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Diremos que si Ricardo Reis se quedó tan profundamente dormido es porque apenas lo había hecho por la noche, diremos que son falacias de mentirosa profundidad espiritual aquellas permutables fascinaciones y tentaciones de inmovilidad y mudez consecuente, diremos que esto no es una historia de dioses y que familiarmente podríamos haberle dicho a Ricardo Reis, antes de que se quedara dormido como vulgar humano, Tu mal es el sueño. Pero hay una hoja de papel sobre la mesa, y en ella ha sido escrito A los dioses pido sólo que me concedan el no pedirles nada, existe, pues, este papel, las palabras existen dos veces, cada una por sí misma y habiéndose encontrado en este orden pueden ser leídas y tienen un sentido, es igual, para el caso, que haya o no haya dioses, que se haya dormido o no quien las escribió, quizá las cosas no son tan sencillas como en principio estábamos inclinados a mostrar. Cuando Ricardo Reis despierta, hay noche en su cuarto. El último rayo de luz que llega de fuera se rompe en los cristales empañados, en el tamiz de los visillos, una de las ventanas tiene la cortina corrida, y por eso se cerró la oscuridad. El hotel está en silencio absoluto, es el palacio de la Bella Durmiente, en el que ya la Bella se ha retirado o nunca estuvo, y todos durmiendo, Salvador, Pimenta, los camareros gallegos, el maître, los huéspedes, el paje renacentista, parado el reloj del descansillo, de repente suena lejano el timbre de la entrada, debe de ser el príncipe que viene a besar a la Bella, llega tarde, pobrecillo, tan alegre que venía y tan triste que me voy, la señora vizcondesa me lo había prometido, pero prometió en falso. Es un cuento infantil, que aflora de la memoria subterránea, se mueven unos niños de niebla en el fondo de un jardín invernal, y cantan con sus voces agudas pero tristes, avanzan y retroceden con pasos solemnes, ensayando así la pavana para los infantes difuntos que no tardarán en ser cuando crezcan. Ricardo Reis aparta la manta, se enfada consigo mismo por haberse quedado dormido sin desnudarse, no es hábito suyo el condescender con tales negligencias, siempre siguió sus reglas de comportamiento, su disciplina, ni el trópico de Capricornio, tan emoliente, logró embotar, en dieciséis años, el filo riguroso de sus modales y de sus odas, hasta el punto de que podríamos afirmar que siempre procura estar como si siempre lo estuvieran observando los dioses. Se levanta de la butaca, va a encender la luz y, como si fuera de mañana y despertara de un sueño nocturno, se mira en el espejo, se palpa la cara, tal vez debiera afeitarse para la cena, al menos sí se cambiará de ropa, no va a presentarse así en el comedor, desaliñado, con las ropas arrugadas. Es excesivo su escrúpulo, parece que no ha observado aún cómo visten los vulgares habitantes de la ciudad, chaquetas como sacos, pantalones con rodilleras que abultan como papadas, corbatas de nudo permanente que se calzan y descalzan por la cabeza, camisas mal cortadas, arrugas, pliegues, son los efectos de la edad. Y los zapatos los hacen largos de trompa para que fácilmente pueda ejercitarse el juego de los dedos, aunque el resultado final de esta providencia acabe por anular la intención, porque ésta debe de ser la ciudad del mundo donde con mayor abundancia florecen callos y durezas, juanetes y ojos de gallo, sin hablar de los uñeros, enigma pedicular complejo que requeriría una investigación particular y que queda aquí, expuesto a la pública curiosidad. Decide que no va a afeitarse, pero se pone una camisa limpia, elige una corbata de acuerdo con el color del traje, ante el espejo se alisa el pelo apurando la raya. Se decide a bajar, aunque la hora de la cena está aún lejos. Pero antes de salir relee lo escrito, sin tocar el papel, diríamos que impaciente, como si estuviera enterándose de un recado dejado por alguien por quien no sintiera demasiado afecto o que lo irritara más de lo que es normal y disculpable. Este Ricardo Reis no es el poeta, sólo un huésped de hotel que, al salir del cuarto, encuentra una hoja de papel con verso y medio escritos, quién me habrá dejado esto aquí, desde luego la criada no fue, no fue Lidia, ésta o la otra, qué pesadez, ahora que está empezado voy a tener que terminarlo, qué fatalidad, Es que la gente nunca se da cuenta de que quien acaba una cosa nunca es aquel que la empezó aunque ambos tengan nombre igual, que es sólo eso lo que se mantiene constante, nada más.

