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– Tom, empiezo a pensar que había algo raro en aquellos seis ancianos.

Llegó la segunda noche y ellos estaban escribiendo desde hacía dos o tres horas; escribían una parte de las perezosas notas de las que se han sacado estas perezosas páginas. Habían dejado de escribir, depositando las gafas sobre la mesa, entre ellos. La casa estaba cerrada y tranquila. Alrededor de la cabeza de Thomas Idle, que estaba acostado en su sofá, se hallaban suspendidas guirnaldas de humo fragante Las sienes de Francis Goodchild se hallaban similarmente decoradas mientras estaba recostado hacia, atrás en su sillón, con las dos manos entrelazada: tras la cabeza y las piernas cruzadas.

Habían estado hablando de varios temas, sin omitir el de los extraños ancianos, y se encontraban ocupados todavía en esa conversación cuando el señor Goodchild cambió de actitud abruptamente a tiempo que se ponía a darle cuerda a su reloj. Empezaban a sentirse lo bastante adormecidos como par, dejar de hablar por una actividad tan ligera. Thomas ldle, que estaba hablando en ese momento, s, detuvo y preguntó:

– ¿Qué hora es?

– La una-contestó Goodchild.

Y como si hubiese ordenado algo a uno de lo, ancianos, y la orden fuera ejecutada con prontitud (y a decir verdad todas las órdenes eran obedecida, así en aquel excelente hotel), se abrió la puerta i apareció en ella uno de los ancianos. No entró, sino que se quedó en pie con la mano en la puerta.

– ¡Tom, por fin, uno de los seis! -exclamó el señor Goodchild con un susurro de sorpresa-. ¿En qué puedo servirle, señor?

– ¿En qué puedo servirle, señor? -repitió el anciano.

– Yo no llamé.

– La campana lo hizo -replicó el anciano.

Dijo campana de un modo profundo y potente, como si se estuviera refiriendo a la campana de la iglesia.

– Creo que tuve el placer de verle ayer-comentó Goodchild.

– No puedo estar seguro de ello -fue la respuesta del ceñudo anciano.

– Creo que me vio, ¿no le parece?

– ¿Le vi? -preguntó el anciano-. Claro que le vi. Pero veo a muchos que nunca me ven a mí.

Era un anciano reservado, lento, terroso y estable. Un anciano cadavérico de lenguaje calibrado. Un anciano que parecía incapaz de pestañear, como si le hubieran clavado los párpados a la frente. Un anciano cuyos ojos, dos puntos de fuego, no tenían más movimiento que el que le permitiría el hecho de tenerlos unidos con la nuca por unos tornillos que le atravesaran el cráneo y estuvieran remachados y sujetos por el exterior, entre su cabello gris.

La noche se había vuelto tan fría para la capacidad sensorial del señor Goodchild que se estremeció. Comentó a la ligera, como excusándose:

– Me da la impresión de que hay alguien caminando sobre mi tumba.

– No -repuso el extraño anciano-. No hay nadie allí.

El señor Goodchild miró a ldle, pero éste estaba con la cabeza envuelta en humo.

– ¿Que no hay nadie allí? -dijo Goodchild.

– No hay nadie en su tumba, se lo aseguro -contestó el anciano.

Había entrado y cerrado la puerta, y ahora se sentó. No se dobló para sentarse como hacen las otras personas, sino que dio la impresión de hundirse mientras estaba erguido, como si cayera en un cuerpo de agua, hasta que la silla le detuvo.

– Mi amigo, el señor Idle -dijo Goodchild, deseoso de introducir a una tercera persona en la conversación.

– Estoy al servicio del señor Idle -dijo el anciano sin mirarle.

– Si vive usted aquí desde hace tiempo -empezó a decir Francis Goodchild.

– Así es.

– Entonces quizá pueda aclararnos una cuestión acerca de la cual mi amigo y yo dudábamos esta mañana. Han ahorcado criminales en el castillo, ¿no es así?

– Así lo creo -contestó el anciano.

– ¿Les colocan con el rostro vuelto hacia esa noble vista?

