Julia miró el sobre y después a César, desconcertada e incrédula.
– Dará igual lo que llegue a valer -murmuró, pronunciando con dificultad las palabras-. No puede venderse un cuadro robado. Ni siquiera en el extranjero.
– Depende a quién y cómo -respondió el anticuario-. Cuando todo esté a punto, digamos un par de meses, el cuadro saldrá de su escondite para aparecer, no en una subasta pública, sino en el mercado clandestino de obras de arte… Terminará colgado en secreto en la lujosa mansión de uno de los numerosos coleccionistas millonarios brasileños, griegos o japoneses que se lanzan como tiburones sobre las obras valiosas, para renegociarlas a su vez o para satisfacer íntimas pasiones relacionadas con el lujo, el poder y la belleza. También es una buena inversión a largo plazo, pues en ciertos países la legislación sobre obras de arte robadas hace prescribir el delito a los veinte años de producirse el hecho… Y tú eres aún deliciosamente joven. ¿No es maravilloso? De todas formas, ése ya no será asunto tuyo. Lo que importa es que ahora, en los próximos meses, durante el itinerario secreto del Van Huys, la cuenta bancaria de tu flamante sociedad panameña, abierta hace dos días en otro honorable banco de Zurich, se verá engrosada en algunos millones de dólares… Tú no tendrás que ocuparte de nada, pues alguien realizará todas esas inquietantes transacciones por ti. De eso me he asegurado bien, princesa. Sobre todo de la imprescindible lealtad de esa persona. Una lealtad mercenaria, dicho sea de paso. Pero tan buena como cualquier otra; incluso mejor. Desconfía siempre de las lealtades desinteresadas.
– ¿Quién es? ¿Tu amigo suizo?
– No. Ziegler es un abogado metódico y eficiente, pero no domina hasta ese punto el tema. Por eso he recurrido a alguien con los contactos adecuados, con una espléndida ausencia de escrúpulos y lo bastante experto para moverse con soltura en ese complicado mundo subterráneo: Paco Montegrifo.
– Estás de broma.
– Yo no bromeo en cuestiones de dinero. Montegrifo es un curioso personaje que, dicho sea de paso, está un poco enamorado de ti, aunque eso no tenga nada que ver con el asunto. Lo que cuenta es que ese hombre, que es al mismo tiempo un perfecto sinvergüenza y un individuo extraordinariamente hábil, no te jugará jamás una mala pasada.
– No veo por qué. Si tiene el cuadro, adiós muy buenas. Montegrifo es capaz de vender a su madre por una acuarela.
– Sí. Pero a ti no puede. En primer lugar, porque entre Demetrius Ziegler y yo le hemos hecho firmar una cantidad de documentos que no tienen valor legal si se hacen públicos, pues todo este asunto constituye un flagrante delito, pero que son suficientes para probar que eres completamente ajena a todo esto. También para involucrarlo a él si se va de la lengua o juega sucio, hasta el punto de que le caiga encima una busca y captura internacional que no lo deje respirar durante el resto de su vida… Por otra parte, estoy en posesión de ciertos secretos cuya publicidad perjudicaría su reputación, creándole gravísimos problemas con la Justicia. Entre otras cosas, que yo sepa, Montegrifo se ha encargado, al menos en dos ocasiones, de sacar del país y vender ilegalmente objetos del Patrimonio Artístico, que llegaron a mis manos y yo puse en las suyas como intermediario: un retablo del siglo quince, atribuido a Pere Oller y robado en Santa María de Cascalls en mil novecientos setenta y ocho, y aquel famoso Juan de Flandes desaparecido hace cuatro años de la colección Olivares, ¿recuerdas?
– Sí. Pero nunca imaginé que tú…
César hizo una mueca indiferente.
