Ricardo Reis rebusca en la memoria fragmentos de poemas que llevan veinte años hechos, cómo pasa el tiempo, Dios triste, preciso quizá porque nadie había como tú, Ni más ni menos eres, sino otro dios, No a ti, Cristo, odio o menosprecio, Pero cuídate de intentar usurpar lo que a los otros es debido, Nosotros hombres nos hagamos unidos por los dioses, son éstas las palabras que va murmurando mientras sigue por la Rua de Don Pedro V, como si identificara fósiles o restos de antiguas civilizaciones, y hay un momento en que duda si tendrán más sentido las odas completas de donde los sacó que este unir trozos sueltos aún coherentes pero ya corroídos por la ausencia de lo que había antes o viene después, y contradictoriamente afirmando, en su propia mutilación, otro sentido cerrado, definitivo, como el que parecen tener los epígrafes puestos en la entrada de los libros. A sí mismo se pregunta si será posible definir una unidad que abarque, como un corchete o una llave gráfica, lo que es opuesto y diverso, sobre todo aquel santo que salió sano hacia el monte y de él vuelve manando sangre por cinco fuentes suyas, ojalá haya conseguido, al acabar el día, enrollar las cuerdas y volver a casa, fatigado como quien mucho ha trabajado, llevando bajo él brazo la cometa que estuvo a punto de perder, dormirá con ella en la cabecera de la cama, hoy ha ganado, quién sabe si mañana perderá. Procurar cubrir con una unidad estas variedades es tal vez absurdo tan absurdo como intentar vaciar el mar en un cubo, no por ser obra imposible, si hay tiempo y las fuerzas no fallan, sino porque antes sería necesario encontrar en la tierra otra gran hondonada para el mar, y eso sabemos que no la hay, siendo tanto el mar y la tierra tan poca.
A Ricardo Reis lo distrajo también de la pregunta que a sí mismo se había hecho al llegar a la Plaza de Río de Janeiro, que fue del Príncipe Real y que quizá vuelva a serlo algún día, quien viva lo verá. Si hiciera calor le apetecería la sombra de aquellos árboles, los arces, los olmos, el cedro sombrilla, que parece una bebida enlatada, no es que este poeta y médico sea tan versado en botánicas, pero alguien tiene que suplir las ignorancias y los fallos de memoria de un hombre habituado durante dieciséis años a otras y más barrocas floras, tropicales. Pero el tiempo no está para ocios estivales, para complacencias de balneario y playa, la temperatura andará por los diez grados, y los bancos del jardín están mojados. Ricardo Reis se ciñe la gabardina al cuerpo, friolero, atraviesa de aquí para allá, regresa por otras alamedas, ahora va a bajar por la Rua do Século, no sabe qué le habrá decidido a hacerlo siendo tan yermo y melancólico el lugar, algunos antiguos palacios, casas bajas, estrechas, de gente del pueblo, al menos los nobles de otros tiempos no parecían muy melindrosos, aceptaban vivir pared por medio con el vulgo, ay de nosotros, visto el camino que las cosas llevan, vamos a ver aún barrios exclusivos, sólo residencias para la burguesía de finanza y fábrica, que entonces habrá engullido ya a lo que queda de aristocracia, con garaje propio, jardín amplio, perros que ladren amenazadores al paseante, que hasta en los perros se ha de notar la diferencia, en tiempos pasados tanto mordían a unos como a otros.
Va Ricardo Reis calle abajo, sin ninguna prisa, haciendo del paraguas bastón, con la puntera va golpeando en las losas de la acera, en conjunción con el pie del mismo lado, es un son preciso, muy nítido y claro, sin eco, pero en cierto modo líquido, sino es absurda la palabra, decimos que es líquido, o así lo parece, el choque del hierro y la piedra, con esos pensamientos pueriles se distrae, cuando de repente repara, él, en sus propios pasos, como si desde que salió del hotel no hubiera encontrado alma viviente, y eso mismo juraría, en conciencia, si le hicieran jurar, que no vio a nadie hasta llegar aquí, cómo es posible, señor mío, una ciudad como ésta, que no es precisamente de las más pequeñas, dónde se habrá metido la gente. Sabe, porque se lo dice el sentido común, solo depositario del saber que el mismo sentido común dice ser indiscutible, que eso no es verdad, personas no le han faltado en el camino, y ahora en esta calle, siendo tan sosegada, sin comercio, con raros talleres, hay grupos que pasan, todos calle abajo, gente pobre, algunos parecen incluso mendigos, familias enteras, con los viejos detrás arrastrando la pierna, el corazón también a rastras, los chiquillos movidos a empujones por las madres, que son las que gritan, Más deprisa, si no se acaba. Lo que se acabó fue el sosiego, la calle no parece ya la misma, los hombres, ésos, fingen, simulan la gravedad qué a todo jefe de familia conviene, van con su paso como quien lleva otra meta o no quiere reconocer la que lleva, y juntos desaparecen, unos tras otros, en el recodo inmediato de la calle, donde hay un palacio con palmeras en el patio, parece la Arabia Feliz, esos trazados medievales no han perdido su encanto, ocultan sorpresas, no son como las modernas arterias urbanas, trazadas en línea recta, con todo a la vista, si la vista es fácil de contentar. Ante Ricardo Reis aparece una multitud negra que