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– La dama negra -repitió ella atónita, mientras sentía, casi podía escuchar, el rumor de su mente trabajando a toda prisa.

– Sí -Muñoz se encogió de hombros-. Fue la dama negra la que mató al caballero… Signifique eso lo que signifique.

Julia se había llevado a los labios el cigarrillo, reducido a una simple brasa, y le dio una última y larga chupada que le quemó los dedos, antes de arrojarlo al suelo.

– Significa -murmuró, aún aturdida por la revelación- que Fernando Altenhoffen era inocente… -emitió una seca risa y miró, incrédula, el croquis de la partida que aún estaba sobre la mesa. Después alargó la mano y puso el dedo índice sobre la casilla c;í, el foso de la Puerta Este de la ciudadela de Ostenburgo, allí donde había sido asesinado Roger de Arras-. Significa -añadió, estremeciéndose- que fue Beatriz de Borgoña la que hizo matar al caballero.

– ¿Beatriz de Borgoña?

Asintió Julia. Aquello parecía ahora tan claro, tan evidente, que se hubiera abofeteado a sí misma por ser incapaz de descubrirlo antes. Todo estaba expuesto en la partida y en el mismo cuadro, a gritos. Van Huys lo había registrado todo cuidadosamente, hasta el menor detalle.

– No pudo ser de otra forma -dijo-… La dama negra, naturalmente: Beatriz, duquesa de Ostenburgo -vaciló, buscando las palabras-. La maldita zorra.

Y lo vio con perfecta nitidez: el pintor en su desordenado taller que olía a aceites y trementina, moviéndose entre claroscuros a la luz de velas de sebo colocadas muy cerca del cuadro. Mezclaba pigmento de cobre con resma para lograr un verde estable, que desafiase al tiempo. Después lo aplicaba despacio, en sucesivas veladuras, completando los pliegues del paño que cubría la mesa hasta cubrir la inscripción Quis necavit equitem que sólo unas semanas atrás había trazado con oropimente. Eran unos hermosos caracteres góticos y le contrariaba hacerlos desaparecer, sin duda para siempre; pero el duque Fernando tenía razón: «Es demasiado evidente, maestro Van Huys.»

Debió de ser algo así, y sin duda el anciano murmuraba entre dientes mientras manejaba el pincel, aplicando lentos trazos en la tabla cuyos colores, recién pintados al óleo, destacaban con vivísimos matices a la luz de las velas. Tal vez en aquel momento se frotó los ojos cansados y movió la cabeza. Su vista ya no era la misma desde hacía algún tiempo; los años no pasaban en balde. Le mermaban concentración, incluso, para el único placer que lograba hacerle olvidar la pintura durante los ratos de ocio invernal, cuando los días eran cortos y la luz escasa para manejar los pinceles: el juego de escaques. Una afición compartida con el llorado micer Roger, que en vida fue su protector y amigo, y que, a pesar de su calidad y posición, jamás desdeñó mancharse el jubón de pintura, visitándolo en el estudio para echar una partida entre aceites, arcillas, pinceles y cuadros a medio acabar. Capaz, como ningún otro, de alternar la lid de las piezas con largas conversaciones sobre el arte, el amor y la guerra. O con aquella extraña idea suya, tantas veces repetida y que ahora sonaba a terrible premonición: el ajedrez como juego para quienes gustan de pasear, con insolencia, por las fauces del Diablo.

El cuadro estaba terminado. Cuando era más joven, Pieter Van Huys solía acompañar la última pincelada con una breve oración, agradeciendo a Dios el feliz término de una nueva obra; pero los años le habían vuelto silenciosos los labios, al mismo tiempo que los ojos secos y los cabellos grises. Así que se limitó a hacer un leve gesto afirmativo con la cabeza, dejando el pincel en una cazuela de barro con disolvente, y se limpió los dedos en el ajado mandil de cuero. Después cogió en alto el candelabro para dar un paso atrás. Que Dios lo perdonase, pero resultaba imposible no experimentar un sentimiento de orgullo. La partida de ajedrez superaba con creces el encargo hecho por su señor el duque. Porque todo estaba allí: la vida, la belleza, el amor, la muerte, la traición. Aquella tabla era una obra de arte que le sobreviviría a él y a cuantos en ella estaban representados. Y el viejo maestro flamenco sintió en su corazón el cálido soplo de la inmortalidad.

