– ¿Quiere decir que es posible jugar hacia atrás, hasta el principio, la partida de ajedrez que hay pintada en el cuadro?
Muñoz hizo uno de aquellos gestos suyos que no comprometían a nada.
– No sé si hasta el principio… Pero supongo que podremos reconstruir unas cuantas jugadas -miró el cuadro, como si acabase de verlo bajo una nueva luz, y luego se dirigió a César-. Imagino que eso es exactamente lo que pretendía el pintor.
– Es usted quien debe averiguarlo -respondió el anticuario-. La perversa pregunta es quién se comió un caballo.
– El caballo blanco -puntualizó Muñoz-. Sólo hay uno fuera del tablero.
– Elemental -dijo César, y añadió, con una sonrisa-. Querido Watson.
El ajedrecista ignoró la broma o no quiso darse por enterado; el humor no parecía ser uno de sus rasgos. Julia se acercó al sofá, sentándose junto al anticuario, fascinada como una chiquilla ante un excitante espectáculo. Muñoz ya había terminado el croquis y se lo mostraba.
– Esta -explicó- es la posición representada en el cuadro:
Como ven, he asignado unas coordenadas a cada una de las casillas, para facilitarles la localización de las piezas. Visto así, desde la perspectiva del jugador de la derecha…
– Roger de Arras -apuntó Julia.
– Roger de Arras o como se llame. El caso es que, visto el tablero desde esa posición, numeramos del uno al ocho las casillas en profundidad, y le adjudicamos una letra, de la A a la H, a las casillas en horizontal -las indicó con el lápiz-. Hay otras clasificaciones más técnicas, pero tal vez se perderían.
– ¿Cada signo corresponde a una pieza?
– Sí. Son signos convencionales, unos negros y otros blancos. Aquí debajo he anotado la identificación de cada uno:
De esa forma, aunque se tengan escasos conocimientos de ajedrez, es fácil comprobar que el rey negro, por ejemplo, está en la casilla A-4. Y que en F-1, por ejemplo, hay un alfil blanco…
¿Comprende?
– Perfectamente.
Muñoz les mostró otros signos que había dibujado a continuación.
– Hasta ahora nos hemos ocupado de las piezas que hay dentro del tablero; pero para analizar la partida es imprescindible saber las que están fuera. Las ya comidas -miró el cuadro-. ¿Cómo se llama el jugador de la izquierda?
– Fernando de Ostenburgo.
– Pues don Fernando de Ostenburgo, que juega con negras, le ha comido a su adversario las siguientes piezas blancas:
Es decir: un alfil, un caballo y dos peones. Por su parte, el tal Roger de Arras le ha comido estas piezas a su contrincante:
– … Que suman cuatro peones, una torre y un alfil -Muñoz se quedó pensativo mirando el croquis-. Vista así la partida, el jugador blanco le lleva ventaja a su oponente: torre, peones, etcétera. Pero, si he entendido bien, esa no es la cuestión, sino quién se comió el caballo. Evidentemente una de las piezas negras, lo que suena a perogrullada; pero aquí hay que ir paso a paso, desde el principio -miró a César y a Julia como si aquello requiriese una disculpa-. No hay nada más engañoso que un hecho obvio. Ese es un principio lógico aplicable al ajedrez: lo que parece evidente no siempre resulta ser lo que de verdad ha ocurrido o está a punto de ocurrir… Resumiendo: esto significa que hemos de averiguar cuál de las piezas negras que están dentro o fuera del tablero, se comió al caballo blanco.
– O quién mató al caballero -matizó Julia.
Muñoz hizo un gesto evasivo.
– Eso ya no es cosa mía, señorita.
– Puede llamarme Julia.
– Pues no es cosa mía, Julia… -observó el papel que contenía el croquis como si en él tuviese apuntado el guión de una charla de la que hubiera perdido el hilo-. Creo que me han hecho venir para que les diga qué pieza se comió al caballo. Si en esa averiguación ustedes dos sacan conclusiones o descifran un jeroglífico, estupendo -los miró con más firmeza, lo que ocurría a menudo al final de una parrafada técnica, como si extrajera dosis de aplomo de sus conocimientos-. En todo caso, es algo de lo que deben ocuparse ustedes. Yo estoy de visita. Sólo soy un jugador de ajedrez.
