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Caminé hasta el pueblo pensando en el abandono de aquella casa y me encontré con el dueño de la pequeña posada echando arena en el umbral. Le encargué el desayuno y saqué el tema de la casa.

– ¿Está hechizada? -pregunté.

El posadero me- miró, sacudió la cabeza y respondió:

– Yo no digo nada. -¿Entonces lo está?

– ¡Bueno!… Yo no dormiría en ella -me espetó el posadero en un arranque de franqueza que tenía la apariencia de la desesperación.

– ¿Y por qué no?

– Si me gustara que sonaran todas las campanas de la casa sin que nadie las tocara; y que golpearan todas la puertas de la casa sin que nadie llamara en ellas; y escuchar todo tipo de pasos sin que ningún pie la recorriera; pues bien, entonces sí dormiría en esa casa -explicó el posadero.

– ¿Han visto a alguien allí?

El posadero volvió a mirarme y luego, con su anterior aspecto de desesperación, gritó «¡Ikey!» en dirección al patio del establo.

El grito provocó la aparición de un hombre joven de hombros altos, rostro rojizo y redondeado cabellos cortos de color arenoso, una boca muy ancha y húmeda, nariz vuelta hacia arriba y un enorme chaleco con mangas de rayas moradas y botones d madreperla que parecía crecer sobre él y estar a punto, si no se lo podaba a tiempo, de taparle la cabeza colgarle por encima de las botas.

– Este caballero quiere saber si se ha visto a alguien en los Álamos -dijo el posadero.

– Mujer capuchada con bullo -explicó lkey con gran viveza.

– ¿Quiere decir «armando bulla», gritando? -No, señor, un pájaro.

– Ah, una mujer encapuchada con un búho ¡Cielos! ¿La vio a ella alguna vez?

– Vi al bullo.

– ¿Y nunca a la mujer?

– No tan bien como al bullo, pero siempre va juntos.

– ¿Y alguien ha visto a la mujer tan claramente como al búho?

– ¡Que Dios le bendiga, señor! Muchísimos. -¿Quiénes?

– ¡Que Dios le bendiga, señor! Muchísimos. -¿Por ejemplo el tendero que está abriendo tienda allí enfrente?

– ¿Perkins? Que Dios le bendiga, Perkins no acercaría al lugar. ¡No señor! -comentó el joven con considerable fuerza-. No es muy listo, Perkins no es, pero no es tan tonto como eso.

(En ese punto el posadero murmuró su confianza en la buena cabeza de Perkins.)

– ¿Quién es, o quién fue, la mujer encapuchada del búho? ¿Lo sabe usted?

– ¡Vaya! -exclamó Ikey levantándose la gorra con una mano mientras con la otra se rascaba la cabeza-. En general dicen que fue asesinada mientras el búho cantaba.

Ese conciso resumen de los hechos fue todo lo que pude conocer, además de que un joven, tan animoso y bien parecido como nunca he visto otro, había sufrido un ataque y se había venido abajo después de ver a la mujer encapuchada. Y también que un personaje descrito imprecisamente como «un buen tipo, un vagabundo tuerto, que responde al nombre de Joby, a menos que le desafiaras llamándole por su apodo, Greenwood, a lo que él contestaría: «¿Y por qué no? Y, aún así, ocúpate de tus asuntos», se había encontrado con la mujer encapuchada cinco o seis veces. Pero esos testigos no pudieron ayudarme mucho, por cuanto el primero estaba en California y el último, tal como dijo Ikey (y confirmó el posadero), estaría en cualquier parte.

