– ¿Llevarme a Max?… No, gracias. Prefiero arruinarme sola.
– No empieces con lo mismo, guapita. No seas pesada -el semáforo cambiaba a verde y Menchu puso una marcha, acelerando-. Sabes perfectamente que no me refería a él… Además, es un cielo.
– Un cielo que te chupa la sangre.
– No sólo la sangre.
– Haz el favor de no ser ordinaria.
– Ya salió sor Julia del Santísimo Sacramento.
– A mucha honra.
– Mira. Max será lo que quieras, pero también es tan guapo que me pongo mala cada vez que lo miro. Como la Butterfly esa con su Corto Maltés, cof, cof, entre tos y tos… ¿O era Armando Duval? -insultó a un peatón que cruzaba e hizo deslizarse el Fiat, con indignados bocinazos, por el reducido espacio que quedaba entre un taxi y un humeante autobús-. Pero, hablando en serio, no me parece prudente que sigas viviendo sola… ¿Y si hay un asesino de verdad, que decide meterse ahora contigo?
Julia encogió los hombros, malhumorada.
– ¿Y qué quieres que haga?
– Pues no sé, mujer. Irte a vivir con alguien. Si quieres, hago un sacrificio: despacho a Max, y te vienes conmigo.
– ¿Y el cuadro?
– Lo traes, y sigues trabajando en mi casa. Me aprovisiono bien de conservas, coca, vídeos cochinos y bebidas alcohólicas, y nos atrincheramos allí las dos, como en Fort Apache, hasta que nos libremos del cuadro. Por cierto, dos cosas. Primera: he concertado una ampliación del seguro, por si las moscas…
– ¿De qué moscas hablas? El Van Huys lo tengo a buen recaudo, en casa, bajo siete llaves. La instalación de seguridad me costó una fortuna, acuérdate. Aquello es como el Banco de España, pero en pobre.
– Nunca se sabe -empezaba a llover en serio, y Menchu puso en marcha el limpiaparabrisas-… Lo segundo es que no le digas a don Manuel ni una palabra de todo esto.
– ¿Por qué?
– Pareces boba, hija. Es justo lo que necesita la sobrinita Lola para estropearme el negocio.
– Nadie ha relacionado todavía el cuadro con Álvaro.
– Y que Dios te oiga. Pero la policía tiene muy poco tacto, y pueden haberse puesto en contacto con mi cliente. O con la zorra de su sobrina… En fin. Esto se complica una barbaridad. Tentada estoy de transferirle el problema a Claymore, cobrar mi comisión y punto.
La lluvia en los cristales hacía desfilar una sucesión de imágenes desenfocadas y grises, creando un paisaje irreal en torno al automóvil. Julia miró a su amiga.
– Por cierto -dijo-. Esta noche ceno con Montegrifo.
– Qué me dices.
– Como lo oyes. Está interesadísimo en hablar conmigo de negocios.
– ¿Negocios?… De paso, querrá jugar a papás y mamás.
– Telefonearé para contártelo.
– No pegaré ojo hasta entonces. Porque ése también se ha olido algo. Te apuesto la virginidad de mis tres próximas reencarnaciones.
– Te he dicho que no seas ordinaria.
– Y tú no me traciones, monina. Soy tu amiga, recuerda. Tu amiga íntima.
– Fíate y no corras.
– Te apuñalo, oye. Como a la Carmen de Merimée.
– Vale. Pero te has saltado un semáforo en rojo. Y como el coche es mío, después las multas me toca pagarlas a mí.
Miró por el retrovisor, viendo otro coche, un Ford azul de cristales oscuros, que pasaba tras ellas a pesar de estar cerrado el semáforo, aunque un instante después desapareció, girando a la derecha. Creía recordar el mismo coche aparcado al otro lado de la calle, también en doble fila, cuando salió de la agencia de mensajeros. Pero resultaba difícil saberlo, con todo aquel tráfico, y la lluvia.
