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Vio la pistola al meter sus cosas dentro del bolso, y con la punta de los dedos rozó el frío metal cromado. Era el cuarto día, desde la muerte de Menchu, sin nuevas tarjetas o llamadas telefónicas. Tal vez, se dijo sin convicción, la pesadilla había terminado. Cubrió el Buoninsegna con un lienzo, colgó la bata en un armario y se puso la gabardina. En la cara interior de su muñeca izquierda, el reloj de pulsera señalaba las ocho menos cuarto.

Iba a apagar la luz cuando sonó el teléfono.

Puso el auricular en la horquilla y se quedó inmóvil, conteniendo la respiración, y también el deseo de correr lejos de allí. Un escalofrío, un soplo de aire helado en su espalda, hizo que se estremeciera con violencia, y tuvo que apoyarse en la mesa para recobrar la serenidad perdida. Sus ojos espantados no lograban apartarse del teléfono. La voz que acababa de escuchar era irreconocible, asexuada, similar a la que los ventrílocuos daban a sus inquietantes muñecos articulados. Una voz de resonancias chillonas que le había erizado la piel con un ramalazo de terror ciego.

«Sala Doce, Julia…» Un silencio y una respiración sofocada, tal vez por un pañuelo puesto sobre el teléfono. «… Sala Doce», había repetido la voz. «El viejo Brueghel», añadió tras otro silencio. Después una risa breve y seca, siniestra, y el chasquido del teléfono al colgar.

Intentó poner orden en sus atropellados pensamientos, esforzándose en no permitir que el pánico se adueñara de ella. En las batidas, le había dicho una vez César, frente a la escopeta del cazador, los patos asustados son los primeros en caer… César. Cogió el teléfono para marcar el número de la tienda y después el de su casa, sin resultado. Tampoco con Muñoz tuvo éxito; durante un rato cuya dimensión la hizo temblar, tendría que apañárselas sola.

Sacó la Derringer del bolso y amartilló el percutor. Al menos por ese lado, pensó, ella misma podía llegar a ser tan peligrosa como el que más. De nuevo las palabras que César le dirigía cuando niña acudieron a su recuerdo. En la oscuridad -esa era otra de las lecciones, al contar ella sus miedos infantiles- están las mismas cosas que en la luz; sólo que no podemos verlas.

Salió al pasillo, con la pistola en la mano. A esa hora el edificio estaba desierto, salvo los vigilantes nocturnos que hacían su ronda; pero ignoraba dónde encontrarlos en aquel momento. Al final del corredor, la escalera descendía tres veces en ángulo recto, con un amplio rellano en cada descansillo. Las luces de seguridad dejaban una penumbra azulada, que permitía distinguir los cuadros de oscura pátina en las paredes, la balaustrada de mármol de la escalera y los bustos de patricios romanos que vigilaban desde sus nichos en la pared.

Se quitó los zapatos y los metió en el bolso. A través de las medias, el frío del suelo se le metió en el cuerpo; en el mejor de los casos, la aventura de aquella noche iba a zanjarse con un monumental resfriado. Bajó así la escalera, deteniéndose de vez en cuando para mirar por encima de la barandilla, sin ver ni oír nada sospechoso. Por fin llegó abajo y tuvo que plantearse la elección. Uno de los caminos, tras cruzar varias salas destinadas a talleres de restauración, llevaba hasta una puerta de seguridad por la que Julia, usando su tarjeta electrónica, podía acceder a la calle, en las proximidades de la Puerta Murillo. Siguiendo el otro camino, al final de un estrecho pasillo se llegaba a una segunda puerta que comunicaba con las salas del museo. Solía estar cerrada, pero nunca se echaba la llave antes de las diez de la noche, cuando los vigilantes hacían la última inspección por el anexo.

Consideró ambas posibilidades al pie de la escalera, descalza y con la pistola en la mano, sintiendo frío en los pies y en las venas el incómodo bombear de la sangre que le batía muy aprisa. Demasiado tabaco, pensó estúpidamente, poniéndose sobre el corazón la mano que empuñaba la Derringer. Irse de allí a toda prisa o saber qué ocurría en la Sala Doce… La última opción significaba un ingrato recorrido de seis o siete minutos a través del edificio desierto. A menos que tuviera la suerte de encontrar por el camino al guardián de aquel ala: un joven vigilante jurado que, cuando encontraba a Julia trabajando en el taller, solía invitarla a café en la máquina de monedas, y bromeaba sobre la belleza de sus piernas, asegurando que constituían la mayor atracción del museo.

