Miré el fuego fijamente, como creía que don Juan me había recomendado, y me maree. El me dio su guaje de agua y me hizo seña de beber. El agua me relajó y me produjo una deliciosa sensación de frescura.
Don Juan se inclinó para susurrarme al oído que no tenía que clavar la vista en las llamas, que sólo observara en la dirección del fuego. Tras casi una hora de observar, sentía yo un gran frío viscoso. En cierto momento en que estaba a punto de agacharme a recoger una vara, algo como un insecto o una mancha en mi retina pasó, cruzando de derecha a izquierda, entre mi persona y el fuego. Inmediatamente me retraje. Miré a don Juan y él me indicó, con un movimiento de barbilla, mirar de nuevo las llamas. Un momento después, la misma sombra cruzó en dirección opuesta.
Don Juan se puso en pie rápidamente y empezó a apilar tierra suelta encima de las ramas ardientes hasta apagar por entero las llamas. Ejecutó la maniobra con velocidad increíble. Cuando me moví para ayudarlo, ya él había acabado de extinguir el fuego. Pisoteó la tierra sobre los rescoldos y luego casi me arrastró cuesta abajo y hacia la salida del valle. Caminaba muy aprisa, sin volver la cabeza, y no me permitió hablar en absoluto.
Cuando llegamos a mi coche, horas después, le pregunté qué era la cosa que vi. Sacudió la cabeza imperativamente y viajamos en completo silencio.
Entró directamente en su casa cuando llegamos a ella en las primeras horas del día, y nuevamente me calló cuando hice por hablar.
Don Juan estaba sentado afuera, detrás de su casa. Parecía haber aguardado mi despertar, pues al salir yo se puso a hablar. Dijo que la sombra de la noche pasada era un espíritu, una fuerza que pertenecía al sitio particular donde yo la vi. Calificó de inútil a ese ser específico.
– Sólo existe allí -dijo-. No tiene secretos de poder; por eso no tenía caso quedarse. Sólo habrías visto una sombra rápida y pasajera yendo de un lado a otro toda la noche. Pero hay otras clases de seres que pueden darte secretos de poder, si tienes la suerte de encontrarlos.
Desayunamos entonces y estuvimos un buen rato sin hablar. Después de comer nos sentamos frente a la casa.
– Hay tres clases de seres -dijo él de pronto-: los que no dan nada porque no tienen nada que dar, los que sólo causan susto, y los que tienen regalos. El que viste anoche era de los silenciosos; no tiene nada que dar; es sólo una sombra. Pero casi siempre hay otro tipo de ser asociado con el silencioso: un espíritu malvado cuya única cualidad es causar miedo y que siempre ronda la morada de un silencioso. Por eso decidí que nos fuéramos cuanto antes. Ese espíritu fastidioso sigue a la gente hasta su casa y le hace la vida imposible. Conozco gente que a causa de ellos ha tenido que irse de su casa. Siempre hay quienes creen que pueden sacarle mucho a esa clase de ser, pero el simple hecho de que haya un espíritu por la casa no significa nada. Luego tratan de atraerlo, o lo siguen por la casa bajo la impresión de que puede revelarles secretos. Pero lo único que sacan es una experiencia espantosa. Conozco unas personas que se turnaban para vigilar a uno de esos seres malvados que los siguió hasta su casa. Meses enteros vigilaron al espíritu; al final, otra gente tuvo que entrar a sacarlos de la casa; se habían debilitado y estaban consumiéndose. Por esa razón lo único prudente que puede hacerse con esa clase de espíritus cargosos es olvidarlos y dejarlos en paz."
Le pregunté cómo atraía la gente a los espíritus. Dijo que primero se ponían a pensar dónde sería más probable que el espíritu apareciera y luego colocaban armas en su camino, con la esperanza de que las tocase, pues era sabido que a los espíritus les gustan los atavíos de guerra. Don Juan dijo que cualquier clase de armamento, cualquier objeto tocado por un espíritu se convertía por derecho en objeto de poder. Sin embargo, se sabía que el tipo avieso de ser nunca tocaba nada, sino sólo producía la ilusión auditiva de ruido.
