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– ¿Pero cómo puede la lagartija de la boca cosida decirme lo que ve? ¿No se le cosió la boca para que no hablara?

– Coserle la boca le impide contar su relato a los extraños. La gente dice que las lagartijas son platicadoras; en cualquier parte se paran a platicar. Bueno, el paso siguiente es embarrarle la pasta atrás de la cabeza, y luego frotar la cabeza de la lagartija contra tu sien izquierda, sin que la pasta toque el centro de tu frente. Al comienzo del aprendizaje, es buena idea enlazar a la lagartija por en medio, con un cordón, y amarrártela al hombro derecho. Así no la pierdes ni la lastimas. Pero conforme progresas y te vas familiarizando con el poder de la yerba del diablo, las lagartijas aprenden a obedecer tus órdenes y se quedan trepadas en tu hombro. Después que te hayas untado pasta en la sien derecha, con la lagartija, mete en la olla los dedos de las dos manos; úntate la pasta primero en las sienes y luego extiéndela bien sobre ambos lados de tu cabeza. La pasta se seca muy rápido, y puede aplicarse tantas veces como sea necesario. Cada vez, empieza por usar primero la cabeza de la lagartija y después tus dedos. Tarde o temprano la lagartija que fue a ver regresa y le cuenta a su hermana todo el viaje, y la lagartija ciega te lo describe como si fueras de su especie. Cuando la brujería esté terminada, pon a la lagartija en el suelo y déjala ir, pero no mires a dónde va. Escarba con las manos un agujero hondo y entierra en él todo lo que usaste.

Alrededor de las 6 p.m., don Juan recogió del recipiente el extracto de raíz, depositándolo sobre un trozo liso de pizarra; había menos de una cucharadita de almidón amarillo. Puso la mitad en una taza y añadió agua amarillenta. Dio vueltas a la taza para disolver la sustancia. Me entregó la taza y me dijo que bebiera la mezcla. Era insípida, pero dejó en mi boca un sabor levemente amargo. El agua estaba demasiado caliente y eso me molestó. Mi corazón empezó a golpear aprisa, pero pronto me tranquilicé de nuevo.

Don Juan trajo la olla de la pasta. Esta parecía sólida y tenía una superficie reluciente. Quise penetrar la costra con el dedo, pero don Juan saltó hacía mi y apartó mi mano de la olla. Se molestó mucho; dijo que era mucho descuido de mi parte el tratar de hacer eso, y que si yo de veras quería aprender no había necesidad de ser descuidado. Eso era poder, dijo señalando la pasta, y nadie sabia qué clase de poder era en realidad. Era suficiente injuria, ya que nos metiéramos con él para nuestros propios fines -algo que no podemos evitar porque somos hombres, dijo-, pero al menos había que tratarlo con el debido respeto. La mezcla semejaba avena cocida. Al parecer tenía almidón suficiente para darle esa consistencia. Don Juan me pidió traer las bolsas con las lagartijas. Tomó la lagartija del hocico cosido y me la entregó cuidadosamente. Me hizo cogerla con la mano izquierda y me dijo que tomara con el dedo un poco de pasta y lo frotara en la cabeza de la lagartija y luego pusiera a la lagartija en la olla y la sostuviera allí hasta que la pasta cubriese todo su cuerpo.

Luego me indicó sacar a la lagartija de la olla. Recogió la olla y me guió a una zona rocosa no demasiado lejos de su casa. Señaló una gran roca y me dijo que me sentara frente a ella, como si fuera mi datura, y, sosteniendo la lagartija frente a mi rostro, le explicara nuevamente lo que deseaba saber y le rogara ir a buscarme la respuesta. Me aconsejó decir a la lagartija que sentía haber tenido que causarle molestias, y prometerle que a cambio seria bueno con todas las lagartijas. Y luego me indicó sostenerla entre los dedos tercero y cuarto de mi mano izquierda, donde una vez él hizo un corte, y bailar alrededor de la roca haciendo exactamente lo que había hecho al replantar la raíz de la yerba del diablo; me preguntó si recordaba cuanto había hecho entonces. Dije que sí. Subrayó que todo tenía que ser exactamente igual, y que si no me acordaba debía esperar hasta que todo se hallase claro en mi memoria. Me advirtió con gran apremio que si actuaba en forma precipitada, sin deliberar, me haría daño a mí mismo. Su última indicación fue que yo pusiera en tierra a la lagartija del hocico cosido y observara hacia dónde se iba, para poder determinar el resultado de la experiencia. Dijo que no debía yo apartar los ojos de la lagartija ni por un instante, pues una treta común de las lagartijas era distraerlo a uno y luego salir corriendo.

