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Tom lanzó una mirada presurosa a la parte superior de la casa mientras llevaba las riendas a la pistolera y metía el látigo en la caja. Era un lugar antiguo y extraño, construido con una especie de tablas de ripia encajadas, por así decirlo, con vigas cruzadas, con ventanas terminadas en faldones que se proyectaban totalmente sobre el camino, y una puerta inferior con un porche oscuro y un par de empinados escalones que conducían a la casa, en lugar de la moda moderna de utilizar media docena de escalones más bajos. Sin embargo, era un lugar agradable a la vista, pues por la ventana enrejada salía una luz: potente y alegre que lanzaba rayos brillantes sobre e camino, llegando incluso a iluminar los setos de enfrente; y había una luz rojiza y parpadeante en la; otra ventana, que en algunos momentos era débil mente discernible, y después brillaba con fuerza a través de las cortinas cerradas, lo que daba a entender que había un buen fuego en el interior. Valoran do esas pequeñas evidencias con el ojo de un viajero experto, Tom desmontó con la agilidad que le permitieron sus piernas casi congeladas y entró en la casa.

En menos de cinco minutos, Tom se hallaba acomodado en la habitación opuesta al bar, la habitación en la que había imaginado el fuego ardiente ante un fuego que rugía compuesto por un cubo di carbón y suficiente madera como para provenir de media docena de buenos matorrales de uva espinados apilados hacia arriba en la chimenea, que rugían, crujían con un sonido que, por sí solo, habría calentado el corazón de cualquier hombre razonable Aquello resultaba cómodo, pero no era todo, pues una joven agradablemente vestida, de mirada brillante y tobillos finos, estaba poniendo sobre la mesa un mantel blanco y muy limpio; y mientras Tom estaba sentado con los pies, calzados con zapatillas, sobre el guardafuegos de la chimenea, dando la espalda a la puerta abierta, vio una atractiva perspectiva del bar reflejada en el espejo colocado soba la repisa de la chimenea, con deliciosas filas de botellas verdes con etiquetas doradas, junto a frascos de adobos y conservas, quesos y jamones cocidos, y redondos de vaca, dispuesto todo sobre anaqueles de la manera más tentadora y deliciosa. Bueno, también esto era confortable; pero no era todo: pues en el bar, sentada frente a un té en la mesita más agradable, cerca del pequeño fuego más brillante, había una rolliza viuda de unos cuarenta y ocho años, de rostro tan confortable como el bar, que era evidentemente la propietaria de la casa y la señora suprema de todas aquellas agradables posesiones. Tan sólo había un inconveniente en la belleza general del cuadro, y era un hombre alto, un hombre verdaderamente alto, de abrigo marrón con botones brillantes de cestería, bigotes negros y cabello negro y ondulado, sentado con la viuda en la mesa del té, y del que no se necesitaba gran penetración para saber que estaba en el camino adecuado de persuadirla para que dejara de ser viuda, confiriéndole a él el privilegio de sentarse en ese bar durante lo que le quedara de vida.

Ni mucho menos tenía Tom una disposición irritable o envidiosa, pero por una u otra razón el hombre alto del abrigo marrón con los brillantes botones de cestería despertó esa pequeña inquina que tenía en su composición, y le hizo sentirse extremadamente indigno: todavía más porque de vez en cuando podía observar, desde su asiento colocado frente al espejo, ciertas pequeñas familiaridades afectivas entre el hombre alto y la viuda, que indicaban en grado suficiente que el hombre alto recibía un trato de favor tan elevado como su propio tamaño. A Tom le encantaba el ponche caliente -m aventuraría a decir que le encantaba demasiado el ponche caliente-, y después de haber comprobado que la yegua zorruna estaba bien alimentada y dormía sobre suficiente paja, y de haberse comido hasta el último bocado de la agradable cena caliente que la viuda preparó para él con sus propias manos, se limitó a pedir un vasito a modo de experimento Ahora bien, si en toda la gama del arte doméstico había un artículo que la viuda supiera elaborar mejor que cualquier otro, era ése precisamente, y el primer vaso se adaptó tan agradablemente al gusto d Tom Smart que pidió un segundo con el menor retrasó posible. El ponche caliente, caballeros, es algo agradable -algo extremadamente agradable bajo cualquier circunstancia-, pero en aquel cómodo antiguo salón, ante un fuego rugiente, mientras viento soplaba en el exterior haciendo crujir todos los maderos de la vieja casa, a Tom Smart le resulta absolutamente delicioso. Pidió otro vaso, y luego otro más -no estoy muy seguro de que no pidió otro después de aquél-, pero cuanto más ponche caliente bebía, más pensaba en el hombre alto.

