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Su frase encajaba tan a la perfección que me hizo saltar.

– En este momento yo iba a hablarle de las nubes -dije.

– Entonces te gané -dijo, y rió con abandono infantil.

Le pregunté si estaba de humor para responder algunas preguntas.

– ¿Qué quieres saber? -repuso.

– Lo que me dijo usted esta tarde acerca del desatino controlado me ha inquietado muchísimo -dije-. Realmente no puedo entenderlo.

– Claro que no puedes entenderlo -dijo-. Estás tratando de pensarlo, y lo que yo dije no encaja con tus pensamientos.

– Estoy tratando de pensarlo -dije- porque ésa es la única forma en que yo, personalmente, puedo entender cualquier cosa. Por ejemplo, don Juan, ¿dice usted que, cuando uno aprende a ver, todo en el mundo entero carece de valor?

– No dije de valor. Dije de importancia. Todo es igual y por lo tanto sin importancia. Por ejemplo, no hay manera de decir que mis actos son más importantes que los tuyos, o que una cosa es más esencial que otra; por lo tanto, todas las cosas son iguales, y al ser iguales carecen de importancia.

Le pregunté si estaba declarando que lo que había llamado "ver" era en efecto una "manera mejor" que el simple "mirar las cosas".

Dijo que los ojos del hombre podían realizar ambas funciones, pero ninguna era mejor que la otra; sin embargo, educar los ojos nada más para mirar era, en su opinión, un desperdicio innecesario.

– Por ejemplo, para reír necesitamos mirar con los ojos -dijo-, porque sólo cuando miramos las cosas podemos captar el filo gracioso del mundo. En cambio, cuando nuestros ojos ven, todo es tan igual que nada tiene gracia.

– ¿Quiere usted decir, don Juan, que un hombre que ve nunca puede reír?

Permaneció en silencio un rato.

– Tal vez haya hombres de conocimiento que nunca ríen -dijo-. Pero no conozco ninguno. Los que conozco ven y también miran, de modo que ríen.

– ¿Lloraría asimismo un hombre de conocimiento?

– Por supuesto. Nuestros ojos miran para que podamos reír, o llorar, o regocijarnos, o estar tristes, o estar contentos. A mí personalmente no me gusta estar triste; por eso, cada vez que presencio algo que por lo común me entristecería, simplemente cambio los ojos y lo veo en lugar de mirarlo. Pero cuando encuentro algo gracioso, miro y me río.

– Pero entonces, don Juan, su risa es genuina, y no desatino controlado.

Don Juan se me quedó mirando un momento.

– Yo hablo contigo porque me haces reír -dijo-. Me haces acordar a unas ratas coludas del desierto que se quedan atracadas cuando meten la cola en agujeros tratando de ahuyentar a otras ratas para robarles la comida. Tú quedas atrapado en tus propias preguntas. ¡Ten cuidado! A veces, esas ratas se arrancan la cola al soltarse.

La comparación me hizo gracia y reí. Don Juan me había enseñado cierta vez unos roedores pequeños, de cola peluda, que parecían ardillas gordas; la imagen de una de esas ratas rechonchas arrancándose la cola a tirones era triste y al mismo tiempo morbosamente chistosa.

– Mi risa, así como todo cuanto hago, es de verdad -dijo don Juan-, pero también es desatino controlado porque es inútil; no cambia nada y sin embargo lo hago.

– Pero según yo lo entiendo, don Juan, su risa no es inútil. Lo hace a usted feliz.

– ¡No! Soy feliz porque escojo mirar las cosas que me hacen feliz, y entonces mis ojos captan su filo gracioso y me río. Te lo he dicho incontables veces. Siempre hay que escoger el camino con corazón para estar lo mejor posible, quizá para poder reír todo el tiempo.

Interpreté sus palabras en el sentido de que el llanto era inferior a la risa, o al menos, quizá, un acto que nos debilitaba. El aseveró que no había diferencia intrínseca y que ambas cosas carecían de importancia; dijo, empero, que su preferencia era la risa, porque la risa hacía a su cuerpo sentirse mejor que el llanto.

En este punto sugerí que, si uno tiene preferencia, no hay igualdad; si él prefería la risa al llanto, la primera era sin duda más importante.

