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Miró a Pablito y me guiñó un ojo. Pablito bajó la cabeza.

Néstor me preguntó si algo me había llamado la atención en el talante de Pablito en el momento previo al salto. Tuve que admitir que no me había visto en situación de reparar en cosas tan sutiles como el talante de Pablito.

– Un guerrero debe advertirlo todo -dijo-. Esa es su peculiaridad y, como decía el Nagual, en ello radica su ventaja.

Sonrió y fingió turbación, cubriéndose la cara con el sombrero.

– ¿Qué es lo que omití tomar en cuenta respecto del talante de Pablito? -le pregunté.

– Pablito había saltado antes de acercarse al abismo -respondió-. No tenía que hacer nada. Lo mismo hubiera dado que se sentase en el borde en vez de arrojarse.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Pablito ya se estaba desintegrando -replicó-. Es por eso que cree haber perdido el conocimiento. Pablito miente. Oculta algo.

Pablito comenzó a hablar, dirigiéndose a mí. Murmuró algunas palabras ininteligibles; luego se dio por vencido y se desplomó en la silla. Néstor también empezó a decir algo. Le hice callar. No estaba seguro de haber entendido correctamente.

– ¿Se estaba desintegrando el cuerpo de Pablito? -pregunté.

Pasó un largo rato mirándome fijamente, sin decir palabra. Estaba sentado a mi derecha. En silencio, se fue a sentar al banco de enfrente.

– Debes tomar en serio lo que digo -sostuvo-. No hay modo de hacer retroceder la rueda del tiempo hasta antes de ese salto. El Nagual decía que es un honor y una satisfacción ser un guerrero, y que la fortuna del guerrero consiste en hacer lo que debe hacer. Te he comunicado impecablemente lo que presencié. Pablito se estaba desintegrando. Cuando corrieron hacia el borde del abismo, sólo tú eras sólido. Pablito era como una nube. Él cree que estuvo a punto de caer de bruces, y tú crees que lo sostuviste por el brazo para ayudarle a llegar al borde. Ambos se equivocan, y yo no dudo que hubiese sido mejor para los dos que no lo recogieses.

Me sentía más confundido que nunca. Le creía sincero en sus afirmaciones, pero recordaba tan sólo haber cogido a Pablito por el brazo.

– ¿Qué hubiera sucedido de no intervenir yo? -inquirí.

– No puedo contestar a eso -replicó Néstor-. Pero sé que cada uno de ustedes perjudicó la luminosidad del otro. En el momento en que le rodeaste el brazo, Pablito cobró cierta solidez, pero tú desperdiciaste tu precioso poder por nada.

– ¿Qué hiciste tú una vez que hubimos saltado? -pregunté a Néstor tras un largo silencio.

– Tan pronto como hubieron desaparecido -dijo- quedé con los nervios tan destrozados que no podía respirar, y también me desmayé; no sé cuánto tiempo permanecí inconsciente. Creo que fue tan sólo un instante. Al recobrar el sentido miré a mi alrededor en busca de Genaro y del Nagual; se habían ido. Corrí de un lado para otro por aquella cima, llamándoles hasta enronquecer.

Entonces comprendí que estaba solo. Fui hasta el borde del precipicio en busca del signo con que la tierra indica que un guerrero no va a regresar, pero ya era demasiado tarde. En ese momento, tomé conciencia de que Genaro y el Nagual habían partido para siempre. No me había dado cuenta antes de que, tras haberse despedido de ustedes, mientras corrían hacia el vacío, se habían vuelto hacia mí y me habían dicho adiós con la mano.

»Encontrarme solo a esa hora, en aquel lugar desértico, era más de lo que podía soportar. De un solo golpe había perdido a todos los amigos que tenía en el mundo. Me senté y lloré. Y según iba sintiendo más y más pánico iban aumentando en volumen mis chillidos. Grité el nombre de Genaro con toda voz. Para entonces todo estaba negro como boca de lobo. No alcanzaba a distinguir un solo accidente conocido. Sabía que como guerrero no tenía derecho alguno a ceder a mi aflicción. Para serenarme, comencé a aullar como un coyote, a la manera en que el Nagual me había enseñado a hacerlo. Al cabo de un rato de aullar me sentí mucho mejor; tanto, que olvidé mi tristeza. Olvidé la existencia del mundo. Cuanto más aullaba, más fácil me resultaba percibir el calor y la protección de la tierra.

