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Me deslicé tras él ocultándome en unos matorrales que crecían allí y sólo el diablo sabe con qué terror yo, un hombre hecho y derecho, seguía los pasos de aquel niño que se aproximaba a la orilla de agua. Estaba ya junto a él, había agachado una rodilla y levantado una mano para empujarle, cuando mi sombra en la corriente y me di la vuelta.

El fantasma de su madre me miraba desde los ojos del niño. El sol salió de detrás de una nube: brillaba en el cielo, en la tierra, en el agua clara y en las gotas centelleantes de lluvia que había sobre las hojas. Había ojos por todas partes. El inmenso universo completo de luz estaba allí para presenciar el asesinato. No sé lo que dijo; procedía de una sangre valiente y varonil, y a pesar de ser un niño no se acobardó ni trató de halagarme. No le oí decir entre lloros que trataría de amarme, ni le vi corriendo de vuelta a casa. Lo siguiente que recuerdo fue la espada en mi mano y al muerto a mis pies con manchas de sangre de las cuchilladas aquí y allá, pero en nada diferente del cuerpo que había contemplado mientras dormía… estaba, además, en la misma actitud, con la mejilla apoyada sobre su manecita.

Lo tomé en los brazos, con gran suavidad ahora que estaba muerto, y lo llevé hasta una espesura. Aquel día mi esposa había salido de casa y no regresaría hasta el día siguiente. La ventana de nuestro dormitorio, el único que había en ese lado de la casa, estaba sólo a escasos metros del suelo, por lo que decidí bajar por ella durante la noche y enterrarlo en el jardín. No pensé que había fracasado en mi propósito, ni que dragarían el agua sin encontrar nada, ni que el dinero debería aguardar ahora por cuanto yo tenía que dar a entender que el niño se había perdido, o lo habían raptado. Todos mis pensamientos se concentraban en la necesidad absorbente de ocultar lo que había hecho.

No existe lengua humana capaz de expresar, ni mente de hombre capaz de concebir, cómo me sentí cuando vinieron a decirme que el niño se había perdido, cuando ordené buscarlo en todas las direcciones, cuando me aferraba tembloroso a cada uno de los qu, se acercaban. Lo enterré aquella noche. Cuando sepa té los matorrales y miré en la oscura espesura vi sobre el niño asesinado una luciérnaga, que brillaba come el espíritu visible de Dios. Miré a su tumba cuando le coloqué allí y seguía brillando sobre su pecho: un ojo de fuego que miraba hacia el cielo suplicando a las estrellas que me observaban en mi trabajo.

Tuve que ir a recibir a mi esposa y darle la noticia, dándole también la esperanza de que el niño fuera encontrado pronto. Supongo que todo aquello lo hice con apariencia de sinceridad, pues nadie sospechó de mí. Hecho aquello, me senté junto a la ventana del dormitorio el día entero observando el lugar en el que se ocultaba el terrible secreto.

Era un trozo de terreno que había cavado para replantarlo con hierba, y que había elegido porque resultaba menos probable que los rastros del azadón llamaran la atención. Los trabajadores que sembraban la hierba debieron pensar que estaba loco. Continuamente les decía que aceleraran el trabajo, salía fuera y trabajaba con ellos, pisaba la hierba con los pies y les metía prisa con gestos frenéticos. Terminaron la tarea antes de la noche y entonces me consideré relativamente a salvo.

Dormí no como los hombres que despiertan alegres y físicamente recuperados, pero dormí, pasando de unos sueños vagos y sombríos en los que era perseguido a visiones de una parcela de hierba, a través de la cual brotaba ahora una mano, luego un pie, y luego la cabeza. En esos momentos siempre despertaba y me acercaba a la ventana para asegurarme que aquello no fuera cierto. Después, volvía a meterme en la cama; y así pasé la noche entre sobresaltos, levantándome y acostándome más de veinte veces, y teniendo el mismo sueño una y otra vez, lo que era mucho peor que estar despierto, pues cada sueño significaba una noche entera de sufrimiento. Una vez pensé que el niño estaba vivo y que nunca había tratado de asesinarlo. Despertar de ese sueño significó el mayor dolor de todos.

