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Menchu se durmió al filo de las dos de la madrugada. Julia le puso una manta encima y estuvo un rato junto a ella, velando su sueño inquieto. A veces se removía y murmuraba sonidos ininteligibles, apretados los labios, el cabello en desorden sobre la cara. Julia observó las arrugas en torno a la boca y los labios, los ojos, en donde lágrimas y sudor habían hecho correr el maquillaje, cercados de manchas negras que le daban un aire patético: el aspecto de una madura cortesana después de una mala noche. César habría extraído de aquello mordaces conclusiones; pero en ese momento a Julia no le apetecía escuchar a César. Y se vio pidiéndole a la vida, cuando le llegase a ella el turno, la resignación necesaria para envejecer dignamente. Después suspiró, con un cigarrillo sin encender en los labios. Debía de ser terrible, llegada la hora del naufragio, carecer de una almadía sólida que permitiera salvar la piel. Y cayó en la cuenta de que la galerista tenía edad para ser su madre. Aquel pensamiento la hizo avergonzarse de sí misma, como si hubiese aprovechado el sueño de su amiga para, de algún modo incierto, traicionarla.

Bebió lo que quedaba del café, ya frío, y encendió el cigarrillo. La lluvia repiqueteaba de nuevo en el tragaluz; ese era el sonido de la soledad, se dijo con tristeza. El rumor de lluvia le trajo a la memoria aquel otro, un año atrás, cuando terminó su relación con Álvaro y supo que algo se rompía en su interior para siempre, como un mecanismo descompuesto sin remedio. Y supo también que, a partir de entonces, aquella soledad agridulce que le oprimía el corazón iba a ser la única compañera de la que no se separaría jamás, en los caminos que le quedaran por recorrer, el resto de su vida, bajo un cielo en el que los dioses morían entre grandes carcajadas. También esa noche cayó largo rato la lluvia sobre ella, sentada y encogida bajo la ducha, con el vapor abrazándola como niebla ardiente y las lágrimas mezclándose con el agua que goteaba, torrencial, sobre el cabello mojado que le cubría el rostro, sobre su cuerpo desnudo. Aquel agua limpia y tibia, bajo la que estuvo casi una hora, se había llevado consigo a Álvaro, un año antes de su muerte física, real y definitiva. Y por una extraña ironía de aquellas a que tan aficionado era el Destino, el propio Álvaro había terminado así, en una bañera, con los ojos abiertos y la nuca rota, bajo la ducha; bajo la lluvia.

Alejó el recuerdo. Lo vio desvanecerse con una bocanada de humo, entre las sombras del estudio. Después pensó en César y movió lentamente la cabeza, al compás de una música melancólica e imaginaria. En aquel momento habría querido recostar la cabeza en su hombro, cerrar los ojos, aspirar el olor suave que conocía desde que era una chiquilla, de tabaco y mirra… César. Revivir junto a él historias en las que siempre es posible saber, de antemano, que hay un final feliz.

Aspiró de nuevo el humo del cigarrillo y lo retuvo durante largo rato, deseando aturdirse hasta que sus pensamientos derivaran lejos de allí. ¡Qué distantes quedaban los tiempos de finales felices, incompatibles con cualquier tipo de lucidez!… A veces resultaba muy duro verse en el espejo, desterrada para siempre del País de Nunca Jamás.

Apagó la luz y se quedó fumando sentada en la alfombra, frente al Van Huys que adivinaba ante sí. Permaneció inmóvil hasta mucho después de terminar el cigarrillo, viendo con la imaginación a los personajes del cuadro, mientras escuchaba el lejano rumor de la resaca de sus vidas, en torno a la partida de ajedrez que se prolongaba a través del tiempo y el espacio para continuar aún, como el lento e implacable mecanismo de un reloj que desafiara a los siglos, sin que nadie pudiese prever su final. Entonces Julia se olvidó de todo; de Menchu, de la nostalgia del tiempo perdido, y sintió un estremecimiento ya familiar, que era de temor, sí; pero también un retorcido e insólito consuelo. Una especie de morbosa expectación. Como cuando era niña y se acurrucaba en César para escuchar una nueva historia. Después de todo, tal vez Jaime Garfio no se había desvanecido para siempre en las nieblas del pasado. Quizá, simplemente, ahora jugaba al ajedrez.