El gerente Salvador estaba en su puesto, erguido, enarbolando perenne su sonrisa, Ricardo Reis le saludó, siguió adelante. Salvador fue tras él, quiso saber si el señor doctor quería tomar algo antes de la cena, un aperitivo, No, gracias, nunca este hábito dominó a Ricardo Reis, aunque quizá con el tiempo ceda a él, primero el gusto, luego la necesidad, no ahora. Salvador se quedó un minuto entre puerta y puerta, por ver si el huésped cambiaba de opinión o expresaba otro deseo, pero Ricardo Reis ya había abierto un periódico, había pasado todo aquel día ignorante de lo que ocurría en el mundo, no es que por inclinación fuera lector asiduo, al contrario, le fatigaban las páginas grandes y el derroche de prosa, pero aquí, y no teniendo más que hacer, y para escapar de la solicitud de Salvador, el periódico, por el hecho de hablar del mundo general, le serviría de barrera contra ese otro mundo próximo y asediante, podían las noticias de aquél ser leídas como remotos e inconsecuentes mensajes, en cuya eficacia no hay muchos motivos para creer porque ni siquiera tenemos la certeza de que lleguen a su destino, Dimisión del gobierno español, aprobada la disolución de las Cortes, una, El Negus, en un telegrama a la Sociedad de Naciones, dice que los italianos emplean gases asfixiantes, otra, son así los periódicos, sólo saben hablar de lo que aconteció, casi siempre cuando ya es demasiado tarde para enmendar errores, peligros y faltas, buen periódico sería aquel que en el día uno de enero de mil novecientos catorce hubiera anunciado que estallaría la guerra el veinticuatro de julio, dispondríamos entonces de casi siete meses para conjurar la amenaza, quién sabe si no podríamos llegar a tiempo, y mejor sería aún que apareciera publicada la lista de los que iban a morir, millones de hombres y mujeres leyendo en el diario de la mañana, con el café con leche, la noticia de su propia muerte, un destino marcado y por cumplir, día, hora y lugar, el nombre entero, qué harían cuando supieran que los iban a matar, qué haría Fernando Pessoa si pudiera leer, dos meses antes, El autor de Mensagem morirá el día treinta de noviembre próximo, de cólico hepático, quizá fuera al médico y dejara de beber, tal vez dejara de lado lo de la consulta y empezara a beber el doble, para poder morir antes. Ricardo Reis baja el periódico, se mira en el espejo, superficie dos veces engañadora porque reproduce un espacio profundo y lo niega mostrándolo como una mera proyección, donde verdaderamente nada acontece, sólo el fantasma exterior y mudo de las personas y las cosas, árbol que hacia el lago se inclina, rostro que en él se busca, sin que las imágenes de árbol y rostro lo perturben, lo alteren, le toquen siquiera. El espejo, éste y todos, porque siempre devuelve una apariencia, está protegido contra el hombre, ante él no somos más que estar o haber estado, como alguien que antes de partir para la guerra de mil novecientos catorce se admiró en el uniforme que vestía más que de verse a sí mismo, sin saber que en este espejo no volverá a mirarse, también esto es vanidad, lo que no tiene duración. Así es el espejo, soporta, pero, si puede, rechaza. Ricardo Reis desvió los ojos, cambia de lugar, va, rechazador él, o rechazado, a volverle la espalda. Quizá rechazador porque el espejo lo es también.

