosas sin importancia, y hacia el final del día, exactamente antes de que llegara su amigo, le relaté algunos eventos que yo había presenciado pocos días antes.

Mientras viajaba a verlo, mi carro se descompuso en las afueras de una ciudad y tuve que quedarme en ella tres días, mientras lo reparaban. Había un motel enfrente del taller mecánico, pero las afueras de las poblaciones siempre me deprimen, así que me alojé en un moderno hotel de ocho pisos en el centro de la ciudad.

El botones me dijo que el hotel tenía restaurante, y cuando bajé a comer descubrí que había mesas en la acera. Era un arreglo bastante bonito, en la esquina de la calle, a la sombra de unos arcos bajos de ladrillo, de líneas modernas. Hacía fresco afuera y había mesas desocupadas, pero preferí sentarme en el interior mal ventilado. Había advertido, al entrar, un grupo de niños limpiabotas sentados en la acera frente al restaurante, y estaba seguro de que me acosarían si tomaba una de las mesas exteriores.

Desde donde me hallaba sentado, podía ver al grupo de muchachos a través del aparador. Un par de jóvenes tomaron una mesa y los niños se congregaron alrededor de ellos, ofreciendo lustrarles los zapatos. Los jóvenes rehusaron y quedé asombrado al ver que los muchachos no insistían y regresaban a sentarse en la acera. Después de un rato, tres hombres en traje de calle se levantaron y se fueron, y los muchachos corrieron a su mesa y empezaron a comer las sobras: en cuestión de segundos los platos se hallaron limpios. Lo mismo ocurrió con las sobras de todas las demás mesas.

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