Ahora bien, aunque contemplo con un miedo callado y solemne los misterios, entre los cuales y este estado de la existencia se interpone la barrera del gran juicio y el cambio que cae sobre todas las cosas que viven, y aunque no tengo la audacia de pretender que sé algo de esos misterios, no por ello puedo reconciliar las puertas que golpean, las campanas que suenan, los tablones del suelo que crujen, e insignificancias semejantes, con la majestuosa belleza la analogía penetrante de todas las reglas divinas que se me ha permitido entender, de la misma forma que tampoco había podido, poco antes, uncir la relación espiritual de mi compañero de viaje con el carro d sol naciente. Además, había vivido ya en dos casas encantadas, ambas en el extranjero. En una de ella un antiguo palacio italiano que tenía fama de haber sido abandonado dos veces por esa causa, viví solo meses con la mayor tranquilidad y agrado: a pesar c que la casa tenía una docena de misteriosos dormitorios que nunca fueron utilizados y poseía en una habitación grande en la que me sentaba a leer muchísimas veces y a cualquier hora, y junto a la cu dormía, una sala hechizada de primera categoría Amablemente le sugerí al posadero esas consideraciones. Y puesto que aquella casa tenía mala reputación, razoné con él, diciéndole que cuántas cosas tienen mala fama inmerecidamente, y lo fácil que manchar un nombre, y que si no creía que si él y empezábamos a murmurar persistentemente por pueblo que cualquier viejo calderero borracho de vecindad se había vendido al diablo, con el tiempo sospecharía que había hecho ese trato. Toda esa prudente conversación resultó absolutamente ineficaz para el posadero, y tengo que confesar que fue el mayor fracaso que he tenido en mi vida.

Pero resumiendo esta parte de la historia, lo de casa encantada me interesó y estaba ya decidido a medias a alquilarla. Por ello, después de desayunar recibí las llaves de manos del cuñado de Perkins, (fabricante de arneses y látigos que regenta la oficina de correos y está sometido a una rigurosísima esposa perteneciente a la secta de la segunda escisión del pequeño Emmanuel), y fui a la casa asistido por mi posadero y por Ikey.

El interior lo encontré trascendentalmente lúgubre, tal como esperaba. Las sombras lentamente cambiantes que se movían sobre el, proyectadas por los altos árboles, resultaban de lo más lúgubre; la casa estaba mal situada, mal construida, mal planificada y mal terminada. Era húmeda, no estaba libre de podredumbre, había en ella un olor a ratas y era triste víctima de esa decadencia indescriptible que se apodera de toda obra hecha con manos humanas cuando ésta ya no recibe la atención del hombre. Las cocinas y habitaciones auxiliares eran demasiado grandes y se encontraban demasiado alejadas unas de otras. Por encima y por debajo de las escaleras, pasillos estériles se cruzaban entre las zonas de fertilidad que representaban las habitaciones; y había un viejo y mohoso pozo sobre el que crecía la hierba, oculto como una trampa asesina cerca de la parte de abajo de las escaleras traseras, bajo la doble fila de campanas. Una de las campanas llevaba la etiqueta, sobre fondo negro con descoloridas letras blancas, de AMO B. Me dijeron que ésa era la campana que más sonaba.

– ¿Quién era el Amo B.? -pregunté-. ¿Se sabe lo que hacía mientras el búho ululaba?

– Tocaba la campana -contestó Ikey.

Me sorprendió bastante la destreza y rapidez con la que aquel joven lanzó contra la campana su gorra de piel, haciéndola sonar. Era una campañia fuerte y desagradable que produjo un sonido de le más destemplado. Las otras campanas tenían escrito el nombre de las habitaciones a las que conducían sus cables: como «habitación del cuadro», «habitación doble», «habitación del reloj», etcétera, Siguiendo hasta su origen la campana del Amo B., descubrí que el joven caballero sólo tuvo un acomodo de tercera categoría en una habitación triangular bajo el desván, con una chimenea esquinera que indicaba que el Amo B. tenía que ser muy bajito para poder ser capaz de calentarse con ella, y una parte frontal piramidal hasta el techo digna de Pulgarcito. El empapelado de un lado de la habitación se había venido abajo totalmente llevándose con él trozos de escayola, llegando casi a bloquear la puerta. Daba la impresión de que el Amo B., en su condición espiritual, intentaba siempre tirar abajo el papel. Ni el posadero ni Ikey pudieron sugerir el motivo de que hiciera esa tontería.

No hice ningún otro descubrimiento salvo que la casa tenía un desván inmenso y de distribución irregular. Estaba moderadamente bien amueblada: aunque con escasez. Algunos de los muebles, una tercera parte, eran tan viejos como la casa; lo demás pertenecía a diversos períodos del último medio siglo. Para negociar sobre la casa me enviaron a un comerciante de trigo del mercado de la ciudad. Fui ese mismo día y la alquilé por seis meses.

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