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La señorita Bule, tras luchar con la timidez tan natural y encantadora resultaba en su adorable sexo, expresó que se sentía halagada por la idea deseó saber las medidas que proponíamos todo con respecto a la señorita Pipson. La señorita Bule que en Servicios y Lecciones de la Iglesia completos en dos volúmenes con caja y llave había jurado a esa joven dama una amistad compartiéndolo todo sin secretos hasta la muerte, dijo que como a mi Pipson no podía ocultarse a sí misma, ni a mí Pipson no era un ser común.

Ahora bien, como la señorita Pipson tenía cabellos claros y rizados y ojos azules (lo que se ajustaba a mi idea de cualquier ser femenino y mortal que se llamara Hada), contesté rápidamente que consideraba a la señorita Pipson como un hada circasiana.

– ¿Y entonces, qué? -preguntó pensativamente la señorita Bule.

Contesté que debía ser engañada por un mercader, traída hasta mí cubierta con velos y vendida como esclava.

(El otro ser había pasado ya a ocupar el segundo papel masculino dentro del Estado y designado como Gran Visir. Más tarde se resistió a que se hubiera dispuesto así de los acontecimientos, pero le tiré del pelo hasta que cedió.)

– ¿Y no me sentiré celosa? -quiso saber la señorita Bule haciendo la pregunta con la mirada baja.

– Zobaida, no -contesté yo-. Tú serás siempre la sultana favorita; el principal lugar en mi corazón, y en mi trono, serán siempre para ti.

Una vez segura de eso, la señorita Bule consintió en proponer la idea a sus siete hermosas compañeras. En el curso de ese mismo día se me ocurrió que sabíamos que podríamos confiar en un alma sonriente y afable llamada Tabby, que era la esclava servil de la casa y no representaba más valor que una de las camas, y cuyo rostro estaba siempre más o menos manchado de color plomo, por lo que tras la cena deslicé en la mano de la señorita Bule una pequeña nota a ese efecto considerando que esas manchas plomizas hubieran sido en cierta manera depositadas por el dedo de la providencia, designaba a Tabby como Mesrour, el famoso jefe de los negros del harén.

Hubo dificultades para la formación de la deseada institución, como las hay siempre en todo lo que exige combinaciones. El otro ser demostró tener u carácter bajo, y al haber sido derrotado en sus aspiraciones al trono simuló tener escrúpulos de conciencia para postrarse delante del califa; no se dirigiría a él con el título de jefe de los fieles; le hablar de manera ligera e incoherente designándole como simple «compañero»; y él, el otro ser, dijo que «n jugaría»… ¡jugar!, y fue en otros aspectos rudo ofensivo. Sin embargo, esa disposición maligna fue derrotada por la indignación general de un haré unido, y yo fui bendecido por las sonrisas de ocho de las más hermosas hijas de los hombres.

Las sonrisas sólo podían concederse cuando señorita Griffin miraba hacia otra parte, y aun entonces sólo de una manera muy cautelosa, pues había una leyenda entre los seguidores del profeta que ella vio en un pequeño ornamento redondo en medio del dibujo de la parte posterior de su chal. Por todos los días, después de la cena, nos reuníamos durante una hora y entonces la favorita y el resto del harén real competían acerca de quién era la que debía divertir el ocio del Sereno Haroun en su reposo de las preocupaciones del Estado; que genera mente eran, como la mayoría de los asuntos de Estado, de carácter aritmético, y el jefe de los fieles sólo era un amedrentado miembro más.