Todavía no acababa de oscurecer. Don Juan miró el cielo.

– Te dejo solo -dijo, y se alejó.

Seguí todas sus instrucciones y luego puse a la lagartija en el suelo. La lagartija permaneció inmóvil donde la dejé. Luego me miró, y corrió a las rocas, hacia el este, y desapareció entre ellas.

Me senté en el suelo frente a la roca, como si estuviera ante mi planta. Una profunda tristeza me invadió. Me pregunté por la lagartija del hocico cosido. Pensé en su extraño viaje y en cómo me miró antes de correr. Era un pensamiento extraño, una proyección molesta. A mi modo yo también era una lagartija, realizando otro viaje extraño. Mi destino, acaso, era sólo el de ver; en ese momento sentía que nunca me sería posible decir lo que había visto. Para entonces ya estaba muy oscuro. Apenas podía ver las rocas que estaban frente a mí. Pensé en las palabras de don Juan: “El crepúsculo: ¡allí está la rendija entre los mundos!”

Tras largo titubeo empecé a seguir los pasos prescritos. Aunque la pasta parecía avena cocida, no tenía ese tacto. Era muy lisa y fría. Olía en forma peculiar, acre. Producía en la piel una sensación de frescura y se secaba rápidamente. Me froté las sienes once veces, sin notar efecto alguno. Traté con mucho cuidado de tomar en cuenta cualquier cambio en percepción o estado de ánimo, pues ni siquiera sabía qué anticipar. De hecho, no era yo capaz de concebir la naturaleza de la experiencia, e insistía en buscar pistas.

La pasta se había secado y desprendido en escamas de mis sienes, Estaba a punto de untarme más cuando advertí que me hallaba sentado sobre los tobillos, a la japonesa. Había estado sentado con las piernas cruzadas y no recordaba haber cambiado de postura. Tardé algún tiempo en tomar

plena conciencia de que me encontraba sobre el piso de una especie de claustro con arcadas altas. Pensé que eran de ladrillo, pero al examinarlas vi que eran de piedra.

Esta transición fue muy difícil. Sobrevino tan repentinamente que yo no estaba listo para seguirla. Mi percepción de los elementos de la visión era difusa, como si soñara. Pero los componentes no cambiaban. Permanecían fijos, y yo podía detenerme junto a cualquiera de ellos y examinarlo concretamente. La visión no era tan clara ni tan real como una inducida por el peyote. Tenía un carácter nebuloso, un matiz pastel intensamente placentero.

Me pregunté si podría levantarme o no, y en seguida noté que me había movido. Estaba en la parte superior de una escalera y H, una amiga mía, se hallaba al pie de ella. Sus ojos eran febriles. Había en ellos un brillo de locura. Rió fuertemente, con tal intensidad que resultó aterradora su risa, Empezó a subir la escalera. Quise huir o refugiarme, porque "ella había estado chiflada una vez". Ese fue el pensamiento que acudió a mi mente. Me oculté detrás de una columna y H pasó ante mí sin mirar, "Ahora se va a un largo viaje", fue otro pensamiento que se me ocurrió entonces, y finalmente la última idea que recordé fue: "Se ríe cada vez que está a punto de tronar."

De pronto la escena se hizo muy clara; ya no era como un sueño. Era como una escena común, pero yo parecía estar viéndola a través de un cristal. Traté de tocar una columna, pero todo cuanto noté fue que no podía moverme; sin embargo, sabía que podía quedarme cuanto quisiera, contemplando la escena. Estaba en ella pero no era parte de ella.

Sentí que levantaba un dique de pensamientos y argumentos racionales. Me hallaba, hasta donde podía juzgar, en un estado ordinario de conciencia sobria. Cada elemento pertenecía al terreno de mis procesos normales. Y sin embargo, yo sabía que no se trataba de un estado ordinario.

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