– ¡Que su insolencia le confunda! -exclamó Tom para sí mismo-. ¿Qué asuntos tiene que resolver e este cómodo bar? ¡Un villano tan feo! Si la viuda tt viera algún gusto, elegiría seguramente a un tipo mejor que ése.

Tras decir aquellas cosas, la mirada de Tom pasó del espejo colocado sobre la repisa de la chimenea que había sobre la mesa; y conforme se fue sintiendo cada vez más sentimental, vació el cuarto vaso de ponche y pidió un quinto.

Tom Smart, caballeros, se había sentido siempre muy atraído por el negocio tabernero. Desde hacía, tiempo su ambición había sido atender un bar de su propiedad vestido con un abrigo verde, calzones de pana y fustán de pelo. Tenía grandes ideas acerca de cómo sentarse en cenas joviales, y había pensado a menudo lo bien que podría presidir con su conversación un salón propio, y qué ejemplo supremo sería para sus clientes en el departamento de bebidas. Todas estas cosas pasaron rápidamente por la mente de Tom mientras estaba sentado bebiendo ponche caliente junto al crujiente fuego, y se sintió justa y apropiadamente indignado por el hecho de que el hombre alto estuviera en el camino de conseguir tan excelente casa mientras que él, Tom Smart, estaba tan lejos de ella como siempre. Por ello, tras deliberar mientras tomaba los dos últimos vasos, acerca de si tenía perfecto derecho a iniciar una disputa con el hombre alto por haber conseguido éste la gracia de la rolliza viuda, Tom Smart llegó finalmente a la satisfactoria conclusión de que era un individuo perseguido, cuyas dotes no habían sabido utilizarse, y haría bien en irse a la cama.

La joven elegante guió a Tom por unas escaleras amplias y antiguas, utilizando una mano como pantalla de la vela para protegerla de las corrientes de aire que en un lugar tan antiguo y con tanto espacio para corretear habrían podido encontrar mucho sitio para divertirse sin apagar la vela, pero que, sin embargo, la apagarían; ello permitiría a los enemigos de Tom la oportunidad de afirmar que había sido él y no el viento, el que apagó la vela, y que mientras simulaba soplar para encenderla de nuevo en realidad estaba besando a la joven. Pero en cualquier caso obtuvieron otra luz y Tom fue conducido a través de un laberinto de habitaciones y pasillos hasta una estancia que había sido preparada para su recepción, en la que la joven se despidió de él deseándole buenas noches y le dejó a solas.

Era una habitación buena y grande con amplio armarios y una cama que habría servido para un internado completo, por no hablar de un par de roperos de roble en los que habrían cabido los equipajes de un pequeño ejército; pero lo que más llamó la atención a Tom fue una extraña silla de respaldo alto y aspecto horrendo tallada de la manera mi fantástica, con un cojín de damasco floreado y una abultamientos redondos en la parte inferior de lo patas cuidadosamente envueltos en paño rojo como si tuviera gota en los dedos. De cualquier otra extraña silla Tom sólo habría pensado que era una silla extraña, y ahí habría terminado el asunto; pero en esa silla particular había algo, aunque no podía decir qué era, tan extraño y tan diferente a cualquier otro mueble que hubiera visto nunca que pareció fascinarle. Se sentó delante del fuego y se quedó mirando fijamente la vieja silla durante media hora como si el demonio se hubiera apropiado de ella; el tan extraña que no podía apartar los ojos de aquel, objeto.

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