«-En materia sentimental, princesita -solía decir César-, no hay que ofrecer nunca consejos ni soluciones… Sólo un pañuelo limpio en el momento oportuno.»
Y fue lo que hizo cuando todo hubo terminado, la noche en que llegó ella, todavía con el cabello húmedo y movimientos de sonámbula, y se durmió sobre sus rodillas. Pero todo eso ocurrió mucho después de aquel primer encuentro en el pasillo de la facultad, donde no se registraron variaciones importantes sobre el guión previsto. El ritual prosiguió por caminos trillados y predecibles, aunque insospechadamente satisfactorios. Julia había tenido otras aventuras antes, pero jamás sintió, hasta la tarde en que Álvaro y ella se encontraron por primera vez en la estrecha cama de un hotel, la necesidad de decir te quiero de aquella forma dolorosa, desgarrada, escuchándose a sí misma, con feliz estupor, palabras que siempre antes se había negado a pronunciar, y en un tono desconocido, que se parecía mucho a un gemido o un lamento. Así, una mañana que amaneció con el rostro hundido sobre el pecho de Álvaro, tras apartarse con sigilo el cabello desordenado que le cubría el rostro, miró largo rato su perfil dormido, con el suave latir del corazón contra la mejilla, hasta que él, abriendo los ojos, sonrió al encontrar su mirada. En ese momento, Julia supo con absoluta certeza que lo amaba, y supo también que conocería otros amantes, sin volver a experimentar nunca lo que sentía por aquél. Y veintiocho meses más tarde, vividos y calculados casi día a día, llegó el momento de despertar dolorosamente de aquel amor y pedirle a César que extrajera del bolsillo su famoso pañuelo. «Ese terrible pañuelo -había citado, teatral como siempre, medio en broma pero perspicaz como una Casandra, el anticuario- que agitamos al decirnos adiós para siempre»… Aquella, en esencia, había sido la historia.
Un año bastaba para cauterizar las heridas, pero no los recuerdos. Unos recuerdos a los que, por otra parte, Julia no tenía intención de renunciar. Había madurado con razonable rapidez y ese proceso moral cristalizó también con la creencia -extraída sin complejos de las profesadas por César- de que la vida es una especie de restaurante caro donde siempre terminan pasando la factura, sin que por ello sea forzoso renegar de lo que se ha saboreado con felicidad o placer. Ahora, Julia meditaba sobre eso mientras observaba a Álvaro, que abría libros sobre la mesa y tomaba notas en fichas rectangulares de cartulina blanca. Apenas había cambiado físicamente, aunque entre el cabello le despuntaban ya algunas canas. Sus ojos seguían siendo tranquilos e inteligentes. En otro tiempo había amado esos ojos y las manos finas y largas, de uñas redondas y pulidas. Las observó mientras los dedos hacían pasar páginas de libros o sostenían la estilográfica y, muy a su pesar, escuchó un lejano rumor de melancolía que, tras breve análisis, decidió aceptar como razonable. Ya no suscitaban en ella los sentimientos de antaño; pero aquellas manos habían acariciado su cuerpo. Hasta el menor de sus gestos, tacto y calor, le quedaba aún impreso en la piel. Su huella no la habían borrado otros amores.
Procuró controlar el latido de sus sentimientos. Por nada del mundo estaba dispuesta a ceder bajo la tentación de los recuerdos. Además, la cuestión era secundaria; no había ido allí a resucitar nostalgias, así que se esforzó por mantener fija su atención en las palabras de su ex amante, no en él. Tras los primeros cinco embarazosos minutos, Álvaro la había mirado con ojos reflexivos, intentando calcular la importancia de lo que, después de tanto tiempo, la llevaba de nuevo allí. Sonreía con afecto, como un viejo amigo o compañero de disciplina, relajado y atento, poniéndose a su disposición con aquella tranquila eficacia, llena de silencios y concienzudas reflexiones en voz baja, que tan familiar resultaba para ella. Sólo hubo, aparte de la sorpresa inicial, un breve desconcierto en su mirada cuando Julia planteó la cuestión del cuadro -excepto la existencia de la inscripción oculta, que Menchu y ella habían decidido guardar en secreto-. Álvaro confirmó conocer bien el pintor, la obra y su período histórico, aunque ignoraba que fuese a salir a subasta y que Julia se encargara de la restauración. Lo cierto es que no tuvo que recurrir a las fotografías en color que la joven llevaba consigo; parecía familiarizado con la época y los personajes. En ese momento buscaba una fecha, siguiendo con el índice las líneas impresas de un viejo tomo de historia medieval, concentrado en su tarea y ajeno en apariencia a la pasada intimidad que, sin embargo, Julia sentía flotar entre ambos como el sudario de un fantasma. Pero quizás a él le ocurre lo mismo, pensó. Tal vez desde el punto de vista de Álvaro también ella parecía demasiado lejana; indiferente.