llena la calle en toda su amplitud, va de aquí para allá, paciente y agitada al mismo tiempo, sobre las cabezas pasan reflujos, variaciones, es como el juego de las olas en la playa o el viento en las mieses. Ricardo Reis se aproxima, pide permiso para pasar, quien está ante él hace un movimiento de rechazo, se va a volver y decir por ejemplo, Si tienes prisa, haber venido más temprano, pero topa con un señor bien vestido, sin boina y ni aun gorra de visera, de gabardina clara, camisa blanca y corbata, y eso basta para que le dé paso de inmediato, y no se contenta con eso, sino que da una palmada en la espalda del de delante, Deja pasar a este señor, y el otro hace lo mismo, por eso vemos el sombrero ceniciento de Ricardo Reis avanzar tan fácilmente entre la mole humana, es como el cisne de Lohengrin en aguas súbitamente amansadas del mar Negro, pero esta travesía lleva su tiempo porque la gente es mucha, sin contar con que, a medida que se va acercando al centro de la multitud, cuesta más abrirse camino, y no por súbita mala voluntad, sino porque la apretura apenas les permite moverse, Qué será, se pregunta Ricardo Reis, pero no se atreve a hacer la pregunta en voz alta, cree que donde tanta gente se reunió por una razón de todos conocida, no es lícito, o quizá sea impropio, o poco delicado, manifestar ignorancia, podían ofenderse, nunca se sabe cómo va a reaccionar la sensibilidad de los otros, cómo vamos a tener la certeza si nuestra propia sensibilidad se comporta de manera tantas veces imprevisible para nosotros, que creíamos conocerla. Ricardo Reis liega al medio de la calle, está frente a la entrada del gran edificio del diario O Século, el de mayor difusión, la multitud se dilata, más holgada aquí, por la plaza que con él limita, se respira mejor, sólo ahora Ricardo Reis se da cuenta de que estaba reteniendo la respiración para no sentir el mal olor, aún hay quien dice que los negros hieden, el olor del negro es un olor de animal salvaje, no este olor de cebolla, ajo y sudor recocido, de ropas mudadas raramente, de cuerpos sin baño o sólo el día de ir al médico, cualquier pituitaria medianamente delicada se habría ofendido con la prueba de esta travesía. A la entrada hay dos policías, aquí cerca otros dos, disciplinando el acceso, a uno de ellos se acerca Ricardo Reis para preguntar, Por qué este montón de gente, señor guardia, y el agente de la autoridad responde con deferencia, se ve inmediatamente que el que interroga está aquí por casualidad, Es el donativo de O Século a los pobres, Pero hay una multitud, Se calcula en más de dos mil el número de beneficiarios, Todo gente pobre, Sí señor, todo gente pobre, de las chozas, de las barracas. Tantos, y no todos están aquí, Claro, pero así, todos juntos, impresiona, A mí no, ya estoy acostumbrado, Y qué reciben, A cada pobre le tocan diez escudos, Diez escudos, Sí, diez escudos, y los chiquillos se llevan regalos, juguetes, libros de lectura, Para que se instruyan, Sí señor, para que se instruyan, Diez escudos no dan para mucho, Siempre es mejor que nada, Sí, eso es verdad, Hay quien está el año entero a la espera del donativo, de éste o de otros, no falta quien anda de uno a otro, a la carrera, lo peor es cuando lo dan en sitios donde no son conocidos, en otros barrios, otras parroquias, otros centros de beneficencia, los pobres de allá ni los dejan acercarse, cada pobre es fiscal de otro pobre, Caso triste, Triste será, pero hacen bien, para que aprendan a no ser aprovechados, Bueno, muchas gracias, señor agente, A sus órdenes, señor, pase por aquí, y, diciendo esto, el guardia avanzó tres pasos con los brazos abiertos, como quien ahuyenta gallinas, Vamos, quietos, a ver si tengo que empezar a porrazos, con estas persuasivas palabras la multitud se acomodó, las mujeres murmurando, como es costumbre suya, los hombres haciendo como que no habían oído, los chiquillos pensando en el juguete, será un coche, será un ciclista, será un muñeco de celuloide, por éstos darían la camisa y el libro de lectura. Ricardo Reis subió la cuesta de la Calçada dos Caetanos, desde allí podía apreciar la reunión casi a vuelo de pájaro, si el pájaro volara bajo, más de mil, el policía había calculado bien, tierra riquísima en pobres, Dios quiera que no se extinga nunca la caridad para que no se acabe la pobreza, esta gente de chal y pana, de calzones remendados, de camisas de algodón con fondillos de otro paño, de alpargatas, tantos descalzos, y, siendo los colores tan diversos, todos juntos forman una masa parda, negra, de lodo maloliente, como el limo del Muelle de Sodré. Allí están, y estarán, a la espera de que les llegue su vez, horas y horas de pie, algunos desde la madrugada, las madres sosteniendo en brazos a los pequeños, dando de mamar a los más chicos, los padres hablando unos con otros de cosas de hombres, los viejos callados y sombríos, inseguros sobre sus piernas, babeantes, los días de donativo son los únicos en que no se les desea la muerte, que sería un perjuicio. Y hay fiebres allí, toses, unas botellitas de aguardiente que ayudan a pasar el tiempo y desentumecen el cuerpo. Si vuelve la lluvia, la agarran toda, de aquí nadie se mueve.