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Bajé la escalera descalzo, sin hacer el menor ruido. El pozo del ascensor estaba vacío. A mi derecha, los cables del ascensor ronroneaban y se detenían, ronroneaban y se detenían. En el recodo de mi planta me detuve a escuchar. Oí que alguien se sorbía los mocos y el sonido de una tela que roza la pared. El sujeto estaba del mismo lado que yo con respecto a la salida de emergencia. Prestó atención al ascensor ya que, si se detenía en esa planta, se asomaría apenas cerrarse las puertas y echaría un vistazo. Eso facilitaba las cosas. Estaba apoyado contra la pared, lo sabía por el roce de la tela que había oído. Estaba de frente a la salida de emergencia, apoyado contra la pared. Querría tener libre la mano del arma. A menos que fuera zurdo, eso significaba que estaba apoyado en la pared de la izquierda. La mayoría de las personas no son zurdas.

Me asomé por el ángulo de la escalera y lo vi, cuatro escalones más abajo, apoyado contra la pared de la izquierda, de espaldas a mí. Salté los cuatro escalones y aterricé tras él en el preciso momento en que veía reflejado un movimiento en las puertas de cristales reforzados con tela de alambre de la salida de emergencia. Giró a medias, sacando de la pretina del pantalón la pistola de cañón largo, y le di con el antebrazo en el lado derecho de la cara, cerca de la frente. Rebotó contra la pared, cayó al suelo y se quedó quieto. Puedes romperte la mano golpeando a un hombre en la cabeza con la fuerza suficiente para dejarlo fuera de combate. Cogí el arma. Formaba parte del mismo cargamento: pistola de tiro 22, de cañón largo. No es gran cosa, pero si te dan donde corresponde, estás acabado. Lo palpé en busca de otras armas, pero sólo llevaba la 22.

Subí de prisa los dos pisos, me puse los zapatos y la chaqueta, estiré los bajos de los pantalones, encajé la pistola en el cinturón, a la altura de la región lumbar, y bajé la escalera a toda velocidad. Mi hombre no se movía. Estaba tendido mirando hacia el techo, con la boca abierta. Vi que usaba patillas como las de uno de los Hermanos Smith, patillas que comienzan en la comisura de los labios y llegan hasta las orejas. Lamentable.

Abrí la puerta de la salida de emergencia y me interné en el pasillo. El hombre apostado en el otro pasillo no era visible. Pasé por delante de la puerta de mi habitación. Percibí un ligero movimiento en el recodo del pasillo. Al llegar al recodo giré y lo encontré, un poco indeciso, intentando mostrarse indiferente, pero sintiéndose algo receloso. Yo debía ajustarme a la descripción que tenía, pero no entendía por qué no había entrado en mi habitación. Aún tenía la mano en el bolsillo del impermeable, que llevaba desabrochado.

Di tres pasos más allá del hombre, me di la vuelta y le sujeté los brazos bajándole el impermeable de un tirón. Intentó sacar la mano del bolsillo. Sin soltar el impermeable, desenfundé mi revólver con la derecha y se la coloqué detrás de la oreja.

– Gran Bretaña se balancea como un péndulo -dije.

Capítulo 10

– Pon la mano derecha a tres centímetros del bolsillo y no te muevas -dije. Me obedeció. No había sacado el arma-. Perfecto. Ahora pon ambas manos a la espalda y crúzalas -le solté el impermeable que sujetaba con la mano izquierda, me incliné y le saqué la pistola del bolsillo. Arma de tiro número cuatro. La guardé en el bolsillo izquierdo de mi chaqueta, donde se hundió con muy poca gracia. Lo registré rápidamente con la mano izquierda y comprobé que no llevaba más chatarra-. Te estás portando muy bien. Ahora mete cada mano en su respectivo bolsillo -me obedeció sin chistar-. ¿Cómo te llamas?

– Chúpame las pelotas -respondió.

– Ya veo, te llamas Chupón -añadí-. Bajaremos por el pasillo y recogeremos a tu compañero. Si te pica, no te rasques. Si tienes hipo, estornudas, bostezas o parpadeas, te abriré un agujero en el cráneo.

