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Para cambiar de tema, le dije que se le veía muy elegante y próspero.

– También a ti se te ve muy bien, Maestro -dijo.

– ¿Qué es ese disparate de llamarme Maestro? -pregunté en tono de broma.

– Las cosas ya no son como antes -replicó-. Estamos en un nuevo reino, y el Testigo dice que ahora tú eres un maestro; y el Testigo no puede equivocarse. Pero él mismo te contará toda la historia. Estará aquí dentro de poco, y se alegrará de volver a verte. Supongo que ya ha de haber percibido que estabas aquí. Mientras nos dirigíamos hacia aquí, todos teníamos la convicción de que estabas en camino, pero ninguno supo que ya habías llegado.

Le hice saber entonces que había ido con la única finalidad de verle a él y a Néstor, que eran las únicas personas en el mundo con las cuales podía hablar acerca de nuestro último encuentro con don Juan y don Genaro, y que necesitaba por sobre todo aclarar las incertidumbres que esa reunión final había suscitado en mí.

– Estamos unidos -dijo-. Haré todo lo que pueda por ti. Lo sabes. Pero debo advertirte que no soy tan fuerte como tú querrías. Tal vez fuese mejor que no conversáramos. No obstante, si no conversamos nunca entenderemos nada.

De modo cuidadoso y lento, formulé mi interrogatorio. Expliqué que había un solo punto en el centro de la cuestión que intrigaba mi razón.

– Dime, Pablito -pregunté-, ¿saltamos realmente, con nuestros cuerpos, al abismo?

– No lo se -respondió-. Francamente, no lo sé.

– Pero estuviste allí conmigo.

– Ese es el asunto. ¿Estuve realmente allí?

Su enigmática réplica me fastidió. Tuve la sensación de que, si lo sacudía o lo apretaba, algo de él se liberaría. Me resultaba evidente que ocultaba algo de gran valor. Afirmé enérgicamente que me guardaba secretos cuando había una absoluta confianza entre nosotros.

Pablito sacudió la cabeza como si, en silencio, se opusiese a mi acusación.

Le pedí que me narrara toda su experiencia, comenzando por el período anterior a nuestro salto, cuando don Juan y don Genaro nos prepararon para la embestida definitiva.

El relato de Pablito fue desordenado e inconsistente. Todo lo que recordaba acerca de los últimos momentos, previos a nuestro arrojarnos al abismo, era que, una vez que don Juan y don Genaro se hubieron despedido de nosotros para perderse en la oscuridad, le faltaron fuerzas, estuvo a punto de caer de bruces, yo le sostuve por el brazo y le llevé hasta el borde de la sima y allí perdió el conocimiento.

– ¿Y qué sucedió luego, Pablito?

– No lo sé.

– ¿Tuviste sueños, o visiones? ¿Qué viste?

– Por lo que sé, no tuve visiones o, si las tuve, no les presté atención. Mi falta de impecabilidad me impide recordarlas.

– ¿Y entonces qué ocurrió?

– Desperté en la que había sido casa de Genaro. No sé cómo llegué allí.

Permaneció inmóvil, en tanto yo hurgaba frenéticamente en mi mente en busca de una pregunta, un comentario, una observación crítica o cualquier cosa que agregara cierta amplitud a sus declaraciones. En realidad, nada en el relato de Pablito servía para confirmar lo que me había sucedido. Me sentía decepcionado. Casi enfadado con él. En mí se mezclaban la piedad por Pablito y por mí mismo y una profundísima desilusión.

– Lamento resultarte un chasco -dijo Pablito.

Mi inmediata reacción ante sus palabras consistió en disimular mis sentimientos; le aseguré que no me sentía defraudado.

– Soy un brujo -dijo riendo-; un brujo no muy lúcido, pero sí lo bastante como para interpretar los mensajes de mi propio cuerpo. Y ahora me dice que estás enfadado conmigo.

– ¡No estoy enfadado, Pablito! -exclamé.

– Eso es lo que indica tu razón, pero no tu cuerpo -dijo-. Tu cuerpo está enojado conmigo, pero tu razón no halla motivo alguno para ello; de modo que te hallas en medio de un fuego cruzado. Lo menos que puedo hacer por ti es aclararlo. Tu cuerpo está enfadado porque sabe que yo no soy impecable y que sólo un guerrero impecable puede prestarte ayuda. Está enfadado además porque siente que me estoy desperdiciando. Lo comprendió todo en el momento en que traspuse esa puerta.

