El hombre levantó el hachón para mostrar las cabezas negras de las cabras, los hocicos blancuzcos de las ovejas, los lomos secos y escurridos de unas, las redondas y felpudas grupas de otras, y dijo, {éste es mi rebaño, procura no perder ni uno solo de estos animales.
Sentados a la boca de la cueva, bajo la luz inestable de la antorcha, Jesús y el pastor comieron del queso y del pan duro que llevaba en las alforjas. Luego el pastor fue adentro y trajo el palo nuevo, el que tenía aún la corteza. Encendió una hoguera y, en poco tiempo, moviendo hábilmente el palo entre las llamas, le fue quemando la corteza hasta hacerla saltar en largas tiras, después alisó toscamente los nudos. Lo dejó enfriar un poco y volvió a meterlo en la lumbre, ahora moviéndolo más deprisa, sin dar tiempo a que las llamas lo quemasen, oscureciendo de este modo y fortaleciendo la epidermis de la madera, como si sobre la joven vara se hubiesen anticipado los años.
Cuando llegó al final de su trabajo, dijo, Aquí tienes, fuerte y derecho, tu cayado de pastor, es tu tercer brazo.
Pese a no ser de manos delicadas, Jesús tuvo que soltar el palo, que cayó al suelo, tan caliente estaba.
Cómo lo puede aguantar él, pensó, y no encontró respuesta. Cuando nació la luna, entraron en la cueva para dormir. Unas pocas ovejas y cabras entraron también y se acostaron al lado de ellos.
Alboreaba el primer lucero de la mañana cuando el pastor sacudió a Jesús, diciéndole, Levántate, basta ya de dormir, el ganado está hambriento, de aquí en adelante tu trabajo será llevarlo a los pastos, nunca en tu vida harás nada más importante. Lentamente, porque la marcha iba regulada por el paso trabado y menudo del rebaño, yendo el pastor delante y el ayudante detrás, se fueron todos, humanos y animales, en una fresca y transparente madrugada que parecía no tener prisa de hacer nacer el sol, celosa de una claridad que era como la de un mundo recién comenzado.
Mucho más tarde, una mujer mayor, que apenas podía andar ayudándose de un bordón como una tercera pierna, vino de las escondidas casas de Belén y entró en la caverna. No se quedó muy sorprendida al no hallar allí a Jesús, probablemente ya nada tendrían que decirse el uno al otro. En la media oscuridad habitual de la cueva brillaba la almendra luminosa del candil que el pastor había cargado nuevamente de aceite.
Dentro de cuatro años Jesús encontrará a Dios. Al hacer esta inesperada revelación, quizá prematura a la luz de las reglas del buen narrar antes mencionadas, lo que se pretende es tan sólo disponer convenientemente al lector de este evangelio a dejarse entretener con algunos vulgares episodios de la vida pastoril, aunque estos, lo adelantamos ya para que tenga disculpa quien sienta la tentación de saltárselos, nada sustancial aportan a la materia principal. No obstante, cuatro años siempre son cuatro años, sobre todo en una edad de tan grandes mudanzas físicas y mentales, ellas son el cuerpo que crece de esta desatinada manera, ellas son la barba que empieza a sombrear una piel ya de sí morena, ellas son la voz que se vuelve profunda y gruesa como una piedra rodando por la falda de una montaña, ellas son la tendencia al devaneo y al soñar despierto, cosas siempre censurables, especialmente cuando hay deberes de vigilancia que cumplir, es el caso de los centinelas en cuarteles, castillos y campamentos, por ejemplo, o, por no salirnos de la historia, de este novel ayudante de pastor a quien fue dicho que no podía perder de vista las cabras y ovejas del patrón. Que, a decir verdad, no se sabe quién es.