– Así es la vida, princesa. En mi negocio, como en todos, la acrisolada honradez es el camino más seguro para morirse de hambre… Pero no estábamos hablando de mí, sino de Montegrifo. Por supuesto, intentará quedarse con todo el dinero que pueda; eso es inevitable. Pero se mantendrá dentro de límites que no perjudiquen el beneficio mínimo garantizado para tu sociedad panameña, cuyos intereses cuidará Ziegler como un doberman. Una vez concluido el negocio, Ziegler trasvasará automáticamente el dinero de la cuenta bancaria de la sociedad anónima a otra cuenta privada cuyo discreto número te pertenece, y disolverá aquélla para borrar los rastros, destruyendo también toda la documentación menos la referente al pasado turbio de Montegrifo. Esa la conservará para garantizarte la lealtad de nuestro amigo el subastador. Aunque estoy seguro de que, a esas alturas, tal precaución será superflua… Por cierto: mi buen Ziegler tiene instrucciones expresas para desviar un tercio de tus beneficios hacia diversos tipos de inversiones seguras y rentables que blanqueen ese dinero y garanticen, aun en el caso de que te dediques a derrochar alegremente, la solvencia económica para el resto de tu vida. Déjate asesorar sin reservas, porque Ziegler es un buen hombre a quien conozco hace más de veinte años: honrado, calvinista y homosexual. Te descontará escrupulosamente, eso sí, su comisión y los gastos.
Julia, que había escuchado inmóvil, se estremeció. Todo encajaba a la perfección, como las piezas de un increíble rompecabezas. César no había dejado ni un solo cabo suelto. Tras dirigirle al anticuario una larga mirada, dio unos pasos por la habitación, intentando asimilar todo aquello. Demasiado para una sola noche, pensó mientras se detenía ante Muñoz, que la miraba imperturbable, aún con la colilla casi consumida en la boca. Posiblemente, también demasiado para una sola vida.
– Veo -dijo la joven, volviéndose de nuevo hacia el anticuarioque lo has previsto todo… O casi todo. ¿También has pensado en don Manuel Belmonte? Quizá te parezca un detalle sin importancia, pero es el propietario del cuadro.
– También he pensado en eso. Naturalmente, tú puedes tener una loable crisis de conciencia y decidir que no aceptas mi plan. En ese caso no tienes más que decírselo a Ziegler, y el cuadro aparecerá en el lugar adecuado. A Montegrifo le dará un soponcio, pero tendrá que fastidiarse. A fin de cuentas, las cosas quedarían como antes: el cuadro revalorizado con el escándalo y Claymore manteniendo el derecho a la subasta… Pero en caso de que te inclines por el sentido práctico de la vida, tienes argumentos para tranquilizar tu conciencia: Belmonte se desprende del cuadro por dinero; así que, excluido el valor sentimental, queda el económico. Y este se ve cubierto por el seguro. Además, nada te impide, de forma anónima, hacerle llegar la indemnización que juzgues oportuna. Tendrás dinero de sobra para eso. En cuanto a Muñoz…
– Pues sí -dijo el jugador de ajedrez-. La verdad es que tengo curiosidad por saber qué pasa conmigo.
César lo miró, socarrón.
– A usted, queridísimo, le ha tocado la lotería.
– No me diga.
– Pues sí se lo digo. En previsión de que el segundo caballo blanco sobreviviese a la partida, me tomé la libertad de vincularlo documentalmente a la sociedad, con el veinticinco por ciento de las acciones. Lo que, entre otras cosas, le permitirá a usted comprarse camisas limpias y jugar al ajedrez, digamos en las Bahamas, si le apetece.
Muñoz se llevó la mano a la boca y cogió entre los dedos el resto del cigarrillo, que se había apagado. Lo contempló brevemente para dejarlo caer después, con gesto deliberado, sobre la alfombra.
– Lo encuentro muy generoso por su parte -dijo.
César miró la colilla en el suelo y después al ajedrecista.
– Es lo menos que puedo hacer. De algún modo hay que comprar su silencio; y además se lo ha ganado con creces… Digamos que es mi modo de compensar la jugarreta del ordenador.
– ¿Y se le ha ocurrido pensar que yo puedo negarme a participar en esto?
– Pues sí. La verdad es que se me ha ocurrido. Es un tipo extraño, considerándolo bien. Pero ése ya no es asunto mío. Usted y Julia son ahora socios, así que arréglenlo solos. Yo tengo otras cosas en qué pensar.
– Quedas tú, César -dijo Julia.