No sabía qué decir. El recuerdo de algunos hechos me invadió como un torrente y entendí muchas de las cosas que habían tenido lugar. Posiblemente él tuviese razón al sostener que mi cuerpo ya lo sabía. En alguna medida, su franqueza al colocarme frente a mis propios sentimientos había embotado el filo de mi frustración. Empecé a preguntarme si Pablito no estaría jugando conmigo. Le dije que el ser tan directo y atrevido no era fácilmente conciliable con la imagen de debilidad que había dado de sí mismo.

– Mi debilidad consiste en que estoy hecho para el anhelo -dijo, casi en un susurro. Soy así hasta el punto en que suspiro por la vida que hacía cuando era un hombre ordinario. ¿Lo puedes creer?

– ¡No hablas en serio, Pablito! -exclamé.

– Sí -replicó-. Ansío el gran privilegio de andar por la faz de la tierra como un hombre corriente, sin esta tremenda carga.

Encontré su declaración sencillamente ridícula, y me encontré repitiendo una y otra vez que no era posible que hablase en serio. Pablito me miró y suspiró. Fui presa de una repentina aprensión. A juzgar por las apariencias, se hallaba al borde de las lágrimas. La aprensión dio paso a una mutua comprensión. Ninguno de los dos podía ayudar al otro.

La Gorda volvió a la cocina en ese momento. Pablito pareció experimentar una repentina revitalización. Se puso de pie de un salto y pisó el suelo con todas sus fuerzas.

– ¿Qué demonios quieres? -aulló con voz nerviosa y estridente-. ¿Por qué fisgoneas?

La Gorda se dirigió a mí, como si él no hubiese existido. Me informó cortésmente que iba a la casa de Soledad.

– ¿A quién le importa adónde vas? -chilló-. Puedes irte al infierno.

Dio una patada en el suelo como un niño malcriado, mientras la Gorda reía.

– Vámonos de esta casa, Maestro -dijo a voz en cuello.

Su súbito paso de la tristeza a la cólera me fascinó. Estaba absorto observándolo. Uno de los rasgos que siempre había admirado en él era su agilidad; aun en el momento en que había pegado contra el piso, sus movimientos habían sido gráciles.

De pronto estiró el brazo por encima de la mesa, y estuvo a punto de arrebatarme la libreta de las manos. La cogió con los dedos pulgar e índice de su mano izquierda. Tuve que aferrarla con ambas manos, haciendo uso de toda mi fuerza. Era tan extraordinaria la potencia de su tirón, que no le hubiera sido difícil, de proponérselo verdaderamente, quitármela. Lo dejó estar y en el momento en que retiraba la mano percibí una imagen fugaz de una prolongación de la misma. Fue tan veloz que podía habérmela explicado como una distorsión visual de mi parte, un producto de la violencia con que me había visto obligado a ponerme de pie a medias, arrastrado por su tirón. Pero ya había aprendido, que ante aquella gente ni mi actuación ni mi manera de explicarme las cosas podían ser las habituales, de modo que ni siquiera lo intenté.

– ¿Qué tienes en la mano, Pablito? -pregunté.

Retrocedió sorprendido y escondió la mano tras de sí. Me dio una mirada inexpresiva y murmuró que quería que abandonáramos esa casa porque estaba comenzando a sentirse mareado.

La Gorda se echó a reír a carcajadas y dijo que Pablito era tan buen impostor como Josefina, o quizás mejor, y que si insistía en saber qué tenía en la mano se desmayaría y Néstor tendría que cuidar de él durante meses.

Pablito empezó a ahogarse. Su rostro se puso casi púrpura. La Gorda le dijo en tono despreocupado que dejase de actuar porque carecía de público; ella se iba y yo no tenía mucha paciencia. Luego se volvió y me dijo con tono autoritario que me quedara allí y no fuese a casa de los Genaros.

– ¿Por qué diablos no? -gritó Pablito, y se plantó de un salto ante ella, como si su intención fuese impedirle partir-. ¡Qué descaro! ¡Indicarle al Maestro lo que debe hacer!

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