Qué diablos, se dijo al cabo de un rato de darle vueltas al asunto. Ella, Julia, había matado piratas. Si el asesino estaba allí dentro, era una buena ocasión, quizá la única, para quedar frente a frente y ver su cara. A fin de cuentas era él quien se movía; mientras que ella, pato prudente, vigilaba con el rabillo del ojo mientras sostenía en la mano derecha quinientos gramos de metal cromado, nácar y plomo, que accionados a corta distancia podían, perfectamente, cambiar los papeles en aquella singular partida de caza.

Julia era de buena casta y, aún más importante, lo sabía. Se le dilataron en la penumbra las aletas de la nariz, como si intentase olfatear la dirección del peligro; apreté los dientes y evocó en su ayuda la rabia contenida por el recuerdo de Alvaro y Menchu, la decisión de no ser un títere asustado sobre un tablero de ajedrez, sino alguien muy capaz de devolver, a la primera ocasión, ojo por ojo y diente por diente. Fuera quien fuese, si la quería encontrar, iba a hacerlo. En la Sala Doce o en el infierno. Por los clavos de Cristo que sí.

Franqueó la puerta interior que, como esperaba, encontró abierta. El vigilante nocturno debía de estar lejos, pues el silencio era absoluto. Cruzó una nave entre las inquietantes sombras de estatuas de mármol que la miraban pasar con ojos vacíos e inmóviles. Recorrió después la sala de los retablos medievales, de los que sólo acertó a distinguir, en las oscuras sombras que formaban sobre los muros, algún apagado reflejo sobre los dorados y fondos de pan de oro. Al final de aquella larga nave, a la izquierda, distinguió la pequeña escalinata que conducía a las salas de primitivos flamencos, entre las que se contaba la número Doce.

Se detuvo un instante junto al primer peldaño, atisbando el interior con suma prudencia. En aquella parte el techo era más bajo, y las luces de seguridad permitían distinguir mejor los detalles. En la penumbra azulada, los colores de los cuadros viraban al claroscuro. Vio, casi irreconocible entre las sombras, el “Descendimiento” de Van der Weyden, que en la irreal tiniebla tenía un aire de siniestra grandeza, mostrando sólo los colores más claros, como la figura de Cristo y el rostro de la madre, desmayada, su brazo caído paralelo al exánime del hijo.

Allí no había nadie, excepto los personajes de los cuadros, y la mayor parte de ellos, ocultos por la oscuridad, parecían dormir un largo sueño. Sin confiar en la calma aparente, impresionada por la presencia de tantas imágenes creadas por la mano de hombres muertos cientos de años atrás y que parecían acechar desde sus viejos marcos en las paredes, Julia llegó hasta el umbral de la Sala Doce. Intentó inútilmente tragar saliva, pues tenía la garganta seca; miró una vez más a su espalda sin observar nada sospechoso y, sintiendo que la tensión anudaba los músculos en sus mandíbulas, respiró hondo antes de entrar en la sala como había visto hacer en las películas: el dedo en el gatillo de la pistola y ésta empuñada entre las dos manos, apuntando hacia las sombras.

Tampoco allí había nadie, y Julia experimentó un alivio embriagador, infinito. Lo primero que vio, tamizado por la penumbra, fue la genial pesadilla de El Jardín de las Delicias, que ocupaba la mayor parte de una pared. Se apoyó en la opuesta, y su aliento empañó el cristal que cubría el Autorretrato, de Durero. Con el dorso de la mano se enjugó el sudor de la frente empapada, antes de avanzar hacia la tercera pared, la del fondo. A medida que lo hacía, los contornos y después los tonos más claros del cuadro de Brueghel se perfilaban ante sus ojos. Aquella pintura, que también podía reconocer aunque la oscuridad velase la mayor parte de sus detalles, siempre había ejercido sobre ella una peculiar fascinación. El acento trágico que inspiraba hasta la última pincelada, la expresividad de sus infinitas figuras sacudidas por el aliento mortal e inexorable, las numerosas escenas que se integraban en la macabra perspectiva del conjunto, habían, durante muchos años, excitado su imaginación. La débil claridad azul del techo destacaba los esqueletos que brotan en tropel de las entrañas de la tierra como un viento vengativo y arrasador; los incendios lejanos que recortan negras ruinas en el horizonte; las ruedas de Tántalo que giran en la distancia al extremo de sus pértigas, junto al esqueleto que, alzando la espada, se dispone a descargarla sobre el reo de ojos vendados que ora de rodillas… Y en primer término, el rey sorprendido en mitad del festín, los amantes ajenos a la hora final, la sonriente calavera que bate los timbales del Juicio, el caballero que, descompuesto por el terror, aún conserva el coraje suficiente para, en postrer gesto de valor y rebeldía, extraer su espada de la vaina, dispuesto a vender cara su piel en el último combate sin esperanza…

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