Vio a Beatriz de Borgoña, duquesa de Ostenburgo, sentada junto a la ventana, leyendo el Poema de la rosa y el caballero, con un rayo de sol que llegaba en diagonal sobre su hombro, iluminando las páginas miniadas. Vio su mano, del color del marfil, donde la luz acababa de arrancar un reflejo en el anillo de oro, temblar levemente, como la hoja de un árbol cuando apenas sopla una suave brisa. Tal vez amaba y era desdichada, y su orgullo no pudo soportar el rechazo de aquel hombre que se atrevía a negarle lo que ni el mismo Lanzarote del Lago negó a la reina Ginebra… O quizá no había ocurrido de ese modo, sino que el ballestero mercenario vengaba el despecho tras la agonía de una vieja pasión, un último beso y una cruel despedida… Corrían las nubes por el paisaje, al fondo, en el cielo azul de Flandes, y la dama continuaba ensimismada con su libro en el regazo. No. Aquello era imposible, pues nunca Fernando Altenhoffen hubiese rendido homenaje a una traición, ni Pieter Van Huys habría volcado su arte y su saber en aquella tabla… Era preferible pensar que los ojos bajos no miraban de frente porque ocultaban una lágrima. Que el terciopelo negro era luto por el propio corazón, traspasado por la misma flecha de ballesta que había silbado junto al foso. Un corazón que se plegaba a la razón de Estado, al mensaje cifrado de su primo el duque Carlos de Borgoña: el pergamino con varios dobleces y el lacre roto que arrugó entre sus manos frías, muda de angustia, antes de quemarlo en la llama de una vela. Un mensaje confidencial, transmitido por agentes secretos. Intrigas y telas de araña tejidas en torno al ducado y a su futuro, que era el de Europa. Partido francés, partido borgoñón. Sorda guerra de cancillerías, tan despiadada como el más cruel campo de batalla: sin héroes y con verdugos que vestían encaje y cuyas armas eran el puñal, el veneno y la ballesta… La voz de la sangre, el deber reclamado por la familia, no exigía nada que después no aliviase una buena confesión. Tan sólo su presencia, a la hora y el día convenidos, en la ventana de la torre de la Puerta Este, donde cada atardecer se hacía cepillar el cabello por su camarera. La ventana bajo la que Roger de Arras paseaba cada día a la misma hora, solo, meditando su amor imposible y sus nostalgias.

Sí. Tal vez la dama negra mantenía la mirada baja, fija en el libro que estaba en su regazo, no porque leyera, sino porque lloraba. Pero también podía ser que no se atreviese a mirar de frente los ojos del pintor, que encarnaban, a fin de cuentas, la mirada lúcida de la Eternidad y de la Historia.

Vio a Fernando Altenhoffen, príncipe desdichado, cercado por los vientos del este y del oeste, en una Europa que cambiaba demasiado rápidamente para su gusto. Lo vio resignado e impotente, prisionero de sí mismo y de su siglo, golpeándose las calzas de seda con los guantes de gamuza, temblando de cólera y dolor, incapaz de castigar al asesino del único amigo que había tenido en su vida. Lo vio rememorar, apoyado en una columna de la sala cubierta de tapices y banderas, años de juventud, sueños compartidos, la admiración por el doncel que marchó a guerrear y retornó cubierto de cicatrices y de gloria. Aún resonaban en la estancia sus carcajadas, su voz serena y oportuna, sus graves apartes, sus gentiles requiebros a las damas, sus decisivos consejos, el sonido y el calor de su amistad… Pero él ya no estaba allí. Se había ido a un lugar oscuro.

«Y lo peor, maestro Van Huys, lo peor, viejo amigo, viejo pintor que lo querías casi tanto como yo, lo peor es que no hay lugar para la venganza; que ella, como yo, como él mismo, sólo es juguete de otros más poderosos: de quienes deciden, porque poseen el dinero y la fuerza, que los siglos han de borrar Ostenburgo de los mapas que trazan los cartógrafos… No tengo una cabeza que cortar sobre la tumba de mi amigo; y aunque así fuese, no podría. Ella sólo sabía, y calló. Lo mató con su silencio, dejándolo acudir, como cada atardecer -yo también pago buenos espías- al foso de la Puerta Este, atraído por el mudo canto de sirena que empuja a los hombres a darse de boca con su destino. Ese destino que parece dormido, o ciego, hasta que un día abre los ojos y nos mira.

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