Volví a sentarme junto a la ventana al día siguiente, sin apartar nunca la mirada del lugar que, aunque cubierto por la hierba, resultaba tan evidente para mí, en su forma, su tamaño, su profundidad y sus bordes mellados, como si hubiera estado abierto a la luz del día. Cuando un criado pasó por encima creí que podría hundirse. Una vez que hubo pasado miré para comprobar que sus pies no hubieran deshecho los bordes. Si un pájaro se posaba allí me aterraba pensar que por alguna intervención extraña fuera decisivo para provocar el descubrimiento; si una brisa de aire soplaba por encima, a mí me susurraba la palabra asesinato. No había nada que viera o escuchara, por ordinario o poco importante que fuera, que no me aterrara. Y en ese estado de vigilancia incesante pasé tres días.

Al cuarto día llegó hasta mi puerta un hombre que había servido conmigo en el extranjero, acompañado por un hermano suyo, oficial, a quien nunca había visto. Sentí que no podría soportar dejar de contemplar la parcela. Era una tarde de verano y pedí a los criados que sacaran al jardín una mesa a una botella de vino. Me senté entonces, colocando la silla sobre la tumba, y tranquilo, con la seguridad que nadie podría turbarla ahora sin mi conocimiento, intenté beber y charlar.

Ellos me desearon que mi esposa se encontró bien, que no se viera obligada a guardar cama, esperaban no haberla asustado. ¿Qué podía decirles y con una lengua titubeante, acerca del niño? El oficial al que no conocía era un hombre tímido q mantenía la vista en el suelo mientras yo hablaba ¡Incluso eso me aterraba! No podía apartar de mí idea de que había visto allí algo que le hacía sospechar la verdad. Precipitadamente le pregunté que suponía que… pero me detuve.

– ¿Que el niño ha sido asesinado? -contestó mirándome amablemente-. ¡Oh, no! ¿Qué puede pensar un hombre asesinando a un pobre niño?

Yo podía contestarle mejor que nadie lo que podía ganar un hombre con tal hecho, pero mantuve la tranquilidad aunque me recorrió un escalofrío.

Entendiendo equivocadamente mi emoción ambos se esforzaron por darme ánimos con la esperanza de que con toda seguridad encontrarían niño -¡qué gran alegría significaba eso para mí! cuando de pronto oímos un aullido bajo y profundo, y saltaron sobre el muro dos enormes perros que, dando botes por el jardín, repitieron los ladridos que ya habíamos oído.

– ¡Son sabuesos! -gritaron mis visitantes.

¡No era necesario que me lo dijeran! Aunque en toda mi vida hubiera visto un perro de esa raza supe lo que eran, y para qué habían venido. Aferré los codos sobre la silla y ninguno de nosotros habló o se movió.

– Son de pura raza -comentó el hombre al que había conocido en el extranjero-. Sin duda no habían hecho suficiente ejercicio y se han escapado.

Tanto él como su amigo se dieron la vuelta para contemplar a los perros, que se movían incesantemente con el hocico pegado al suelo, corriendo de aquí para allá, de arriba abajo, dando vueltas en círculo, lanzándose en frenéticas carreras, sin prestarnos la menor atención en todo el tiempo, pero repitiendo una y otra vez el aullido que ya habíamos oído, y acercando el hocico al suelo para rastrear ansiosamente aquí y allá. Empezaron de pronto a olisquear la tierra con mayor ansiedad que nunca, y aunque seguían igual de inquietos, ya no hacían recorridos tan amplios como al principio, sino que se mantenían cerca de un lugar y constantemente disminuían la distancia que había entre ellos y yo.

Llegaron finalmente junto al sillón en el que yo me hallaba y lanzaron una vez más su terrorífico aullido, tratando de desgarrar las patas de la silla que les impedía excavar el suelo. Pude ver mi aspecto en el rostro de los dos hombres que me acompañaban.

– Han olido alguna presa -dijeron los dos al unísono.

– ¡No han olido nada! -grité yo.

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