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–A cuyo término –dijo Rangel– no excluimos la posibilidad de solicitar su extradición a los Estados Unidos.

Y qué pinto yo en ese desmadre, quiso saber Teresa. A qué viene viajar hasta aquí para contármelo como si fuéramos todos carnales. Entonces Rangel y Tapia se miraron de nuevo, el diplomático carraspeó un instante, y mientras sacaba un cigarrillo de una pitillera de plata –ofreciéndole a Teresa, que negó con la cabeza–, dijo que el Gobierno mejicano había seguido con atención la, ejem, carrera de la señora en los últimos años. Que nada había contra ella, pues sus actividades se realizaban, hasta donde podía saberse, fuera del territorio nacional –una ciudadana ejemplar, apuntó Rangel por su parte, tan serio que la ironía quedó diluida en las palabras–, Y que en vista de todo eso, las autoridades correspondientes estaban dispuestas a llegar a un pacto. Un acuerdo satisfactorio para todos. Cooperación a cambio de inmunidad.

Teresa los observaba. Suspicaz. –¿Qué clase de cooperación?

Tapia se encendió el cigarrillo con mucho cuidado. El mismo con el que parecía meditar sobre lo que estaba a punto de decir. O más bien sobre la forma de decirlo.

–Usted tiene cuentas personales allí. También sabe mucho sobre la época del Güero Dávila y la actividad de Epifanio Vargas –se decidió al fin–... Fue testigo privilegiado y casi le cuesta la vida... Hay quien piensa que tal vez la beneficiaría un arreglo. Posee medios sobrados para dedicarse a otras actividades, disfrutando de lo que tiene y sin preocuparse por el futuro.

–Qué me dice. –Lo que oye.

–Híjole... ¿Y a qué debo tanta generosidad? –Nunca acepta pagos en droga. Sólo dinero. Es una operadora de transporte, no propietaria, ni distribuidora. La mas importante de Europa en este momento, sin duda. Pero nada más... Eso nos deja un margen de maniobra razonable, de cara a la opinión pública...

–¿Opinión pública?... ¿De qué chingados me habla? El diplomático tardó en responder. Teresa podía oír respirar a Rangel; el hombre de la DEA se removía en el asiento, inquieto, entrelazando los dedos.

–Se le ofrece la posibilidad de regresar a México, si lo desea –prosiguió Tapia–, o de establecerse discretamente donde guste... Incluso las autoridades españolas han sido sondeadas al respecto: existe el compromiso por parte del ministerio de justicia de paralizar todos los procedimientos e investigaciones en curso... Que según mis noticias, se encuentran en una fase muy avanzada y pueden poner, a medio plazo, la cosas bastante difíciles para la, ejem, Reina del Sur... Como dicen en España, borrón y cuenta nueva.

–No sabía que los gringos tuviesen la mano tan larga.

–Según para qué.

Entonces Teresa se echó a reír. Me están pidiendo, dijo todavía incrédula, que les cuente todo lo que suponen que sé sobre Epifanio Vargas. Que haga de madrina, a mis años. Y sinaloense.

–No sólo que nos lo cuente –intervino Rangel–. Sino que lo cuente allí.

–¿Dónde es allí?

Ante la comisión de justicia de la Procuraduría General de la República.

–¿Pretenden que vaya a declarar a México? –Como testigo protegido. Inmunidad absoluta. Tendría lugar en el Distrito Federal, bajo todo tipo de garantías personales y jurídicas. Con el agradecimiento de la nación, y del Gobierno de los Estados Unidos. Teresa se puso en pie de pronto. Puro reflejo y sin pensarlo siquiera. Esta vez se levantaron los dos al mismo tiempo: desconcertado Rangel, incómodo Tapia. Ya te lo decía yo, expresaba el gesto de éste al cambiar la última mirada con el de la DEA. Teresa fue hasta la puerta y la abrió de golpe. Pote Gálvez estaba afuera, en el pasillo, los brazos ligeramente separados, falsamente apacible en su gordura. Si hace falta, le dijo ella con los ojos, échalos a patadas.

–Ustedes –casi lo escupió– se han vuelto locos.

