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» Cuando llegó a cenar el Signore Dellombra (contó el correo genovés en voz baja, tal como había hecho en otra ocasión), le llevé hasta la sala de recibir, el gran salón del viejo palazzo. El amo le recibí¿ con cordialidad y le presentó a su esposa. Al levantarse ésta le cambió el rostro, lanzó un grito y cayó desmayada sobre el suelo de mármol.

» Entonces volví la cabeza hacia el Signore Dellombra y vi que iba vestido de negro, que tenía un aire reservado y secreto, que era un hombre oscuro de muy buen aspecto, de cabellos negros y mostacho gris.

» El amo levantó a su esposa en brazos y la llevé al dormitorio, donde yo envié inmediatamente a la bella Carolina. Ésta me contó después, que el ama estaba aterrada mortalmente, y que se pasó toda la noche pensando en el sueño.

» El amo se encontraba molesto y ansioso… más colérico, pero muy solícito. El Signore Dellombra era un caballero cortés y habló con gran respeto y simpatía del hecho de que el ama se encontrara tar enferma. El viento africano llevaba soplando algunos días (así se lo habían dicho en su hotel de la Cruz de Malta), y él sabía que a menudo era dañino. Deseaba que la hermosa dama se recuperara pronto. Pidió permiso para retirarse y renovar su visita cuando pudiera tener la felicidad de saber que su esposa estaba mejor. El amo no se lo permitió y cenaron a solas.

» Se retiró pronto. Al día siguiente llegó a caballo hasta la puerta para preguntar por el ama. En aquella semana, lo hizo en dos o tres ocasiones.

» Lo que yo observé por mí mismo, unido a lo que la bella Carolina me contó, me bastó para comprender que el amo había decidido curar a su esposa de su caprichoso terror. Era todo amabilidad, pero se mantuvo sensato y firme. Razonó con ella que estimular esas fantasías era provocar la melancolía, cuando no la locura. Que tenía que ser ella misma. Que si lograba enfrentarse a su extraña debilidad y recibir felizmente al Signore Dellombra tal como una dama inglesa recibiría a cualquier otro invitado, habría vencido su fantasía para siempre. Para abreviar, el Signore regresó, y el ama le recibió sin que se le notara ninguna preocupación (aunque todavía con ciertas limitaciones y aprensiones), por lo que la noche pasó serenamente. El amo estaba tan complacido con este cambio, y tan deseoso de confirmarlo, que el Signore Dellombra se convirtió en un invitado constante. Era muy entendido en cuadros, libros y música, y su compañía habría sido bien recibida en cualquier palazzo triste.

» Muchas veces observé que el ama no se había recuperado del todo. Delante del Signore Dellombra bajaba la mirada e inclinaba la cabeza, o lo contemplaba con una mirada aterrada y fascinada, como si su presencia tuviera sobre ella una influencia o un poder malignos. Pasando de ella a él, solía verle en los jardines sombreados, o en la gran sala iluminada a medias, podríamos decir que «mirándola fijamente desde la oscuridad». Pero lo cierto es que yo no había olvidado las palabras de la bella Carolina al describir el rostro del sueño.

» Tras su segunda visita, oí decir al amo:

» -¡Ya ves, mi querida Clara, ahora todo ha terminado! Dellombra ha venido y se ha ido, y tu aprensión se ha roto como si fuera de cristal.

» -¿Volverá… volverá de nuevo? -preguntó el ama.

» -¿De nuevo? ¡Claro, una y otra vez! ¿Tienes frío? -le preguntó al ver que ella se estremeció.

» -No, querido; pero ese hombre me aterra: ¿estás seguro de que tiene que volver otra vez?

» -¡El hecho mismo de que me lo preguntes hace que todavía esté más seguro, Clara! -contestó el amo alegremente.

» Pero ahora el amo estaba muy esperanzado en la recuperación completa de su esposa, y cada día que pasaba lo estaba más. Ella era hermosa y él se sentía feliz.

» -¿Va todo bien, Baptista? -me preguntaba de vez en cuando.

» -Así es, signore, gracias a Dios; todo va muy bien.

