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–Los llanitos no ponen tantas pegas –insistió Cañabota–. Parrondi, Victorio... Ésos embarcan notarios y lo que haga falta.

Santiago bebió un sorbo de cerveza mirando fijo a Cañabota. Ese tío lleva diez años en el negocio, le había comentado una vez a Teresa. Nunca ha ido a la cárcel. Eso me hace recelar de él.

–De los llanitos no os fiáis tanto como de mí. –Eso lo dices tú.

–Pues hacedlo con ellos y no vengáis a tocarme los cojones.

El guardia civil seguía pendiente de Teresa, con una sonrisa desagradable en la boca. Iba mal afeitado, y algunos pelos blancos le asomaban en el mentón y bajo la nariz. Llevaba la ropa del modo indefinible con que suele llevarla la gente acostumbrada al uniforme, cuya indumentaria de paisano nunca termina por encajar del todo. Y vaya si te conozco, pensó Teresa. Te he visto cien veces en Sinaloa, en Melilla, en todas partes. Siempre eres el mismo. Deme sus documentos, etcétera. Y dígame nomás cómo salimos del problema. El cinismo del oficio. La excusa de que no llegas a fin de mes, con tu sueldo y con tus gastos. Cargamentos de droga aprehendidos de los que declaras la mitad, multas que cobras pero nunca pones en los informes, copas gratis, güilas, compadres. Y esas investigaciones oficiales que nunca van al fondo de nada, todo el mundo encubriendo a todo el mundo, vive y deja vivir, porque el que más y el que menos guarda un clavo de algo en el armario o un muerto bajo el piso. Lo mismo allá que acá, sólo que de eso allá la culpa no la tienen los españoles; porque de México se fueron hace dos siglos, y ni modo. Menos descarado aquí, claro. Europa y todo eso. Teresa miró al otro lado de la calle. Lo de menos descarado era algunas veces. El sueldo de un sargento de la Guardia Civil, de un policía o de un aduanero español no daba para pagarse un Mercedes del año como el que aquel fulano había estacionado sin disimulo en la puerta del café Central. Y seguro que iba a trabajar con ese mismo auto a su pinche cuartel, y nadie se sorprendía, y todos, jefes incluidos, disimulaban como si no vieran nada. Sí. Vive y deja vivir.

Seguía la discusión en voz baja, mientras la camarera iba y venía trayendo más cervezas y gintonics. Pese a la firmeza de Santiago sobre el asunto de los notarios, Cañabota no se daba por vencido. Si te pillan y tiras la carga, remachaba. A ver cómo justificas eso sin testigos. Equis kilos por la borda y tú de regreso, tan campante. Además, esta vez son italianos, y ésos tienen muy mala hostia; te lo digo yo que los trato. Mafiosi cabroni. A fin de cuentas, un notario es una garantía para ellos y para ti. Para todos. Así que por una vez deja a la señora en tierra y no te obceques. No me jodas y no te obceques y no te jodas.

–Si me pillan y tiro los fardos –respondía Santiago–, todo el mundo sabe que es porque los he tenido que tirar... Es mi palabra. Y eso lo entiende quien me contrata.

–Y dale, Perico. ¿No voy a convencerte?

–No.

Cañabota miró a Eddie Álvarez y se pasó la mano por el cráneo afeitado, declarándose vencido. Luego encendió otro de aquellos cigarrillos de filtro raro. Y para mí que es joto, pensó Teresa. Éste batea por la zurda. La camisa del hombre de confianza estaba encharcada, y un reguero de sudor le corría por un lado de la nariz, hasta el labio superior. Teresa seguía callada, la vista fija en su propia mano izquierda puesta sobre la mesa. Uñas largas pintadas de rojo, siete aros de plata mejicana, un encendedor estrechito de plata, regalo de Santiago por su cumpleaños. Deseaba con toda el alma que terminase la conversación. Salir de allí, besar a su hombre, lamerle la boca, clavarle las uñas rojas en los riñones. Olvidarse por un rato de todo aquello. De todos ellos.

–Un día vas a tener un disgusto –apuntó el guardia civil.

Eran las primeras palabras que pronunciaba, y se las dijo directamente a Santiago. Lo miraba con deliberada fijeza, como si se estuviera grabando sus rasgos en la memoria. Una mirada que prometía otras conversaciones en privado, en la intimidad de un calabozo, donde a nadie le sorprendiera escuchar unos cuantos gritos.

–Pues procura no ser tú quien me lo dé.