Y allí estaba ahora, sentada en la antigua mesa del bar gibraltareño, reflexionando sobre todo eso. Con una vida minúscula que le apuntaba en las entrañas sin que supiera todavía qué iba a hacer con ella. Con el eco de la conversación reciente en la cabeza. Dándole vueltas a las sensaciones. A las palabras últimas y a los recuerdos viejos. Al dolor y a la gratitud. A la imagen del Güero Dávila –inmóvil y callado como ella lo estaba ahora, en aquella cantina de Culiacán– y al recuerdo del otro hombre sentado junto a ella en plena noche, en la capilla del santo Malverde. A tu Güero le gustaban los albures, Teresita. ¿La neta que no leíste nada? Entonces vete, y procura enterrarte tan hondo que no te encuentren. Don Epifanio Vargas. Su padrino. El hombre que pudo matarla, y tuvo compasión y no lo hizo. Que después se arrepintió, y ya no pudo.

16. Carga ladeada

Teo Aljarafe regresó dos días más tarde con un informe satisfactorio. Pagos recibidos puntualmente en Gran Caimán, gestiones para conseguir un pequeño banco propio y una naviera en Belice, buena rentabilidad de los fondos blanqueados y dispuestos, limpios de polvo y paja, en tres bancos de Zúrich y en dos de Liechtenstein. Teresa escuchó con atención su informe, revisó los documentos, firmó algunos papeles tras leerlos minuciosamente, y después se fueron a comer a casa Santiago, frente al paseo marítimo de Marbella, con Pote Gálvez sentado fuera, en una de las mesas de la terraza. Habas con jamón y chicharra asada, mejor y más jugosa que la langosta. Un Señorío de Lazán, reserva del 96. Teo estaba locuaz, simpático. Guapo. La chaqueta en el respaldo de la silla y las mangas de la camisa blanca con dos vueltas sobre los antebrazos bronceados, las muñecas firmes y ligeramente velludas, Patek Philippe, uñas pulidas, la alianza reluciendo en la mano izquierda. A veces volvía su perfil impecable de águila española, la copa o el tenedor a medio camino, para mirar hacia la calle, atento a quien entraba en el local. Un par de veces se levantó para saludar. Tomás Pestaña, que cenaba al fondo con un grupo de inversores alemanes, los había ignorado en apariencia cuando entraron. Pero al rato vino el camarero con una botella de buen vino. De parte del señor alcalde, dijo. Con sus saludos.

Teresa miraba al hombre que tenía ante ella, y meditaba. No iba a contarle ese día, ni mañana ni al otro, y tal vez no lo hiciera nunca, lo que llevaba en el vientre. Y sobre eso, además, algo resultaba bien curioso: al principio creyó que pronto empezaría a tener sensaciones, conciencia física de la vida que empezaba a desarrollarse en su interior. Pero no sentía nada. Sólo la certeza y las reflexiones a que ésta la llevaba. Quizá el pecho le había aumentado un poco, y también desaparecieron los dolores de cabeza; pero sólo se sentía encinta cuando meditaba sobre ello, leía otra vez el parte médico, o comprobaba las dos faltas marcadas en el calendario. Sin embargo –pensaba en ese instante, oyendo la conversación banal de Teo Aljarafe–, aquí estoy. Preñada como una vulgar maruja, que dicen en España. Con algo, o alguien, de camino, y todavía sin decidir qué voy a hacer con mi perrona vida, con la de esa criatura que aún no es nada pero será si lo consiento –miró atenta a Teo, como al acecho de una señal decisiva–. O con la vida de él.

–¿Hay algo en marcha? –preguntó Teo en voz baja, el aire distraído, entre dos sorbos al vino del alcalde. –Nada de momento. Rutina.

A los postres él propuso ir a la casa de la calle Ancha o a cualquier buen hotel de la Milla de Oro, y pasar allí el resto de la tarde, y la noche. Una botella, un plato de jamón ibérico, sugirió. Sin prisas. Pero Teresa negó con la cabeza. Estoy cansada, dijo arrastrando la penúltima sílaba. Hoy no me apetece mucho.

–Hace casi un mes que no –comentó Teo. Sonreía, atractivo. Tranquilo. Le rozó los dedos, tierno, y ella se quedó mirando su propia mano inmóvil sobre el mantel, igual que si no fuera realmente suya. Con aquella mano, pensó, le había disparado en la cara al Gato Fierros.

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