Puntual, cuando aún resonaba la última campanada de las ocho en el reloj de caja alta que adornaba el descansillo de recepción, Ricardo Reis bajó al comedor. El gerente Salvador sonrió, alzando el bigote sobre los dientes poco limpios, y corrió a abrirle la puerta doble de paneles de cristal, monogramados con una H y una B entrelazadas con curvas y contracurvas, apéndices y prolongaciones vegetales, con reminiscencias de acantos, palmas, follajes enrollados, dignificando así las artes aplicadas al trivial oficio hotelero. El maître le salió al camino, no había otros huéspedes en la sala, sólo dos camareros acabando de poner las mesas, se oían rumores de copas tras otra puerta monogramada, por allí entrarían pronto las soperas, los platos cubiertos, las fuentes. El mobiliario es lo que suele ser, quien ha visto uno de estos comedores, los vio todos, a no ser que se trate de un hotel de lujo, y no es éste el caso, unas luces débiles en el techo y en las paredes, unos percheros, manteles en las mesas, blanquísimos, es el orgullo de la gerencia, curados con lejía en la lavandería, si no en la lavandería de Caneças, que no usa más que jabón y sol, con tanta lluvia, desde hace tantos días, ha de tener trabajo atrasado. Se sentó Ricardo Reis, el maître le dice lo que hay para comer, sopa, pescado, carne, salvo si el señor doctor está a régimen, es decir, otra carne, otro pescado, otra sopa, yo le aconsejaría, para empezar a habituarse a esta nueva alimentación, recién llegado del trópico después de una ausencia de dieciséis años, hasta esto saben ya en el comedor y en la cocina. La puerta que da a recepción fue entretanto empujada, entró un matrimonio con dos hijos, niño y niña, color de cera ellos, sanguíneos los padres, pero todos legítimos por las apariencias, el jefe de familia al frente, guía de la tribu, la madre guardando a los chiquillos, que van en medio. Después apareció un hombre gordo, pesado, con una cadena de oro atravesándole el estómago, de bolsillo a bolsillo del chaleco, y luego otro hombre, flaquísimo, de corbata negra y luto en la manga, nadie más entró durante este cuarto de hora, se oyen los cubiertos rozando los platos, el padre de los chiquillos, imperioso, golpea el vaso con el cuchillo llamando al camarero, el hombre flaco, ofendido en su luto y educación, lo mira severamente, el gordo mastica, plácido. Ricardo Reis contempla la sopera de caldo de gallina, acabó por preferir la dieta, obedeció la sugerencia, indiferente, no porque le encontrara ventaja especial. Un repiquetear en los cristales le advierte que vuelve a llover. Estas ventanas no dan a la Rua do Alecrim, qué calle será, no la recuerda, si es que alguna vez lo supo, pero el camarero que viene a cambiarle el plato se lo explica, Ésta es la Rua Nova do Carvalho, señor doctor, y preguntó, Qué, le gustó el caldo, por la pronunciación se ve que el camarero es gallego, Me gustó, por la pronunciación se había notado ya que el huésped vivió en Brasil, buena propina se llevó Pimenta.