Aún se estudiaron un poco más, sin palabras; y ahora era la expresión de Santiago la que indicaba cosas. Por ejemplo, que existían calabozos donde apalear a un hombre hasta matarlo, pero también callejones oscuros y aparcamientos donde un guardia civil corrupto podía verse con un palmo de navaja en la ingle, ris, ras, justo donde late la femoral. Y que por ahí cinco litros de sangre se vaciaban en un jesús. Y que a quien empujas cuando subes por una escalera, puedes tropezártelo cuando bajas. Y más si es gallego, y por más que te fijes nunca sabes si sube o baja.

–Vale, de acuerdo –Cañabota golpeaba suave las palmas de las manos, conciliador–. Son tus putas normas, como dices. Vamos a no mosquearnos... Todos estamos en esto, ¿no es verdad?

–Todos –ayudó Eddie Álvarez, que se limpiaba las gafas con un kleenex.

Cañabota se inclinó un poco hacia Santiago. Llevara notarios o no, el negocio era el negocio. El bisnes. –Cuatrocientos kilos de aceite en veinte niños de a veinte –puntualizó, trazando cifras y dibujos imaginarios con un dedo sobre la mesa–. Para alijar el martes por la noche, con el oscuro... El sitio lo conoces: Punta Castor, en la playita que está cerca de la rotonda, justo donde acaba la circunvalación de Estepona y empieza la carretera de Málaga. Te esperan a la una en punto. Santiago lo pensó un momento. Miraba la mesa como si de veras Cañabota hubiese dibujado la ruta allí. –Algo lejos lo veo, si tengo que bajar por carga a Al Marsa o a Punta Cires y luego alijar tan temprano... Del moro a Estepona hay cuarenta millas en línea recta. Tendré que cargar todavía con luz, y el camino de vuelta es largo.

–No hay problema –Cañabota miraba a los otros animándolos a confirmar sus palabras–. Pondremos un mono encima del Peñón, con unos prismáticos y un boquitoqui para controlar a las Hachejotas y al pájaro. Hay un teniente inglés allí arriba que nos come en la mano, y además se folla a una torda nuestra en un puticlub de La Línea... En cuanto a los niños, no hay pegas. Esta vez te los pasarán de un pesquero, cinco millas a levante del faro de Ceuta justo cuando dejas de ver la luz. Se llama el julio Verdú y es de Barbate. Canal 44 de banda marina: dices Mario dos veces, y ya te irán guiando. A las. once te abarloas al pesquero y cargas, luego pones rumbo norte arrimándote a la costa sin prisas, y alijas a la una. A las dos, los niños acostados y tú en casita.

Así de fácil –dijo Eddie Álvarez.

–Sí –Cañabota miraba a Santiago, y el sudor volvía a correrle junto a la nariz–. Así de fácil.

Despertó antes del alba, y Santiago no estaba. Esperó un rato entre las sábanas arrugadas. Agonizaba septiembre, pero la temperatura seguía siendo la misma que en las noches del verano que dejaban atrás. Un calor húmedo como el de Culiacán, diluido al amanecer en la brisa suave que entraba por las ventanas abiertas: el terral que venía por el curso del río; deslizándose en dirección al mar durante las últimas horas de la noche. Se levantó, desnuda –siempre dormía desnuda con Santiago, como lo había hecho con el Güero Dávila–, y al ponerse ante la ventana sintió el alivio de la brisa. La bahía era un semicírculo negro punteado por luces: los barcos que fondeaban frente a Gibraltar, Algeciras a un lado y el Peñón al otro, y más cerca, al extremo de la playa donde se encontraba la casita, el espigón y las torres de la refinería reflejados en el agua inmóvil de la orilla. Todo era hermoso y tranquilo, y el alba todavía estaba lejos; así que buscó el paquete de Bisonte en la mesilla de noche y encendió uno apoyada en el alféizar de la ventana. Estuvo así un rato sin hacer nada, sólo fumando y mirando la bahía mientras la brisa de tierra le refrescaba la piel y los recuerdos. El tiempo transcurrido desde Melilla. Las fiestas de Dris Larbi. La sonrisa del coronel Abdelkader Chaib cuando ella le exponía las cosas. Un amigo quisiera hacer tratos, etcétera. Ya sabe. Y usted va incluida en el trato, había preguntado –o afirmado– el marroquí la primera vez, amable. Yo hago mis propios tratos, respondió ella, y la sonrisa del otro se intensificó. Un tipo inteligente, el coronel.

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