– Anoche tuvimos un encuentro con los aliados en tu casa -dijo la Gorda a Pablito, en tono indiferente-. El Nagual y yo nos sentimos aún débiles a causa de ello. Si yo fuera tú, Pablito, me preocuparía por trabajar. Las cosas han cambiado. Todo ha cambiado desde su llegada.
La Gorda salió por la puerta delantera. Fue en ese instante que tomé conciencia de que también a ella se la veía muy cansada. Sus zapatos parecían demasiado ajustados; o, tal vez, arrastraba un poco los pies debido a su debilidad. En apariencia, era pequeña y frágil.
Pensé que mi aspecto debía ser semejante. Puesto que no había espejos en aquella casa, sentí la necesidad de salir a mirarme en el retrovisor de mi coche. Lo hubiera hecho, de no habérmelo impedido Pablito. Me pidió fervorosamente que no creyera una sola de las palabras que ella había pronunciado acerca de su condición de impostor. Le dije que no se preocupara por ello.
– La Gorda no te gusta nada, ¿verdad?
– Es cierto -replicó con una mirada salvaje-. Sabes mejor que nadie la clase de monstruos que son esas mujeres. El Nagual nos dijo un día que ibas a venir para caer en su trampa. Nos rogó que estuviésemos alerta y te pusiéramos sobre aviso de sus designios. El Nagual dijo que tenías una de cuatro posibilidades: si nuestro poder era grande, nosotros mismos te traeríamos hasta aquí, te advertiríamos y te salvaríamos; si tu poder era poco, arribaríamos a tiempo de ver tu cadáver; la tercera posibilidad consistía en hallarte convertido en esclavo de la bruja Soledad o esclavo de estas mujeres repugnantes y hombrunas; la cuarta y más remota era que te encontrásemos sano y salvo. El Nagual nos dijo que, en caso de que sobrevivieras, serías el Nagual y deberíamos confiar en ti porque eras el único que nos podía ayudar.
– Haré cualquier cosa por ti, Pablito. Lo sabes.
– No sólo por mí. No estoy solo. El Testigo y Benigno están conmigo. Estamos juntos y tú debes ayudarnos a los tres.
– Desde luego, Pablito. Ni siquiera hace falta decirlo.
– La gente de por aquí nunca nos ha molestado. Sólo tenemos problemas con esos monstruos horribles. No sabemos qué hacer con ellas. El Nagual nos ordenó permanecer junto a ellas, seas cuales fuesen las circunstancias. Me encomendó una misión personal, pero fracasé en el cometido. Antes era muy feliz. Lo recuerdas. Ahora me parece imposible arreglar mi vida.
– ¿Qué sucedió, Pablito?
– Esas brujas me echaron de mi casa. Tomaron posesión y me arrojaron como a un trasto viejo. Ahora vivo en casa de Genaro, con Néstor y Benigno. Hasta tenemos que prepararnos las comidas. El Nagual sabía que eso podía suceder y encargó a la Gorda la tarea de mediar entre nosotros y esas tres perras. Pero la Gorda sigue respondiendo al nombre con el cual el Nagual solía llamarla: Cien Nalgas. Ese fue su mote durante años y años, porque llevaba las básculas a cien kilos.
Pablito sofocó una risilla al recordar a la Gorda.
– Era la bestia más gorda y maloliente del mundo -prosiguió-. Hoy su tamaño real se halla reducido a la mitad, pero sigue siendo la misma mujer gorda y mentalmente lenta que otrora. Pero ahora estás aquí, Maestro, y nuestras preocupaciones se han desvanecido. Ahora somos cuatro contra cuatro.
Quise interponer un comentario, pero me detuvo.
– Déjame terminar lo que debo decirte antes de que esa bruja vuelva para echarme de aquí -dijo, en tanto miraba la puerta nerviosamente-. Sé que te han dicho que ustedes cinco son lo mismo porque tú eres el hijo del Nagual. ¡Eso es una mentira! También eres como nosotros los Genaros, porque también Genaro ayudó a construir tu luminosidad. También eres uno de nosotros. ¿Comprendes lo que quiero decir? De modo que no debes creer lo que te digan. También nos perteneces. Las brujas no saben que el Nagual nos lo contó todo. Creen que son las únicas que saben. Costó dos toltecas hacernos como somos. Somos hijos de ambos. Esas brujas…
– Espera, espera, Pablito -dije, tapándole la boca.
Calló, aparentemente asustado por lo súbito de mi movimiento.