» Para el carnaval, nos fuimos todos a Roma (dijo el correo genovés forzándose a hablar un poco más alto). Yo había pasado fuera el día entero con un siciliano amigo mío, también correo, que se encontraba allí con una familia inglesa. Al regresar por la noche al hotel encontré a la pequeña Carolina, que nunca salía de casa sola, corriendo aturdida por el Corso.

» -¡Carolina! ¿Qué sucede?

» -¡Ay, Baptista! ¡Ay, en el nombre del Señor! ¿Dónde está mi ama?

» -¿El ama, Carolina?

» -Se fue por la mañana… cuando el amo salió a su paseo diurno, me dijo que no la llamara, pues estaba fatigada por no haber descansado durante la noche (había tenido dolores) y se quedaría en la cama hasta la tarde, para levantarse así recuperada. ¡Pero se ha ido!… ¡Se ha ido! El amo ha regresado, ha echado la puerta abajo y ella ha desaparecido. ¡Mi bella, mi buena, mi inocente ama!

» Así lloraba, desvariaba y se debatía para que yo no pudiera sujetarla la hermosa Carolina, hasta que acabó desmayándose en mis brazos como si le hubieran disparado. Llegó el amo; en su actitud, su rostro y su voz no era ya el amo que conocía yo: se parecía a sí mismo tanto como yo a él. Me cogió, y después de dejar a Carolina en su cama del hotel al cuidado de una camarera, me condujo en un carruaje furiosamente a través de la oscuridad, cruzando la desolada Campagna. Cuando se hizo de día y nos detuvimos en una miserable casa de postas, hacía doce horas que todos los caballos habían sido alquilados y enviados en distintas direcciones. ¡Y fíjense bien en esto! Habían sido alquilados por el Signore Dellombra, que había pasado por allí en un carruaje con una asustada dama inglesa acurrucada en una esquina.

Tras emitir un prolongado suspiro, el correo genovés dijo que nunca había oído que nadie la hubiera vuelto a ver más allá de ese punto. Lo único que sabía es que se desvaneció en un infame olvido llevando a su lado el temible rostro que había visto en su sueño.

– ¿Y cómo llaman a eso? -preguntó con tono triunfal el correo alemán-. ¡Fantasmas! ¡Ahí no hay fantasmas! ¿Cómo llaman a esto que voy a contarles? ¡Fantasmas! ¡Aquí no hay fantasmas!

» En una ocasión (siguió diciendo el correo alemán) me contraté con un caballero inglés, anciano y soltero, para recorrer mi país, mi Patria. Era un hombre de negocios que comerciaba con mi país y conocía la lengua, pero que no había estado nunca allí desde su adolescencia… y por lo que yo consideré que debían haber transcurrido unos sesenta años.

» Se llamaba James y tenía un hermano gemelo llamado John, que era también soltero. Un gran afecto unía a esos hermanos. Tenían un negocio común en Goodman's Fields, pero no vivían juntos. El señor James habitaba en Poland Street, esquina a Oxford Street, en Londres; y el señor John residía cerca de Epping Forest.

» El señor James y yo íbamos a partir para Alemania en una semana. El día exacto dependería de un negocio. El señor John llegó a Poland Street (cuando yo habitaba ya en la casa) para pasar esa semana con el señor James. Pero al segundo día le dijo a su hermano:

» James, no me siento muy bien. No es nada grave, pero creo que estoy un poco gotoso. Me iré a casa para que me cuide mi ama de llaves, que me entiende bien. Si mejoro, regresaré para verte antes de que te vayas. Si no me pongo bien como para proseguir la visita donde la dejé, puedes venir a verme antes de partir.

» El señor James dijo que por supuesto que así lo haría, y se estrecharon las manos, las dos manos, tal como hacían siempre, tras lo cual el señor John pidió que le trajeran su carruaje, ya anticuado, y se fue a casa.

» Dos noches después de eso, es decir, el día cuarto de la semana, me despertó de un profundo sueño el señor James, entrando en mi dormitorio con un camisón de franela y una vela encendida. Se sentó junto a mi cama y me dijo, mirándome:

» -Wilhelm, tengo razones para pensar que he cogido una extraña enfermedad.

» Me di cuenta entonces de que había en su rostro una expresión inusual.

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