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Seguí a don Genaro y durante dos horas traté de alcanzarlo, pero por más que pugnaba no podía hacerlo. La silueta de don Genaro estaba siempre delante de mí. A veces desaparecía como si hubiera saltado a un lado del camino, sólo para reaparecer de nuevo ante mí. En lo que a mí tocaba, ésta parecía una extraña caminata nocturna sin sentido. Seguía adelante porque no sabía regresar a la casa. No podía comprender qué estaba haciendo don Genaro. Pensé que me guiaba a algún sitio recóndito del chaparral para enseñarme la técnica de que don Juan hablaba. En cierto momento, sin embargo, tuve la peculiar sensación de que don Genaro estaba a mis espaldas. Volviéndome, vislumbré a una persona atrás de mí, a cierta distancia. El efecto fue una sacudida. Me esforcé por ver en la oscuridad y creí discernir la silueta de un hombre parado a unos quince metros. La figura casi se confundía con los arbustos; era como si quisiera ocultarse. Miré fijamente por un momento y pude mantener la silueta del hombre dentro de mi campo de percepción, aunque el otro trataba de esconderse entre las formas oscuras de los arbustos. Entonces vino a mi mente una idea lógica. Se me ocurrió que el hombre tenía que ser don Juan, quien sin duda nos había venido siguiendo todo el tiempo. En el instante en que me convencí de que así era, también advertí que ya no podía aislar la silueta; frente a mí sólo había la masa oscura, indiferenciada, del chaparral.

Caminé hacia el sitio donde había visto al hombre, pero no encontré a nadie. Don Genaro tampoco estaba a la vista, y como ignoraba el camino me senté a esperar. Media hora después, don Juan y don Genaro sé acercaron. Gritaban mi nombre. Me levanté y me uní a ellos.

Regresamos a la casa en completo silencio. Me agradó ese interludio de quietud, pues me hallaba enteramente desconcertado. De hecho, me sentía desconocido de mí mismo. Don Genaro me estaba haciendo algo, algo que me impedía formular mis pensamientos en la forma en que acostumbro. Esto se me hizo evidente cuando me senté en el camino. Había mirado automáticamente a mi reloj, y luego permanecí en calma, como si mi mente estuviese desconectada. Pero me hallaba en un estado de alerta que jamás había experimentado. Era un estado de no pensar, acaso comparable a no preocuparse por nada. Durante ese tiempo, el mundo pareció hallarse en un extraño equilibrio; no había nada que yo pudiera añadirle y nada que pudiese restarle.

Cuando llegamos a la casa, don Genaro desenrolló un petate y se durmió. Me sentí compelido a transmitir a don Juan mis experiencias del día. No me dejó hablar.

18 de octubre, 1970

– Creo comprender lo que don Genaro trataba de hacer la otra noche -dije a don Juan.

Se lo dije para sacarle prenda. Su continua negación a hablar estaba destruyendo mis nervios.

Don Juan sonrió y asintió lentamente, como de acuerdo conmigo. Yo habría tomado su gesto como una afirmación, a no ser por el extraño brillo de sus ojos. Era como si sus ojos se rieran de mí.

– Usted no cree que comprendo, ¿verdad? -pregunté impulsivamente.

– Yo creo que sí… efectivamente sí. Comprendes que Genaro iba detrás de ti todo el tiempo. Sin embargo el truco no está en comprender.

La afirmación de que don Genaro estuvo a mis espaldas todo el tiempo me impresionó. Le supliqué explicarla.

– Tu mente está empeñada en buscar un solo lado a todo esto -dijo.

Tomó una vara y la movió en el aire. No dibujaba en el aire ni trazaba una figura; los movimientos recordaban a los que hace con los dedos al limpiar una pila de semillas. Parecía picar o rascar suavemente el aire con la vara.

Se volvió a mirarme y yo alcé los hombros automáticamente, en gesto de desconcierto. El se acercó y repitió sus movimientos, haciendo ocho puntos en el suelo. Encerró el primero en un círculo.

– Tú estás aquí -dijo-. Todos estamos aquí; éste punto es la razón, y nos movemos de aquí a aquí.