Lo sujeté por la parte posterior del cuello del impermeable con la mano izquierda y mantuve la boca de mi revólver apretada detrás de su oreja derecha. Bajamos por el pasillo. Más allá del ascensor y detrás de la salida de emergencia no había un alma. Al parecer no lo había golpeado con bastante energía y Patillas se había recuperado y puesto pies en polvorosa.

No iba armado y sospechaba que no intentaría atacarme sin armas. Al fin y al cabo, ya me había cargado a dos de sus compinches armados.

– Chupón, muchacho, creo que te han abandonado. Pero yo no te volveré la espalda. Iremos a mi habitación y hablaremos.

– Cerdo maldito, no me llames Chupón -su inglés parecía de clase alta, aunque no aseguraría que fuera su lengua materna.

Saqué la llave de mi habitación y se la entregué, sin apartar el revólver de su cuello.

– Escoria, abre la puerta y entra -lo hizo y no estalló bomba alguna. Franqueé el umbral y cerré la puerta de una patada-. Siéntate -añadí y lo empujé hacia el sillón cercano al patio de luces.

Chupón se sentó. Guardé el revólver en la funda. Dejé las dos pistolas de tiro en el estante más alto del armario, saqué de mis bolsillos la peluca, el bigote y la corbata, me quité la chaqueta deportiva azul y la colgué.

– ¿Cómo te llamas? -repetí. El tío me miró fijamente sin decir esta boca es mía-. ¿Eres inglés? -guardó silencio-. ¿Sabes que por ti me pagan veinticinco mil dólares, vivo o muerto, y que muerto resulta mucho más fácil?

Cruzó una pierna gorda por encima de la otra y entrelazó los dedos de las manos a la altura de las rodillas. Me acerqué al tocador y saqué un par de guantes de trabajo de piel marrón.

Me los puse lentamente, como había visto hacer a Jack Palance en Shane, agitando los dedos por el interior hasta que encajaron perfectamente.

– ¿Cómo te llamas? -insistí.

Chupón acumuló saliva en la boca y escupió sobre la alfombra en dirección a mí.

Me acerqué dos pasos, le sujeté la barbilla con la zurda y le alcé bruscamente el rostro. Sacó una navaja del calcetín e intentó pasármela por el cuello. Retrocedí y la punta apenas me rozó el mentón. Con la derecha sujeté la muñeca de la mano que empuñaba la navaja, me coloqué detrás de él, le apoyé la izquierda en la axila y le disloqué el codo. La navaja cayó al suelo. El tío emitió un grito ronco y sofocado.

Pateé la navaja hacia el otro extremo de la habitación y le solté el brazo, que colgó de un modo extraño. Me aparté y me miré el mentón en el espejo de encima del tocador. Tenía la barbilla cubierta de sangre y se me estaba manchando la camisa. Saqué un pañuelo limpio del cajón y limpié la suficiente cantidad de sangre para comprobar que el corte era superficial, parecido a un rasguño de la maquinilla de afeitar, de unos dos centímetros y medio de largo. Doblé el pañuelo y lo presioné sobre el corte.

– ¡Te gusta jugar con armas blancas! -exclamé-. Chupón, la culpa es mía -permaneció inmóvil en el sillón, con el rostro tenso y pálido de dolor-. En cuanto me digas lo que quiero saber, llamaré a un médico. ¿Cómo te llamas?

– ¡Ojalá revientes!

– Podría hacerte lo mismo en el otro brazo -dije. El tío siguió mudo-. O podría repetir con el mismo.

– Hagas lo que hagas, no pienso decir una palabra -aseguró con voz tensa y hueca mientras soportaba el dolor-. Ningún maldito matón yanqui rojo y chupón me obligará a hablar.

Saqué los retratos robot y los estudié. Podía ser uno de ellos, pero no estaba seguro. Dixon tendría que identificarlo. Guardé los retratos robot, saqué la tarjeta de Downes, me acerqué al teléfono y lo llamé.

– Inspector, creo que tengo a otro. Un tío gordo y menudo de pelo rubio y una pistola de tiro calibre veintidós, una Colt.

– ¿Está en el hotel?

– Sí, inspector.

– Entonces voy para allá.

– Sí, inspector. Necesita un médico porque tuve que doblarle un poco el brazo.

– Llamaré al hotel y les pediré que envíen a su médico.

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