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Seguía la bronca al extremo del patio. Tras la reja, los batos del módulo de hombres animaban a las contendientes; y la jefe de servicio y otras dos boquis cruzaban el patio a la carrera para resolver el asunto. Tras dedicarles un vistazo distraído, Teresa volvió junto a Edmundo Dantés, de quien andaba enamorada hasta las trancas. Y mientras pasaba las páginas –el fugitivo acababa de ser rescatado del mar por unos pescadores– sentía fijos en ella los ojos de Patricia O’Farrell, mirándola del mismo modo que aquella otra mujer a la que tantas veces había sorprendido acechándola desde las sombras y desde los espejos.

La despertó la lluvia en la ventana y abrió los ojos aterrada en el alba gris, porque creía hallarse de vuelta en el mar, junto a la piedra de León, en el centro de una esfera negra, cayendo hacia lo profundo del mismo modo que Edmundo Dantés en la mortaja del abate Faria. Después de la piedra y el impacto y la noche, los días siguientes a su despertar en el hospital con un brazo entablillado hasta el hombro, el cuerpo lleno de contusiones y arañazos, había ido reconstruyendo poco a poco –comentarios de médicos y enfermeras, la visita de dos policías y una asistente social, el flash de una foto, los dedos manchados de tinta tras una impresión digital– los pormenores de lo ocurrido. Sin embargo, cada vez que alguien pronunciaba el nombre de Santiago Fisterra ponía la mente en blanco. Todo aquel tiempo, los sedantes y su propio estado de ánimo la mantuvieron en un estado de duermevela que rechazaba cualquier reflexión. Ni un momento durante los primeros cuatro o cinco días quiso pensar en Santiago; y cuando el recuerdo acudía a su mente, lo alejaba sumiéndose en aquel sopor que tenía mucho de voluntario. Todavía no, murmuraba en sus adentros. Mas vale que todavía no. Hasta que una mañana, al abrir los ojos, vio sentado a Óscar Lobato, el periodista del Diario de Cádiz que era amigo de Santiago. Y junto a la puerta, de pie y apoyado en la pared, a otro hombre cuyo rostro le resultaba vagamente conocido. Fue entonces, mientras éste escuchaba sin decir palabra –al principio lo tomó por un policía–, cuando ella aceptó de boca de Lobato lo que de muchos modos ya sabía o adivinaba: que aquella noche la Phantom se había estrellado a cincuenta nudos contra la piedra, destrozándose, y que Santiago murió allí mismo mientras Teresa salía proyectada entre los fragmentos de la planeadora, rompiéndose el brazo derecho al golpear contra la superficie del agua y hundiéndose cinco metros hasta el fondo.

Cómo salí, quiso saber ella. Y su voz sonaba extraña, igual que si hubiera dejado de ser suya. Lobato sonreía de una manera que le dulcificaba mucho los rasgos endurecidos, las marcas de la cara y la expresión viva de los ojos al volverlos hacia el hombre que estaba apoyado en la pared sin abrir la boca, mirando a Teresa con curiosidad y casi con timidez, como si no se atreviera a acercarse –Te sacó él.

Entonces Lobato le contó lo ocurrido después que ella quedara inconsciente. Que tras el impacto flotó un momento antes de hundirse alumbrada por el foco que el helicóptero había vuelto a encender. Que el piloto pasó los mandos a su compañero para tirarse al mar desde tres metros de altura, y en el agua se quitó el casco y el chaleco autoinflable para bucear hasta el fondo donde ella se estaba ahogando. Luego la llevó a la superficie, entre la espuma que levantaban las aspas del rotor, y de ahí a la playa, al tiempo que la Hachejota buscaba lo que había quedado de Santiago Fisterra –los trozos más grandes de la Phantom no alcanzaban cuatro palmos– y las luces de una ambulancia se acercaban por la carretera. Y mientras Lobato refería todo eso, Teresa miraba el rostro del hombre apoyado en la pared, que seguía allí sin pronunciar palabra ni asentir ni nada, como si lo que contaba el periodista le hubiera pasado a otro. Y al fin reconoció a uno de los aduaneros que había visto en la tasca de Kuki, aquella noche en que los contrabandistas llanitos celebraban un cumpleaños. Quiso acompañarme para verte la cara, explicó Lobato. Y también ella le miraba la cara al otro, el piloto del helicóptero de Aduanas que había matado a Santiago y la había salvado a ella. Pensando: debo recordar a ese hombre mas tarde, cuando decida si al encontrármelo de nuevo he de procurar matarlo a mi vez, si puedo, o decir estamos en paz, cabrón, encoger los hombros y ahí nos vemos. Preguntó al fin por Santiago, sobre el paradero de su cuerpo; y el de la pared apartó la mirada, y Lobato torció la boca con pesadumbre al decir que el féretro iba camino de O Grove, su pueblo gallego. Un buen chaval, añadió con cara de circunstancias; y Teresa pensó que quizás era sincero, que lo había tratado y pisteado con él, y que tal vez lo apreciaba de veras. Fue entonces cuando empezó a llorar mansa y silenciosamente, porque ahora sí pensaba en Santiago muerto, y veía su rostro inmóvil con los ojos cerrados, como cuando dormía con la cara pegada a su hombro. Y razonó: qué voy a hacer ahora con el pinche barquito de vela que está sobre la mesa en la casa de Palmones, a medio hacer, y ya no lo terminará nadie. Y supo que estaba sola por segunda vez, y que en cierta forma era para siempre.