Paco Montegrifo era de esos tipos que dejan los calcetines negros para chóferes y camareros y se deciden, desde que tienen uso de razón, por los de color azul marino muy oscuro. Vestía de un gris también oscuro e impecable, y el corte de su traje a medida, con el primer botón cuidadosamente desabrochado en cada uno de los puños de la chaqueta, parecía extraído de las páginas de una revista de alta moda masculina. Camisa de cuello Windsor, corbata de seda y un pañuelo que asomaba discretamente por el bolsillo superior, definían su apariencia perfecta cuando se levantó de una butaca del vestíbulo y fue al encuentro de Julia.
– Válgame Dios -dijo mientras le estrechaba la mano; una blanca sonrisa resplandecía en agradable contraste con su piel tostada-. Está usted deliciosamente guapa.
Aquella introducción marcó el tono de la primera parte. Él admiró sin reservas el vestido de terciopelo negro, ceñido, que vestía Julia, y después tomaron asiento en una mesa reservada junto al ventanal desde el que podían contemplar una panorámica nocturna del Palacio Real. A partir de ese momento, Montegrifo desplegó una adecuada panoplia de miradas no impertinentes pero sí intensas, y sonrisas seductoras. Tras el aperitivo, y mientras un camarero preparaba los entremeses, el director de Claymore pasó a emitir breves preguntas como oportuno pie a inteligentes respuestas que escuchaba, los dedos cruzados bajo la barbilla y la boca entreabierta, con expresión gratamente absorta que, de paso, le permitía lanzar destellos con la luz de las velas reflejada en su dentadura.
La única referencia al Van Huys antes de los postres consistió en la cuidadosa elección por parte de Montegrifo de un Borgoña blanco para acompañar el pescado. En honor del arte, dijo con gesto vagamente cómplice, y eso le dio ocasión de iniciar una breve charla sobre los vinos franceses.
– Es una cuestión -explicó mientras los camareros seguían afanándose en torno a la mesa- que evoluciona curiosamente con la edad… Al principio uno se siente acérrimo partidario del Borgoña tinto o blanco: el mejor compañero hasta que se cumplen treinta y cinco años… Pero después, y sin renegar del Borgoña, hay que pasarse al Burdeos: un vino para adultos, serio y apacible. Sólo a partir de los cuarenta se es capaz de sacrificar una fortuna por una caja de Petrus o de Chateau d’Yquem.
Probó el vino, mostrando su aprobación con un movimiento de cejas, y Julia supo apreciar la exhibición en lo que valía, dispuesta a seguir el juego con naturalidad. Hasta disfrutó de la cena y la banal conversación, decidiendo que, en otras circunstancias, Montegrifo habría sido una agradable compañía con su voz grave, aquellas manos bronceadas y el discreto aroma a agua de colonia, cuero fino y buen tabaco. Incluso a pesar de su costumbre de acariciarse la ceja derecha con el dedo índice y mirar de soslayo, de vez en cuando, su propia imagen reflejada en el cristal de la ventana.
Siguieron hablando de cualquier cosa menos del cuadro, incluso después de terminar ella su rodaja de salmón a la Royale y de ocuparse él, utilizando exclusivamente el tenedor de plata, de su lubina Sabatini. Un auténtico caballero, explicó Montegrifo con una sonrisa que le restaba solemnidad al comentario, no recurría jamás a la pala del pescado.
– ¿Y cómo quita las espinas? -se interesó Julia.
El subastador sostuvo su mirada, imperturbable.
– Nunca voy a restaurantes donde sirven el pescado con espinas.
A los postres, ante una taza de café que pidió, como ella, solo y muy fuerte, Montegrifo sacó una pitillera de plata y escogió cuidadosamente un cigarrillo inglés. Después miró a Julia como se mira a alguien que es objeto de toda nuestra solicitud, antes de inclinarse hacia ella.
– Quiero que trabaje para mí -dijo en voz baja, como si temiera que alguien pudiese oírlo desde el Palacio Real.
Julia, que se llevaba a los labios uno de sus cigarrillos sin filtro, miró los ojos castaños del subastador mientras éste le ofrecía fuego.
– ¿Por qué? -se limitó a preguntar, con el mismo aparente desinterés que si se estuviesen refiriendo a una tercera persona.
– Hay varias razones -Montegrifo había colocado el encendedor de oro sobre la pitillera y rectificaba su posición hasta dejarlo justo en el centro de ésta-. La principal es que mis referencias sobre usted son muy buenas.