En esas ocasiones, el entregado Mesrour, jefe los negros del harén, acudía siempre (la señorita Griffin solía llamar a ese oficial, al mismo tiempo con gran vehemencia), pero no actuaba jamás de una manera digna de su fama histórica. En primer lugar, su forma de pasar la escoba por el diván del califa, incluso cuando Haroun llevaba sobre sus hombros la túnica roja de la cólera (la pelliza de la señorita Pipson), aunque pudiera hacerse entender en ese momento nunca quedaba satisfactoriamente explicada. En segundo lugar, su forma de irrumpir en sonrientes exclamaciones de «¡vigile a sus bellezas!» no era ni oriental ni respetuosa. En tercer lugar, cuando se le ordenaba especialmente que dijera «¡Bismillah!», siempre exclamaba «¡aleluya!» Este oficial, a diferencia de los demás de su categoría, siempre estaba de demasiado buen humor, mantenía la boca demasiado abierta, expresaba su aprobación hasta un punto incongruente, e incluso una vez -con ocasión de la compra de la hermosa circasiana por quinientas mil bolsas de oro, y fue barata-, abrazó a la esclava, a la favorita, al califa y a todos los demás. (¡Permítaseme decir, entre paréntesis, que Dios bendiga a Mesrour, y que pueda tener hijos e hijas en ese tierno pecho que hayan suavizado desde entonces muchos días terribles!)

La señorita Griffin era un modelo de decoro, y me cuesta encontrar palabras para imaginar los sentimientos que habría tenido la virtuosa mujer de haber sabido que, cuando desfilaba por la calle Hampstead abajo de dos en dos caminaba con paso majestuoso a la cabeza de la poligamia y el mahometanismo. Creo que la causa principal de que conserváramos nuestro secreto era una alegría terrible y misteriosa que nos inspiraba la contemplación de la señorita Griffin en ese estado inconsciente, y una sensación formidable, predominante entre nosotros, de que había un poder temible en nuestro conocimiento de lo que no sabía la señorita Griffin (cuando en cambio sabía todas las cosas que podían aprenderse en los libros). El secreto se mantuvo maravillosamente, aunque en una ocasión estuvo a punto de traicionarse. El peligro, y la escapatoria, se produjo un domingo. Estábamos los diez situados en una zona bien visible de la iglesia, con la señorita Griffin a la cabeza, tal como hacíamos todos los domingos, percibiendo el lugar de una manera profana, cuando acertaron a leer la descripción de Salomón en su gloria. En el momento en que se referían así al monarca, la conciencia me susurró: «¡también tú, Haroun!» El ministro oficiante tenía un defecto en la vista y eso hacía que pareciera que estuviera leyendo personalmente para mí. Un sonrojo carmesí, unido a una sudoración debida al miedo, cubrió mis rasgos. El Gran Visir se quedó más muerto que vivo y todo el harén enrojeció como si la puesta de sol de Bagdad brillara directamente sobre sus rostros maravillosos. En ese momento portentoso se levantó la temible Griffin y vigiló con tristeza a los hijos del Islam. Mi propia impresión fue la de que la Iglesia y el Estada habían iniciado con la señorita Griffin una conspiración para descubrirnos, y que todos seríamos puestos en sábanas blancas y exhibidos en la nave central. Pero el sentido de la rectitud de la señorita Griffin era tan occidental, si se me permite la expresión en oposición a las asociaciones orientales, que pensó que aquello era un disparate y nos salvamos.

He solicitado una reunión del harén sólo para preguntar si el jefe de los fieles debería ejercer el derecho de besar en ese santuario del palacio en el que se dividían sus habitantes sin igual. Zobaida reivindicó como favorita su derecho a rascarse, la hermosa circasiana a poner el rostro como refugio en una bolsa verde de bayeta, pensada originalmente para libros. Por otro lado, una joven antílope de belleza trascendente que procedía de las fructíferas llanuras de Camdentown (adonde había sido llevada por unos comerciantes en la caravana que dos veces por año cruzaba el desierto intermedio tras las vacaciones), sostenía opiniones más liberales, pero reivindicaba que se limitara el beneficio de éstas a ese perro e hijo de perro, el Gran Visir, quien no tenía derecho si no estaba en cuestión. Finalmente la dificultad fue obviada mediante el nombramiento de una esclava muy joven como delegada. Ésta, en pie sobre un escabel, recibió oficialmente en sus mejillas los saludos dirigidos por el gracioso Haroun a las otras sultanas y fue recompensada privadamente por las arcas de las damas del harén.

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