– Aquí lo tienes -dijo él en ese momento, y Julia se aferró al sonido de su voz como a un madero en un naufragio, sabiendo con alivio que no podía hacer dos cosas al mismo tiempo: recordarlo antes y escucharlo ahora. Comprobó, sin pena alguna, que la nostalgia quedaba atrás, a la deriva, y su consuelo tuvo que ser tan visible que él la miró, sorprendido, antes de orientar de nuevo su atención a la página del libro que tenía entre las manos. Julia echó un vistazo al título: Suiza, Borgoña y los Países Bajos en los siglos XIV y XV.
– Mira -Álvaro señalaba un nombre en el texto. Después trasladó el índice hasta la fotografía del cuadro que ella tenía sobre la mesa, a su lado-. Ferdinandus Ost. D. es la inscripción identificativa del jugador de la izquierda, el que viste de rojo. Van Huys pintó La partida de ajedrez en 1471, así que no cabe la menor duda. Se trata de Fernando Altenhoffen, duque de Ostenburgo, Ostenburguensis Dux, nacido en 1435 y muerto en… Sí, eso es. En 1474. Tenía unos treinta y cinco años cuando posó para el pintor.
Julia había cogido una ficha de la mesa y apuntaba los datos.
– Por dónde caía Ostenburgo?… ¿Alemania?
Álvaro negó con la cabeza antes de abrir un atlas histórico, indicando uno de los mapas.
– Ostenburgo era un ducado que correspondía, aproximadamente, a la Rodovingia de Carlomagno… Estaba aquí, en los confines francoalemanes, entre Luxemburgo y Flandes. Durante los siglos quince y dieciséis, los duques ostenburgueses intentaron mantenerse independientes, pero terminaron absorbidos primero por Borgoña y después por Maximiliano de Austria. La dinastía de los Altenhoffen se extinguió precisamente con este Fernando, último duque de Ostenburgo, que juega al ajedrez en el cuadro… Si lo deseas puedo sacar fotocopias.
– Te lo agradezco.
– No tiene importancia -Álvaro se echó hacia atrás en el sillón, extrajo de un cajón del escritorio una lata de tabaco y procedió a llenar la pipa-. Por lógica, la dama que está junto a la ventana, con la inscripción Beatrix Burg. Ost. D. sólo puede ser Beatriz de Borgoña, duquesa consorte. ¿Ves?… Beatriz se casó con Fernando Altenhoffen en 1464, cuando tenía veintitrés años.
– ¿Por amor? -preguntó Julia con sonrisa indefinible, mirando la fotografía. Álvaro también sonrió brevemente, algo forzado.
– Sabes que pocos matrimonios de este género se realizaban por amor… La boda fue un intento del tío de Beatriz, Felipe el Bueno, duque de Borgoña, por estrechar la alianza con Ostenburgo frente a Francia, que intentaba anexionarse ambos ducados -miró a su vez la fotografía y se puso la pipa entre los dientes-. Fernando de Ostenburgo tuvo suerte, porque era muy bella. Al menos eso dicen los Anales borgoñones de Nicolás Flavin, el más importante cronista de la época. Tu Van Huys parece compartir esa opinión. Por lo visto ya la habían pintado antes, porque hay un documento, citado por Pijoan, según el cual Van Huys fue durante algún tiempo pintor de corte en Ostenburgo… Fernando Altenhoffen le asigna en el año 1463 una pensión de cien libras al año, pagaderas la mitad por San Juan y la otra mitad por Navidad. En el mismo documento figura el encargo de pintar el retrato de Beatriz, que entonces era todavía prometida del duque, bien au vif.