Los nuevos videntes utilizaron la misma técnica, pero en vez de usarla para propósitos sórdidos, la usaron para guiar a sus aprendices en la investigación de las posibilidades totales del hombre.
Don Juan explicó que el golpe del nagual tiene que darse en un punto preciso, en el punto de encaje, y que el lugar exacto de este punto varía en grados minúsculos de persona a persona. También, el golpe lo tiene que dar un nagual que ve. Me aseguró que es igualmente inútil tener la fuerza de un nagual y no ver, como ver y no tener la fuerza de un nagual. En ambos casos los resultados son simplemente golpes en la espalda. Un vidente podría dar golpes en el punto preciso, una y otra vez, sin tener la fuerza para mover la conciencia, y un nagual que no ve no podría golpear a propósito el punto preciso.
Dijo también que los antiguos videntes descubrieron que el punto de encaje no se encuentra en el cuerpo físico, sino en la concha luminosa, en el capullo. El nagual identifica ese punto por su intensa luminosidad y, más que golpearlo, lo empuja. La fuerza del empujón crea una hendidura en el capullo, y se siente como un golpe en el omóplato derecho, un golpe que saca todo el aire de los pulmones.
– ¿Existen diferentes tipos de hendiduras? -pregunté.
– Sólo hay dos tipos -respondió-. Uno es una concavidad y el otro es una grieta; cada cual tiene un efecto distinto en el estar consciente de ser. La concavidad es una característica provisional, y crea un cambio también provisional; pero la grieta es una característica profunda y permanente del capullo, y por consiguiente produce un cambio permanente.
Explicó que generalmente, un capullo endurecido por la absorción en sí mismo no se ve afectado en absoluto por el golpe del nagual. Sin embargo, en ocasiones el capullo del hombre es muy flexible y la más pequeña fuerza crea una hendidura, como un plato de sopa, que varía desde una depresión del tamaño de una naranja a una que abarca la tercera parte de todo el capullo; o crea una grieta que puede correr a todo lo ancho de la concha luminosa, o a lo largo, dando la impresión de que el capullo se ha enroscado en sí mismo.
Después que se crea la hendidura, algunas conchas luminosas al instante vuelven a cobrar su forma original. Otras retienen la hendidura durante horas o incluso durante días enteros, pero al final recobran su configuración. Y hay otras en las que se forma una hendidura tan firme e inafectable, que requiere de otro golpe del nagual, en una área circunvecina, para restaurar su forma original. Y algunas nunca más pierden la hendidura una vez que la reciben. No importa cuántos golpes reciban de un nagual, jamás recobran sus formas ovoides.
Don Juan dijo que al desplazar el resplandor de la conciencia la hendidura agranda el área de la primera atención. La hendidura presiona a las emanaciones interiores, y los videntes pueden ver cómo la fuerza de esa presión hace que el resplandor de la conciencia brille sobre otras emanaciones en otras áreas que generalmente son inaccesibles para la primera atención.
Le pregunté si el resplandor de la conciencia se ve sólo en la superficie del capullo luminoso. No me contestó de inmediato. Pareció perderse en sus pensamientos. Después de varios minutos contestó a mi pregunta; dijo que normalmente el resplandor de la conciencia de ser era visto en la superficie del capullo de todos los seres conscientes. Sin embargo, cuando el hombre ha desarrollado la atención, el resplandor adquiere profundidad. En otras palabras, es transmitido de la superficie del capullo a un número considerable de emanaciones del interior.
– Los antiguos videntes sabían lo que hacían cuando manejaban el resplandor de la conciencia -prosiguió-. Se dieron cuenta de que creando una hendidura podían forzar al resplandor de la conciencia, ya que resplandece en las emanaciones interiores del capullo, a extenderse a las emanaciones vecinas.
– Usted habla como si todo esto fuera un asunto físico -dije-. ¿Cómo pueden hacerse hendiduras en algo que es tan sólo una luminosidad?