Pastorear, en este tiempo y en estos lugares, es trabjo para siervo o esclavo torpe, obligado, bajo pena de castigo, a dar constante y puntual cuenta de la leche, del queso y de la lana, sin hablar ya del número de cabezas de ganado, que siempre deberá estar en aumento, para que puedan decir los vecinos que los ojos del Señor contemplan con benignidad al piadoso propietario de bienes tan profusos, el cual, si quiere estar conforme con las reglas del mundo, más deberá fiarse de la benevolencia del Señor que de la fuerza genesíaca de los cubridores de su rebaño. Extraño es, sin embargo, que Pastor, que así quiso él que lo llamáramos, no parezca tener amo que lo gobierne, pues en estos cuatro años no vendrá nadie al desierto a recoger la lana, la leche o el queso, ni el mayoral dejará el ganado para ir a dar cuenta de su obligación. Todo estaría bien si el pastor fuese, en el sentido conocido y acostumbrado de la palabra, el dueño de estas cabras y de estas ovejas, pero es muy difícil creer que realmente lo sea quien, como él, desperdicia cantidades de lana que superan todo lo imaginable y, por lo visto, sólo trasquila para que no se ahoguen de calor las ovejas, o quien aprovecha la leche, si la aprovecha, sólo para fabricar el queso de cada día y cambiar la que sobra por higos, támaras y pan, o quien, finalmente, enigma de los enigmas, no vende cordero o cabrito de su rebaño, ni siquiera en tiempos de Pascua, cuando, por el aumento de la demanda, alcanzan muy buen precio. No es de admirar, pues, que el rebaño crezca y crezca sin parar, como si, con el entusiasmo de quien sabe garantizada una duración justa de vida, cumpliese aquella famosa orden que el Señor dio, quizá poco seguro de la eficacia de los dulces instintos naturales, Creced y multiplicaos. En esta grey insólita y vagabunda se muere de vejez y es el propio Pastor, en persona, quien, serenamente, ayuda a morir, matándolos, a los animales que por dolencia o senilidad ya no pueden acompañar al rebaño.
Jesús, la primera vez que tal cosa aconteció después de que empezase a trabajar para el pastor, protestó contra aquella fría crueldad, pero él respondió simplemente, O los mato, como siempre he hecho, o los dejo abandonados para que mueran solos por estos desiertos, o retengo el rebaño y me quedo aquí a la espera de que mueran, sabiendo que si tardan días en morir, se acabarán los pastos, que no son suficientes para los que todavía están vivos, dime cómo procederías tú si estuvieses en mi lugar y si, como yo, fueses señor de la vida y de la muerte de tu rebaño. Jesús no supo qué responder y, para cambiar de tema, preguntó, Si no vendes la lana, si tenemos más leche y más queso de lo que necesitamos para vivir, si no haces comercio de corderos y cabritos, para qué quieres el rebaño y lo dejas crecer así, hasta el punto de que un día, si continúas, acabará cubriendo todos estos montes, llenando la tierra entera, y Pastor respondió, El rebaño estaba aquí, alguien tenía que cuidar de él y defenderlo de la codicia ajena, y me tocó a mí, Aquí, dónde, Aquí, allí, en todas partes, Quieres decir, si no me engaño, que el rebaño siempre estuvo, siempre fue, Más o menos, Fuiste tú quien compró la primera oveja y la primera cabra, No, Quién fue, Las encontré, no sé si fueron compradas, y ya eran rebaño cuando las encontré, Te las dieron, Nadie me las dio, las encontré, me encontraron ellas, Entonces, eres el dueño, No soy el dueño, nada de lo que existe en el mundo me pertenece, Porque todo pertenece al Señor, debías saberlo, Tú lo dices, Cuánto tiempo hace que eres pastor, Ya lo era cuando naciste tú, Desde cuándo, No lo sé, tal vez cincuenta veces la edad que tienes, Sólo los patriarcas de antes del diluvio vivieron tantos años o más, ningún hombre de los de ahora puede esperar tan larga vida, Lo sé muy bien, Si lo sabes, pero insistes en que has vivido todo ese tiempo, admitirás que yo piense que no eres hombre, Lo admito. Aunque Jesús, que tan bien encaminado venía en el orden y secuencia del interrogatorio, como si en la cartilla socrática hubiese aprendido las artes de la mayéutica analítica, aunque Jesús preguntase, qué eres, entonces, ya que hombre no eres, es muy probable que Pastor condescendiese a responderle con aire de quien no quiere dar extrema importancia al asunto, Soy un ángel, pero no se lo digas a nadie. Ocurre esto muchas veces, no hacemos las preguntas porque aún no estábamos preparados para oír las respuestas, o, simplemente, por tener miedo de ellas. Y, cuando encontramos valor suficiente para hacerlas, es frecuente que no nos respondan, como hará Jesús cuando un día le pregunten, Qué es la verdad.