»Deben haber pasado horas. De pronto sentí un golpe en mi interior, detrás de la garganta, y el sonido de una campana en los oídos. Recordé lo que el Nagual había dicho a Eligio y a Benigno antes de que saltaran. Que esa sensación en la garganta se presentaba en el instante inmediatamente anterior a aquel en que uno se dispone a cambiar de velocidad, y que el sonido de la campana era el vehículo del que era posible valerse para lograr cualquier cosa que uno deseara. Lo que yo deseaba era ser un coyote. Me miré los brazos, apoyados en el suelo frente a mí. Habían cambiado de aspecto y semejaban los de un coyote. Vi piel de coyote en ellos y en mi pecho. ¡Era un coyote! Ello me hizo tan feliz que lloré como debe llorar un coyote. Sentía mis dientes de coyote, mi hocico largo y puntiagudo y mi lengua. De algún modo, sabía que había muerto; pero no me importaba. No me importaba haberme convertido en un coyote, ni estar muerto, ni estar vivo. Anduve como un coyote, en cuatro patas, hasta el borde del precipicio, y me arrojé a él. No me quedaba otra cosa por hacer.

»Sentí que caía y que mi cuerpo de coyote daba vueltas en el aire. Entonces volví a ser yo, girando rápidamente en el espacio. Pero antes de llegar al fondo cobré tal ligereza que dejé de caer para empezar a flotar. El aire me pasaba de lado a lado. ¡Era tan liviano! Creí que por fin la muerte me penetraba. Algo agitaba mi interior y me desintegraba como arena seca. El lugar en que me hallaba era pacífico y perfecto. Por alguna razón sabía que estaba allí y, sin embargo, no estaba. Yo era nada. Eso es todo lo que puedo decir sobre ello. Luego, bruscamente, lo mismo que me había reducido a arena seca volvió a reunirme. Retorné a la vida y me encontré sentado en la cabaña de un viejo brujo mazateca. Me dijo que se llamaba Porfirio. Aseguró que estaba contento de verme y comenzó a enseñarme ciertas cosas referidas a plantas de las que Genaro nunca me había hablado. Me llevó al lugar en que se hacían las plantas y me mostró el molde de las plantas, especialmente las marcas de los moldes. Me explicó que si buscaba esas marcas en las plantas podría determinar para qué servían, aun cuando se tratase de una especie que nunca hubiese visto. Una vez seguro de que había aprendido a diferenciar las marcas, me despidió; pero me invitó a volver a verle. En ese momento sentí un violento tirón y me desintegré, como antes. Me dividí en un millón de trozos.

»Luego fui nuevamente atraído hacia mí mismo y volví a ver a Porfirio. Después de todo, me había invitado. Sabía que podía ir a donde quisiera, pero escogí la cabaña de Porfirio porque era amable conmigo y me enseñaba. Además, no quería correr el riesgo de encontrarme con cosas horrorosas. Esa vez Porfirio me llevó a ver el molde de los animales. Allí vi mi propio nagual animal. Nos reconocimos a primera vista. Porfirio quedó encantado con nuestra amistad. También vi el nagual de Pablito y el tuyo, pero no quisieron hablar conmigo. Parecían tristes. No insistí en trabar conversación. No conocía las consecuencias del salto de ustedes. Yo me suponía muerto, pero mi nagual me dijo que no lo estaba; y que ustedes dos también vivían. Le pregunté por Eligio, y mi nagual aseveró que se había marchado para siempre. Recordé que al presenciar el salto de Eligio y Benigno había oído al Nagual dar instrucciones a Benigno en el sentido de no buscar visiones estrafalarias ni mundos fuera del propio. El Nagual le aconsejó aprender tan sólo acerca de su mundo porque al hacerlo así hallaría la única forma de poder adecuada a él. El Nagual le indicó específicamente la conveniencia de permitir que sus trozos volasen lo más lejos posible, con la finalidad de restaurar su fuerza. Lo mismo hice yo. Pasé del tonal al nagual y viceversa once veces. Cada una de ellas, no obstante, era recibido por Porfirio, quien se encargaba de seguir instruyéndome. En cuanto mis fuerzas disminuían, me restablecía en el nagual; hasta que, en una ocasión, las recobré hasta el punto de volver a hallarme sobre la tierra.

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