– De alguna manera inexplicable, es un asunto de una luminosidad que crea una hendidura en otra luminosidad -contestó-. Tu defecto es seguir pegado al inventario de la razón. La razón no trata al hombre como energía. La razón trata con instrumentos que crean energía, pero jamás se le ha ocurrido seriamente a la razón que somos mejores que instrumentos: somos organismos que crean energía. Somos una burbuja de energía. Por eso no resulta tan jalado de los cabellos el que una burbuja de energía hiciera una hendidura en otra burbuja de energía.
Dijo que el resplandor de la conciencia, movido por la hendidura, debería llamarse realmente atención provisionalmente acrecentada, porque acentúa emanaciones que están tan próximas a las habituales que el cambio es mínimo. Pero a pesar de ser mínimo, el cambio produce una mayor capacidad para concentrarse, comprender y aprender. Los videntes sabían con exactitud como usar esta mejora cualitativa. Vieron que, después del golpe del nagual, brillaban, de repente, con más fuerza sólo las emanaciones que rodean a aquellas que utilizamos cotidianamente. Las más alejadas permanecen inafectadas, lo que significaba para ellos que, mientras están en un estado de atención provisionalmente acrecentada, los seres humanos pueden tratar con todo como si estuvieran en el mundo de todos los días. La necesidad de un hombre nagual o de una mujer nagual se volvió de suprema importancia para ellos, porque ese estado dura sólo mientras persiste la depresión; cuando se desvanece, todo se olvida de inmediato.
– ¿Por qué es que uno se olvida? -pregunté.
– Porque las emanaciones que permiten mayor claridad dejan de estar en relieve cuando uno sale de la conciencia acrecentada -contestó-. Si el resplandor de la conciencia no brilla más en ellas, lo que uno experimente o atestigüe también se apaga.
Don Juan dijo que una de las tareas que los nuevos videntes desarrollaron para sus aprendices era el forzarlos, años más tarde, a recordar, esto es, a volver a acentuar por sí mismos aquellas emanaciones utilizadas durante estados de conciencia acrecentada.
Me recordó que Genaro siempre me recomendaba aprender a escribir con la punta del dedo en vez de hacerlo con un lápiz, para así no acumular notas. Don Juan me aseguró que lo que Genaro realmente había querido decir era que, mientras estaba yo en estados de conciencia acrecentada, debía utilizar emanaciones no habituales para archivar diálogos y vivencias, y algún día recordarlo todo al hacer brillar nuevamente el resplandor de la conciencia en las emanaciones usadas como archivo.
Prosiguió, explicando que un estado de conciencia acrecentada es visto no sólo como un resplandor que abarca mayor profundidad dentro de la forma ovoide de los seres humanos, sino también como un resplandor más intenso en la superficie del capullo. Sin embargo no es nada comparado con el resplandor producido por un estado de conciencia total, que es visto como una explosión de incandescencia en todo el huevo luminoso. Es una explosión de luz de tal magnitud que los límites de la concha se vuelven difusos y las emanaciones interiores se extienden más allá de todo lo imaginable.
– ¿Esos son casos especiales, don Juan?
– Desde luego. Sólo los videntes los viven. Ningún otro hombre o criatura viviente se ilumina así. Los videntes que premeditadamente alcanzan la conciencia total son algo digno de verse. Ese es el momento en el que arden por dentro. El fuego interior los consume. Y en plena conciencia se funden con las emanaciones en grande, y se expanden en la eternidad.
Me quedé unos días más en Sonora, y luego regresamos en coche a la casa, en el sur de México, donde vivían don Juan y su grupo de videntes.
El día siguiente fue cálido y brumoso. Me sentía con flojera, y de alguna manera molesto. A media tarde había en ese pueblo una quietud desesperante. Don Juan y yo estábamos sentados en los sillones de la sala. Le dije que la vida en el México rural no era lo ideal para mí. Algo me hacía sentir que el silencio del pueblo era forzado. Y esto me causaba una tremenda frustración. El único ruido que alguna vez llegué a escuchar era el sonido de voces de niños gritando, en la distancia. Nunca pude enterarme si jugaban o gritaban de dolor.