Don Juan mantuvo tercamente que su preferencia no quería decir que no fueran iguales, y yo insistí diciendo que nuestra discusión podía extenderse lógicamente al planteamiento de que, si todas las cosas eran supuestamente iguales, ¿por qué no elegir también la muerte?

– Eso hacen muchos hombres de conocimiento -dijo-. Un día desaparecen así no más. La gente piensa que los emboscaron y los mataron a causa de sus hechos. Prefieren morir porque no les importa. En cambio, yo prefiero vivir, y reír, no porque importe, sino porque esa preferencia es la inclinación de mi naturaleza. Si digo que prefiero o escojo es porque veo, pero el asunto es que yo no escojo vivir; mi voluntad me hace seguir viviendo a pesar de cuanto pueda ver. Tú no me entiendes ahora a causa de esa costumbre que tienes de pensar así como miras y de pensar así como piensas.

Esta frase me intrigó sobremanera. Le pedí explicar qué quería decir con ella.

Repitió la misma formulación varias veces, como dándose tiempo para organizarla en términos distintos, y luego remachó su argumento diciendo que con lo de "pensar" se refería a la idea constante que tenemos de todo en el mundo. Dijo que "ver" disipaba esa costumbre y, mientras yo no aprendiera a "ver", no podría comprender lo que él decía.

– Pero si nada importa, don Juan, ¿por qué va a importar que yo aprenda a ver?

– Una vez te dije que nuestra suerte como hombres es aprender, para bien o para mal -repuso-. Yo he aprendido a ver y te digo que nada importa en realidad; ahora te toca a ti; a lo mejor algún día verás y sabrás si las cosas importan o no. Para mí nada importa, pero capaz para ti importe todo. Ya deberías saber a estas alturas que un hombre de conocimiento vive de actuar, no de pensar en actuar, ni de pensar qué pensará cuando termine de actuar.

“Por eso un hombre de conocimiento elige un camino con corazón y lo sigue: y luego mira y se regocija y ríe; y luego ve y sabe. Sabe que su vida se acabará en un abrir y cerrar de ojos; sabe que él, así como todos los demás, no va a ninguna parte; sabe, porque ve, que nada es más importante que lo demás. En otras palabras, un hombre de conocimiento no tiene honor, ni dignidad, ni familia, ni nombre, ni tierra, sólo tiene vida que vivir, y en tal condición su única liga con sus semejantes es su desatino controlado. Así, un hombre de conocimiento se esfuerza, y suda, y resuella, y si uno lo mira es como cualquier hombre común, excepto que el desatino de su vida está bajo control. Como nada le importa más que nada, un hombre de conocimiento escoge cualquier acto, y lo actúa como si le importara. Su desatino controlado lo lleva a decir que lo que él hace importa y lo lleva a actuar como si importara, y sin embargo él sabe que no importa; de modo que, cuando completa sus actos se retira en paz, sin pena ni cuidado de que sus actos fueran buenos o malos, o tuvieran efecto o no.

"Por otro lado, un hombre de conocimiento puede preferir quedarse totalmente impasible y no actuar jamás, y comportarse como si el ser impasible le importara de verdad; también en eso será genuino y justo, porque eso es también su desatino controlado".

En este punto me enredé en un esfuerzo muy complicado por explicar a don Juan mi interés en saber qué motivaría a un hombre de conocimiento a actuar en determinada forma a pesar de saber que nada importaba.

Chasqueó suavemente la lengua antes de responder.

– Tú piensas en tus actos -dijo-. Por eso tienes que creer que tus actos son tan importantes como piensas que son, cuando en realidad nada de lo que uno hace es importante. ¡Nada! Pero entonces, si nada importa en realidad, me preguntaste, ¿cómo puedo seguir viviendo? Sería más sencillo morir; eso es lo que dices y lo que crees, porque estás pensando en la vida, igual que ahora piensas en cómo será ver. Querías que te lo describiera para poder ponerte a pensar en ello, igual que haces con todo lo demás. Sólo que, en el caso de ver, pensar no es lo fuerte, así que no puedo decirte cómo es ver. Ahora quieres que te describa las razones de mi desatino controlado y sólo puedo decirte que el desatino controlado se parece mucho a ver; es algo en lo que no se puede pensar.

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