Pregunté entonces a don Juan en qué forma tales espíritus causan miedo. Dijo que su manera más común de asustar a la gente era aparecer como una sombra oscura, con figura de hombre, que recorría la casa creando un estruendo temible o bien sonido de voces, o como una sombra oscura que de repente se abalanzaba desde un rincón oscuro.
Don Juan dijo que la tercera clase de espíritus era un verdadero aliado, un dador de secretos; ese tipo especial existía en sitios solitarios y abandonados, sitios casi inaccesibles. Dijo que quien deseara hallar a uno de estos seres debía viajar lejos e ir solo. En un sitio distante y solitario, tenía que dar solo todos los pasos necesarios. Tenía que sentarse junto a su hoguera, e irse de inmediato si veía la sombra. Pero debía quedarse si encontraba otras condiciones, como un viento fuerte que matara su fuego y le impidiera encenderlo nuevamente durante cuatro intentos; o si en un árbol cercano se rompía una rama. La rama tenía que romperse en realidad, y había que cerciorarse de que no sólo era el ruido de una rama rota.
Otras condiciones que debían tenerse en cuenta eran piedras que rodaran, o guijarros arrojados al fuego, o cualquier ruido constante, y entonces había que caminar en la dirección en que ocurriera cualquiera de estos fenómenos, hasta que el espíritu se revelara.
Un ser de ésos tenía muchos modos de poner a prueba a un guerrero. Saltaba de pronto a su paso, bajo la apariencia más horrenda, o agarraba al hombre por la espalda y no lo soltaba y lo tenía sujeto en el suelo durante horas. También podía derribarle un árbol encima. Don Juan dijo que ésas eran fuerzas verdaderamente peligrosas, y aunque incapaces de matar a un hombre mano a mano, podían matarlo de susto, o dejarle caer objetos, o al aparecer de pronto para hacerlo tropezar, perder pie y rodar a un precipicio.
Me dijo que si alguna vez encontraba yo uno de esos seres bajo circunstancias inapropiadas, por ningún motivo debía tratar de luchar con él, porque me mataría. Me robaría el alma. De modo que debía tirarme al suelo y soportar hasta el amanecer.
– Cuando un hombre está frente al aliado, el dador de secretos, tiene que reunir todo su valor y agarrarlo antes de que el otro lo agarre a él, o perseguirlo antes de que lo persiga. La persecución ha de ser sin tregua, y luego viene la lucha. El hombre debe derribar por tierra al espíritu y tenerlo allí hasta que le dé poder.
Le pregunté si estas fuerzas tenían sustancia, si era posible tocarlas realmente. Dije que la sola idea de un "espíritu" me refería a algo etéreo.
– No los llames espíritus -respondió-. Llámalos aliados; llámalos fuerzas inexplicables.
Quedó un rato en silencio, luego se acostó de espaldas y reclinó la cabeza en los brazos cruzados. Insistí en saber si esos seres tenían sustancia.
– Claro que tienen sustancia -dijo tras otro momento de silencio-. Cuando luchas con ellos son sólidos, pero esa sensación no dura más que un momento. Esos seres confían en el miedo de uno; por eso, si el que lucha con alguno de ellos es un guerrero, el ser pierde su tensión muy aprisa, mientras el hombre cobra más vigor. Uno puede, en verdad, absorber la tensión del espíritu.
– ¿Qué clase de tensión es? -pregunté.
– Poder. Cuando uno los toca, vibran como si estuvieran listos a rasgarlo a uno en pedazos. Pero es sólo un alarde. La tensión termina cuando uno mantiene firme la mano.
– ¿Qué pasa cuando pierden su tensión? ¿Se vuelven como aire?
– No, sólo se vuelven fláccidos. Todavía siguen teniendo sustancia, pero no es como nada que uno haya tocado jamás.
Más tarde, al anochecer, le dije que tal vez lo que vi la noche anterior pudo ser sólo una polilla. Rió y explicó con mucha paciencia que las polillas vuelan de un lado a otro solamente en torno de los focos de luz eléctrica, porque un foco no puede quemarles las alas. Un fuego, en cambio, las quemaría la primera vez que se le acercaran. También señaló que la sombra cubría todo el fuego. Cuando mencionó eso, recordé que en verdad la sombra era extremadamente grande y que durante un momento obstruyó la vista de la hoguera. Sin embargo, aquello sucedió tan rápido que no lo enfaticé en mi primer recuento.