Cuando despertó, Menchu aún dormía. Procuró vestirse sin hacer ruido, puso un juego de llaves sobre la mesa y salió, cerrando con cuidado la puerta a su espalda. Ya eran casi las diez de la mañana, pero la lluvia había dado paso a una bruma sucia, de niebla y contaminación, que difuminaba los contornos grises de los edificios y confería a los coches, que circulaban con las luces encendidas, una apariencia fantasmal, descomponiendo el reflejo de sus faros sobre el asfalto en infinitos puntos de claridad, tejiendo en torno a Julia, que caminaba con las manos dentro de los bolsillos de su gabardina, una atmósfera luminosa e irreal.

Belmonte la recibió en su silla de ruedas, en el salón cuya pared seguía conservando la huella del Van Huys. El inevitable Bach sonaba en el gramófono, y Julia se preguntó, mientras sacaba el dossier de su bolso, si el anciano lo hacía sonar cada vez que ella lo visitaba. Belmonte lamentó la ausencia de Muñoz, el matemáticoajedrecista, como dijo con una ironía que no pasó inadvertida, y después echó un detenido vistazo al informe que Julia traía sobre el cuadro: todos los datos históricos, las conclusiones finales de Muñoz sobre el enigma de Roger de Arras, fotografías de las diversas fases de la restauración, y el folleto en color, recién impreso por Claymore, sobre el cuadro y la subasta. Leía en silencio, asintiendo satisfecho. A veces levantaba la cabeza para mirar a Julia, admirado, antes de enfrascarse de nuevo en el informe.

– Excelente -dijo por fin, cerrando la carpeta cuando hubo terminado-. Es usted una joven extraordinaria.

– No he sido yo sola. Ya sabe que mucha gente ha trabajado en esto… Paco Montegrifo, Menchu Roch, Muñoz… -vaciló un instante-. También hemos recurrido a expertos en arte.

– ¿Se refiere al fallecido profesor Ortega?

Julia lo miró, sorprendida.

– Ignoraba que usted sabía eso.

El anciano sonrió esquinadamente.

– Pues ya ve. Cuando apareció muerto, la policía se puso en contacto con mis sobrinos y conmigo… Vino a verme un inspector, no recuerdo su nombre… Tenía un bigote grande, así, y era gordo.

– Se llama Feijoo. Inspector jefe Feijoo -desvió la mirada, incómoda. Maldita sea su estampa, pensaba. Maldito policía inútil-… Pero usted no dijo nada la última vez que estuve aquí.

– Esperaba que me lo contara. Si no lo hace, deduje, tendrá sus motivos.

Había reserva en el tono del anciano, y Julia comprendió que estaba a punto de perder un aliado.

– Yo creía… Quiero decir que lo siento, de verdad. Temí inquietarle con esas historias. Al fin y al cabo, usted…

– ¿Se refiere a mi edad y a mi salud? -Belmonte cruzó sobre el estómago las manos huesudas y moteadas-. ¿O le preocupaba que eso influyera en el destino del cuadro?

La joven movió la cabeza, sin saber qué decir. Después sonrió mientras se encogía de hombros, con un aire de confusa sinceridad que, ella lo sabía perfectamente, era la única respuesta que satisfaría al viejo.

– ¿Qué puedo decirle? -murmuró, comprobando que había dado en el blanco cuando Belmonte sonrió a su vez, aceptando el clima de complicidad que le ofrecía.

– No se preocupe. La vida es difícil, y las relaciones humanas mucho más.

– Le aseguro que…

– No es necesario que asegure nada. Hablábamos del profesor Ortega… ¿Fue un accidente?

– Creo que sí -mintió Julia-. Al menos eso tengo entendido.

El anciano se miró las manos. Resultaba imposible saber si la creía o no.

– Sigue siendo terrible… ¿No le parece? -le dirigió una mirada profunda y grave, en la que apuntaba una difusa inquietud-. Ese tipo de cosas, hablo de la muerte, me impresionan un poco. Y a mi edad debería ser lo contrario. Es curioso como, en contra de toda lógica, uno se aferra a la existencia en proporción inversa a la cantidad de vida que tiene por delante.

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