César lo encontró razonable.
– No veo inconveniente -el anticuario miró a Julia-. Él da los pasos y nosotros los interpretamos… Trabajo en equipo, querida.
Ella encendió otro cigarrillo, asintiendo mientras aspiraba el humo, demasiado interesada para detenerse en detalles de forma. Puso su mano sobre la de César, notando el latido suave y regular del pulso bajo la piel de su muñeca. Después cruzó las piernas sobre el sofá.
– ¿Cuánto tardaremos en resolverlo?
El ajedrecista se rascó el mentón mal afeitado.
– No sé. Media hora, una semana… Depende.
– ¿De qué?
– De muchas cosas. De lo que sea capaz de concentrarme. También de la suerte.
– ¿Puede empezar ahora mismo?
– Claro que sí. Ya he empezado.
– Pues adelante.
Pero en aquel momento sonó el teléfono, y la partida de ajedrez tuvo que ser aplazada.
Mucho más tarde, Julia afirmó haber presentido de qué se trataba; pero ella misma reconoció que esas cosas es fácil afirmarlas a posteriori. También llegó a decir que en aquel instante tomó conciencia del modo tan terrible en que se estaba complicando todo. En realidad, como supo pronto, las complicaciones habían empezado mucho antes, anudándose de forma irreversible; aunque hasta entonces no llegaron a salir a la luz en su aspecto más desagradable. En rigor se podía decir que comenzaron en 1469, cuando aquel ballestero mercenario, oscuro peón cuyo nombre jamás retuvo la posteridad, tensó la cuerda engrasada de su arma antes de apostarse junto al foso del castillo de Ostenburgo a esperar, con paciencia de cazador, el paso del hombre por cuya piel sonaba, en su bolsa, un tintineo de oro.
Al principio el policía no resultó excesivamente desagradable, dadas las circunstancias y dado que era policía; aunque el hecho de pertenecer al Grupo de Investigación de Arte no parecía distinguirlo demasiado de sus compañeros de oficio. Como mucho, la relación profesional con el mundo en el que desempeñaba su trabajo le había dejado, tal vez, cierta afectación en la forma de decir buenos días o tome asiento, y en el criterio a la hora de anudarse la corbata. También hablaba despacio, sin agobiar en exceso, y asentía a menudo con la cabeza sin venir a cuento, aunque Julia no logró averiguar si ese tic se debía a una actitud profesional destinada a inspirar confianza en sus interlocutores, o al deseo de fingir encontrarse al cabo de la calle. Por lo demás era bajo y grueso, vestía de marrón y llevaba un curioso bigote mejicano. En cuanto al arte en sí, el inspector jefe Feijoo se consideraba, modestamente, un aficionado: coleccionaba navajas antiguas.
Todo eso lo averiguó Julia en un despacho de la comisaría del Paseo del Prado, en los cinco minutos que siguieron a la narración, por parte de Feijoo, de algunos detalles macabros sobre la muerte de Álvaro. Que el profesor Ortega hubiese aparecido en su bañera con el cráneo fracturado al resbalar mientras tomaba una ducha, era bastante lamentable. Tal vez por eso el inspector parecía estar pasando tan mal rato como Julia mientras narraba las circunstancias en que el cadáver había sido descubierto por la mujer de la limpieza. Pero lo penoso del asunto -y aquí Feijoo buscó las palabras antes de mirar compungido a la joven, como si la invitase a considerar la triste condición humana- era que el examen forense revelaba ciertos inquietantes detalles: era imposible determinar con exactitud si la muerte había sido accidental o provocada. Dicho en otras palabras, cabía la posibilidad -el inspector repitió dos veces posibilidad- de que la fractura de la base del cráneo hubiera sido causada por el impacto de otro objeto sólido que nada tuviese que ver con la bañera.