–Fue O’Farrell quien de verdad le cambió la vida –repitió María Tejada.

Había pasado los últimos cuarenta y cinco minutos contándome cómo y por qué. Al cabo fue a la cocina, volvió con dos vasos de infusión de hierbas, y se bebió una mientras yo revisaba las notas y digería la historia. La antigua asistente social de la prisión de El Puerto de Santa María era una mujer rechoncha, vivaracha, con el pelo largo y lleno de canas que no se teñía, mirada bondadosa y boca firme. Llevaba gafas redondas de montura metálica y anillos de oro en varios dedos de las manos: lo menos diez, conté. También le calculé unos sesenta años. Durante treinta y cinco había trabajado para Instituciones Penitenciarias en las provincias de Cádiz y Málaga. No fue fácil dar con ella, pues estaba jubilada desde hacía poco; pero Óscar Lobato averiguó su paradero. Las recuerdo bien a las dos, dijo ella cuando planteé el asunto por teléfono. Venga a Granada y hablaremos. Me recibió en chándal y zapatillas en la terraza de su piso de la parte baja del Albaicín, con toda la ciudad y la vega del Genil a un lado y al otro la Alhambra encaramada entre árboles, dorada y ocre bajo el sol de la mañana. Una casa con mucha luz y gatos por todas partes: sobre el sofá, en el pasillo, en la terraza. Al menos media docena de gatos vivos –olía a diablos, pese a las ventanas abiertas– y una veintena más en cuadros, en figuritas de porcelana, en tallas de madera. Hasta había alfombras y cojines bordados con gatos, y entre la ropa puesta a secar en la terraza colgaba una toalla con el gato Silvestre. Y mientras yo releía las notas y saboreaba la infusión, un minino atigrado me observaba desde lo alto de la cómoda, como si me conociera de antes, y otro gordo y gris se aproximaba sobre la alfombra con maneras de cazador, cual si los cordones de mis zapatos fuesen presa legítima. El resto andaba repartido por la casa en diversas posturas y actitudes. Detesto a esos bichos demasiado silenciosos y demasiado inteligentes para mi gusto –no hay nada como la estólida lealtad de un perro estúpido–; pero hice de tripas corazón. El trabajo es el trabajo.

–O’Farrell le hizo ver cosas de sí misma –decía mi anfitriona– que ni imaginaba que existieran. Y hasta empezó a educarla un poquito, ¿no?... A su manera.

Tenía sobre la mesa de tresillo un montón de cuadernos donde había ido anotando durante años las incidencias de su trabajo. Los revisé antes de que usted llegara, dijo.

Para refrescar. Luego me mostró algunas páginas escritas con caligrafía redonda y apretada: fichas individuales, fechas, visitas, entrevistas. Algunos párrafos estaban subrayados. Seguimiento, explicó. Lo mío era evaluar su grado de integración, ayudarlas a buscar algo para después. Allí dentro hay mujeres que pasan el día mano sobre mano y otras que prefieren hacer cosas. Yo facilitaba los medios. Teresa Mendoza Chávez y Patricia O'Farrell Meca. Clasificadas como Fies: Fichero de internas de especial seguimiento. En su momento dieron mucho que hablar aquellas dos.

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