Dio las ocho el reloj del descansillo, y apenas se había acabado el último eco, resonó débilmente el gong invisible, sólo desde aquí cerca puede oírse, seguro que los huéspedes de los pisos altos ni se enteran, pero hay que contar con el peso de la tradición, no va a ser sólo fingir trenzados de mimbre en botellas cuando ya no se usa el mimbre. Ricardo Reis dobla el periódico, sube al cuarto a lavarse las manos, a enmendar su aspecto, vuelve luego, se sienta a la mesa donde por primera vez comió, y espera. Quien lo viese, quien siguiese sus pasos, así tan dispuesto, creería que hay allí mucho apetito o que era mucha la prisa, que habría comido tarde y mal o que tiene una entrada para el teatro. Ahora bien, nosotros sabemos que almorzó tarde, de haber comido poco no le oímos quejarse, y que no va al teatro, ni al cine irá, y con un tiempo así, tendente a empeorar, sólo a un loco o a un excéntrico se le ocurriría ir a dar una vuelta por las calles de la ciudad. Ricardo Reis es sólo un compositor de odas, no un excéntrico, y menos aún un loco, y menos aún de esta aldea, Qué prisa será, pues, esta que me ha dado, si sólo ahora empieza a llegar la gente al comedor, el flaco aquel de luto, el gordo pacífico y de buena digestión, o esos a quienes no vi anoche, faltan los chiquillos mudos y sus padres, estarían de paso, a partir de mañana no vendré a sentarme antes de las ocho y media, llegaré muy a punto, aquí estoy yo, ridículo, hecho un provinciano llegado a la capital y que por primera vez se aloja en un hotel. Tomó su sopa lentamente, removiendo mucho con la cuchara, luego, dispersó el pescado en el plato y comiscó un poquito, la verdad es que no tenía hambre, y cuando el camarero estaba sirviéndole el segundo plato vio entrar a tres hombres a quienes el maître condujo hasta la mesa donde, el día anterior, habían cenado la muchacha de la mano paralizada y su padre, Luego no están aquí, se han ido, pensó, O cenarán fuera, sólo entonces admitió lo que ya sabía pero había fingido no saber, que había estado registrando las entradas de los huéspedes, como quien no quiere la cosa, disimulando consigo mismo, es decir que había bajado temprano para ver a la muchacha, Por qué, y hasta esta pregunta era fingimiento, en primer lugar, porque ciertas preguntas se hacen sólo para hacer más explícita la ausencia de respuesta, en segundo lugar porque es simultáneamente verdadera y falsa esa otra respuesta posible y oblicua de que hay motivo bastante de interés, sin más profundas o laterales razones, en una muchacha que tiene la mano izquierda paralizada y la acaricia como si fuera un animalito de compañía, aunque no le sirva para nada, o quizá por eso mismo. Abrevió la cena, pidió que le sirvieran el café, Y un coñac, en la sala de estar, una manera de matar el tiempo mientras no pudiese, ahora sí, conscientemente decidido, preguntar al gerente Salvador quién era aquella gente, padre e hija, Sabe que me parece haberlos visto en algún sitio, quizá en Río de Janeiro, en Portugal no, claro está, porque entonces la joven sería una chiquilla de pocos años, teje y enreda Ricardo Reis esta malla de aproximaciones, tanta investigación para resultado tan escaso. Mientras Salvador atiende a otros huéspedes, uno que se va mañana temprano y quiere la cuenta, otro que se queja de no poder dormir con el traqueteo de una persiana cuando da el viento, a todos atiende Salvador con sus modales delicados, el diente sucio, el bigote fofo. El hombre magro y enlutado entró en la sala de estar para consultar un periódico, y no tardó en salir, el gordo apareció en la puerta, mordiendo un palillo, vaciló ante la mirada fría de Ricardo Reis y se retiró, con los hombros hundidos, porque le había faltado valor para entrar, hay renuncias así, momentos de extrema debilidad moral que un hombre no podría explicar, sobre todo a sí mismo.

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