Circundó el segundo punto, que había puesto justo encima del número uno. Luego movió la vara de un punto a otro, imitando un tráfico intenso.

– Sólo que hay otros seis puntos que un hombre es capaz de manejar -dijo-. Casi nadie sabe de ellos.

Puso su vara entre los puntos uno y dos y picoteó con ella el suelo.

– Al acto de moverse entre estos dos puntos lo llamas entendimiento. En eso has andado toda tu vida. Si dices que entiendes mi conocimiento, no has hecho nada nuevo.

Luego trazó rayas uniendo algunos puntos con otros; el resultado fue un trapezoide alargado que tenía ocho centros de radiación dispareja.

– Cada uno de estos otros seis puntos es un mundo, igual que la razón y el entendimiento son dos mundos para ti -dijo

– ¿Por qué ocho puntos? ¿Por qué no un número infinito, como en un círculo? -pregunté.

Tracé un círculo en el suelo. Don Juan sonrió.

– Hasta donde yo sé, nada más hay ocho puntos que un hombre es capaz de manejar. Quizá los hombres no puedan pasar de ahí. Y dije manejar, no entender, ¿no?

Su tono fue tan gracioso que reí. Estaba imitando, o más bien remedando mi insistencia en el uso exacto de las palabras.

– Tu problema es que quieres entenderlo todo, y eso no es posible. Si insistes en entender, no estás tomando en cuenta todo lo que te corresponde como ser humano. La piedra en la que tropiezas sigue intacta. Así pues, no has hecho casi nada en todos estos años. Se te ha sacado de tu profundo sueño, cierto, pero eso podría haberse logrado de todos modos con otras circunstancias.

Tras una pausa, don Juan dijo que me levantara porque íbamos a la cañada. Cuando subíamos en mi coche, don Genaro salió de detrás de la casa y se nos unió. Manejé parte del camino y luego echamos a andar adentrándonos en una hondonada profunda. Don Juan eligió un sitio para descansar a la sombra de un árbol grande.

– Una vez mencionaste -empezó don Juan- que un amigo tuyo dijo, cuando los dos vieron una hoja caer desde la punta de un encino, que esa misma hoja no volverá a caer de ese mismo árbol nunca jamás en toda una eternidad, ¿te acuerdas?

Recordé haberle hablado de ese incidente.

– Estamos al pie de un árbol grande -prosiguió-, y si ahora miramos ese otro árbol de enfrente, puede que veamos una hoja caer desde la punta.

Me hizo seña de mirar. Había un árbol grande del otro lado de la barranca; tenía las hojas secas y amarillentas. Con un movimiento de cabeza, don Juan me instó a seguir mirando el árbol. Tras algunos minutos de espera, una hoja se desprendió de la punta y empezó a caer al suelo; golpeó otras hojas y ramas tres veces antes de aterrizar en la crecida maleza.

– ¿La viste?

– Sí.

– Tú dirías que la misma hoja nunca volverá a caer de ese mismo árbol, ¿verdad?

– Verdad.

– Hasta donde tu entendimiento llega, eso es verdad.

Pero nada más hasta donde tu entendimiento llega. Mira otra vez.

Miré, automáticamente, y vi caer una hoja. Golpeó las mismas hojas y ramas que la anterior. Era como ver una repetición instantánea en la televisión. Seguí la ondulante caída de la hoja hasta que llegó al suelo. Me levanté para averiguar si había dos hojas, pero los altos matorrales en torno al árbol me impidieron ver dónde había caído exactamente la hoja.

Don Juan rió y me dijo que me sentara.

– Mira -dijo, señalando con la cabeza la punta del árbol-. Ahí va otra vez la misma hoja.

Nuevamente vi caer una hoja, en la misma trayectoria exacta de las dos anteriores.

Cuando aterrizó, supe que don Juan estaba a punto de indicarme de nuevo la punta del árbol, pero antes de que lo hiciera levanté la cabeza. La hoja caía una vez más. Me di cuenta entonces de que sólo había visto desprenderse la primera hoja, o mejor dicho, la primera vez que vi caer la hoja la vi desde el instante en que se separó de la rama; las otras tres veces la hoja ya estaba cayendo cuando alcé la cara para mirar.

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