– Te colocan la cabeza de cara al muro del castillo -repuso el otro-. Cuando estás colgado, ves que sus piedras se expanden y contraen violentamente, y una expansión y contracción similares parecen tener lugar en tu propia cabeza y en tu pecho. Luego se produce una acometida de fuego y un terremoto, y el castillo salta por el aire y tú caes por un precipicio.

Daba la impresión de que le molestaba la corbata. Se llevó la mano a la garganta y movió el cuello de un lado a otro. Era un anciano cuya cara estaba como hinchada, y la nariz vuelta e inmóvil hacia un lado, como si tuviera un pequeño gancho insertado en esa ventanilla. El señor Goodchild se sentía muy incómodo y empezó a pensar que la noche era calurosa, en lugar de fría.

– Una potente descripción, señor -comentó.

– Una sensación potente -le corrigió el anciano.

El señor Goodchild volvió a mirar al señor Thomas Idle, pero Thomas estaba boca arriba con el rostro atento y vuelto hacia el anciano, sin hacer señal alguna de reconocimiento. En ese momento le pareció al señor Goodchild que unos hilos de fuego salían de los ojos del anciano en dirección a los suyos, y que se quedaban allí. (El señor Goodchild, al escribir el presente relato de su experiencia, afirma con la mayor solemnidad que tenía la poderosa sensación de que desde ese momento le obligaban a mirar al anciano a través de esos dos hilos de fuego).

– Debo decírselo -afirmó el anciano con una mirada pétrea y fantasmal.

– ¿Qué? -preguntó Francis Goodchild.

– Usted sabe dónde sucedió. ¡Ahí!

El señor Goodchild no pudo saber en ese momento, ni nunca lo sabrá, si el anciano señalaba a la habitación de arriba, o a la de abajo, o a cualquier habitación de la antigua casa, o una habitación de alguna otra casa antigua de esa vieja ciudad. Se sintió confundido por la circunstancia de que el índice de la mano derecha del anciano parecía introducirse en uno de los hilos de fuego, encenderse el propio dedo y hacer una embestida de fuego en el aire, como si señalara hacia algún lugar. Y tras señalar, deshizo el gesto.

– Usted sabe que ella era una novia -dijo el anciano.

– Sé que todavía envían tarta nupcial -comentó el señor Goodchild titubeando-. Esta atmósfera me resulta oprimente.

Ella era una novia, había dicho el anciano. Era una joven hermosa, de cabellos blondos y ojos grandes que no tenía carácter ni propósito. Una nada débil, crédula, incapaz e indefensa. No como su madre. No, no. Lo que reflejaba era el carácter del padre.

La madre se había preocupado de asegurárselo todo para ella, para su propia vida, cuando el padre de esta joven (una niña en aquel momento) murió (de un desvalimiento total, no de otra enfermedad) y entonces él renovó la amistad que en otro tiempo había tenido con la madre. Por dinero había dejado el campo libre al hombre de cabellos blondos y ojos grandes (o la no entidad). Pudo tolerar eso por dinero. Y quería una compensación en dinero.

Por ello regresó al lado de aquella mujer, la madre, volvió a enamorarla, bailó a su alrededor y se sometió a sus caprichos. Ella descargó sobre él todo capricho que tuviera, o pudiera inventar. Y él lo soportaba. Y cuanto más lo soportaba, más quería una compensación en dinero, y más decidido estaba a obtenerlo.

¡Pero ay! Antes de que la obtuviera, ella le engañó. En uno de sus estados imperiosos, se quedó congelada y no volvió a descongelarse. Una noche se llevó las manos a la cabeza, lanzó un grito, se quedó rígida, permaneció en esa actitud varias horas y murió. Y él no había obtenido, todavía, una compensación en dinero. ¡Qué el infierno se la llevase! Ni un solo penique.

La había odiado durante toda esa segunda relación y había ansiado vengarse de ella. Falsificó entonces la firma de ella en un documento en el que dejaba todo lo que tenía a su hija, de diez años entonces, a quien traspasaba absolutamente todas sus propiedades, y se designaba a sí mismo como el tutor de la hija. Cuando deslizó el documento bajo la almohada de la cama en la que yacía ella, se inclinó sobre un oído sordo de la muerta y susurró:

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