La puerta se abrió otra vez, ahora entró un hombre de mediana edad, alto, circunspecto, de rostro largo y picudo, y una muchacha de unos veinte años, si los tiene, flaca, aunque más exacto sería decir delgada, se dirigen hacia la mesa frontera a la de Ricardo Reis, de súbito le resultó evidente que la mesa estaba a su espera, como un objeto espera la mano que frecuentemente lo busca y sirve, serán huéspedes habituales, tal vez los dueños del hotel, es interesante comprobar cómo olvidamos que los hoteles tienen dueño, séanlo éstos o no, atravesaron la sala con paso tranquilo como si estuvieran en su propia casa, son cosas que se notan cuando se mira con atención. La muchacha queda de perfil, el hombre está de espaldas, hablan en voz baja, pero el tono de ella subió cuando dijo, No, padre, me encuentro bien, son, pues, padre e hija, conjunción poco habitual en hoteles, en estos tiempos. El camarero se acercó a servirles, sobrio pero familiar de modos, después se apartó, ahora la sala está silenciosa, ni los chiquillos alzan la voz, caso extraño, Ricardo Reis no recuerda haberles oído hablar, o son mudos o tienen los labios pegados, presos por grapas invisibles, idea absurda, pues están comiendo. La joven delgada acabó la sopa, deja la cuchara, su mano derecha acaricia, como si fuera un animalito doméstico, a la mano izquierda que descansa en el regazo. Entonces Ricardo Reis, sorprendido por su propio descubrimiento, repara en que desde el principio aquella mano estuvo inmóvil, recuerda que sólo la derecha desdobló la servilleta, y ahora coge la izquierda y la posa sobre la mesa, con mucho cuidado, cristal fragilísimo, y allí la deja estar, junto al plato, asistiendo a la comida, con los largos dedos extendidos, pálidos, ausentes. Ricardo Reis siente un estremecimiento, es él quien lo siente, nadie lo está sintiendo por él, por fuera y por dentro de la piel se estremece, y mira fascinado la mano paralizada y ciega que no sabe a dónde ir si no la llevan, aquí a tomar el sol, aquí a oír la conversación, aquí para que te vea ese señor doctor que vino de Brasil, manecita dos veces izquierda, por estar de ese lado y por ser manca, inhábil, inerte, mano muerta mano muerta que no llamarás en aquella puerta. Ricardo Reis observa que los platos de la chica vienen ya preparados de la cocina, limpio de espinas el pescado, cortada la carne, pelada y abierta la fruta, está claro que padre e hija son huéspedes conocidos, habituales de la casa, tal vez vivan en el hotel. Llegó el fin de la comida y aún se demora un momento, dando tiempo, qué tiempo y para qué, al fin se levantó, aparta la silla, y el ruido, acaso excesivo, hizo que la muchacha volviera el rostro de frente tiene más de los veinte años que antes aparentaba, pero luego el perfil la devuelve a la adolescencia, el cuello alto y frágil, el mentón fino, toda la línea inestable del cuerpo, insegura, inacabada. Ricardo Reis sale del comedor, se acerca a la puerta de los monogramas, allí tiene que cambiar un saludo con el hombre gordo, que también salía, Usted primero, De ningún modo, no faltaba más, al fin pasa el gordo, Gracias, muchas gracias, notable manera ésta de decir, no faltaba más, si tomáramos todas las palabras al pie de la letra tendría que pasar primero Ricardo Reis, porque es innumerables yoes, según su propia manera de entenderse.
El gerente Salvador tiende ya la llave de la doscientos uno, hace un ademán solícito de entrega, pero luego retrae sutilmente el gesto, tal vez el cliente quiera salir al descubrimiento de la Lisboa nocturna y sus placeres secretos, después de tantos años en Brasil y tantos días de travesía oceánica, aunque la noche invernal haga más apetitoso el sosiego de la sala de estar, aquí al lado, con sus profundos y altos sillones de cuero, la araña central, preciosa con sus pinjantes, el gran espejo en el que cabe toda la sala, que en él se duplica, en otra dimensión que no es el simple reflejo de las comunes y sabidas dimensiones que con él se confrontan, anchura, longitud, altura, porque no están allí una por una, identificables, pero sí fundidas en una dimensión única, como fantasma inaprensible de un plano simultáneamente remoto y próximo, si en tal explicación no hay una contradicción que la conciencia sólo por pereza desdeña, aquí se está contemplando Ricardo Reis, en el fondo del espejo, uno de los innumerables que es, pero todos fatigados, Voy arriba, estoy cansado del viaje, fueron dos semanas de mal tiempo, si hubiera por ahí unos diarios de hoy, para ponerme al día con la patria mientras me voy quedando dormido, Aquí los tiene, señor doctor, y en este momento aparecieron la muchacha de la mano paralizada y su padre, pasaron a la sala de estar, él delante, ella detrás a un paso de distancia, la llave ya estaba en manos de Ricardo Reis, y los periódicos de color ceniza, ajados, una racha de viento hizo golpear la puerta que da a la calle, allá en el fondo de la escalera, el timbre zumbó, no es nadie, sólo el temporal que se recrudece, de esta noche no vendrá nada más que se aproveche, lluvia, vendaval en tierra y en el mar, soledad.