– ¿Qué me quieres dar a entender con eso de que costó dos toltecas hacernos?
– El Nagual nos hizo saber que éramos toltecas. Todos nosotros somos toltecas. Según él, un tolteca es un receptor y conservador de misterios. El Nagual y Genaro son toltecas. Nos dieron su luminosidad y sus misterios. Recibimos sus misterios y ahora los conservamos.
Su empleo de la palabra «tolteca» me desconcertó. Yo estaba familiarizado únicamente con su significado antropológico. En ese contexto, refiere siempre a la cultura de un pueblo de lengua nahuatl del centro y sur de México, ya extinguido en tiempos de la Conquista.
– ¿Por qué nos llamaba toltecas? -pregunté, sin saber qué otra cosa decir.
– Porque eso es lo que somos. En vez de decir qué éramos brujos o hechiceros, él decía que éramos toltecas.
– Si ese es el caso, ¿por qué tú llamas brujas a las hermanitas?
– Oh… es que las odio. Eso no tiene nada que ver con lo que somos.
– ¿Les dijo el Nagual eso a todos?
– Claro, por supuesto. Todos lo saben.
– Pero a mí nunca me lo dijo.
– Oh… es que tú eres un hombre muy educado y siempre estás discutiendo cosas estúpidas.
Rió, en un tono forzado y agudo, y me dio unas palmaditas en la espalda.
– ¿Les dijo el Nagual en alguna oportunidad que los toltecas eran un pueblo antiguo que vivió por esta parte de México? -pregunté.
– ¿Ves a dónde vas a parar? Por eso a ti no te dijo nada. Lo más probable es que el viejo cuervo no supiera que se trataba de un pueblo antiguo.
Se mecía en la silla mientras reía. Su risa era muy agradable y contagiosa.
– Somos toltecas, Maestro -dijo-. Ten la seguridad de que lo somos. Eso es todo lo que sé. Pero puedes preguntarle al Testigo. Él sabe. Yo he perdido el interés por la cuestión hace mucho.
Se puso de pie y se dirigió al fogón. Lo seguí. Examinó una olla llena de comida que se cocía a fuego lento. Me preguntó si sabía quién lo había preparado. Estaba casi seguro de que había sido la Gorda, pero le respondí que no sabía. La olió cuatro o cinco veces, en cortas inhalaciones, como un perro. Luego anunció que su nariz le informaba que lo había hecho la Gorda. Me preguntó si yo lo había probado; cuando le hice saber que había acabado de comer exactamente antes de que él llegara, cogió un tazón de un estante y se sirvió una enorme ración. Me recomendó, en términos imperativos, que sólo comiera cosas preparadas por la Gorda y que usara únicamente su tazón, tal como él lo estaba haciendo. Le conté que la Gorda y las hermanitas me habían servido de comer en un tazón oscuro que guardaban en un estante separado de los demás. Me informó que ese tazón pertenecía al Nagual. Regresamos a la mesa. Comió con la mayor lentitud y no pronunció una sola palabra. Su absoluta concentración en el comer me llevó a tomar conciencia de que todos ellos hacían lo mismo: tragaban en completo silencio.
– La Gorda es una gran cocinera -dijo, al terminar-. Solía alimentarme. Hace siglos de ello, antes de odiarme, antes de convertirse en una bruja; quiero decir, en una tolteca.
Me miró con un expresivo destello y me guiñó un ojo.
Sentí la obligación de comentar que la Gorda me había dado la impresión de ser incapaz de odiar a nadie. Le pregunté si sabía que ella había perdido la forma.
– ¡Eso es una sarta de tonterías! -exclamó.
Me observó como si estuviese midiendo la sorpresa de mis ojos, y luego escondió la cara tras un brazo y sofocó una risa tonta al modo de un niño confundido.
– Debo admitir que realmente lo ha hecho -agregó-. Es fantástica.
– Entonces, ¿por qué te desagrada?
– Te diré algo, Maestro, porque confío en ti. No me desagrada en lo más mínimo. Es realmente la mejor. Es la mujer del Nagual. Sólo que procedo así con ella porque me gusta que me mime, y lo hace. Nunca se irrita conmigo. A veces me dejo llevar y me trabo en lucha con ella. Cuando esto sucede, se limita a quitarse de en medio, como hacía el Nagual. Al minuto siguiente ni siquiera recuerda lo que hice. Ahí tienes a un verdadero guerrero sin forma. Hace lo mismo con todos. Pero los demás somos unos despojos lamentables. Somos malos. Esas tres brujas nos odian y nosotros las odiamos.