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– ¡Muerte y rayos! -exclamó el joven caballero llevando la mano a la espada cuando mi tío entró en el coche.

– ¡Sangre y truenos! -rugió el otro caballero. Diciendo esto, sacó la espada y lanzó una estocada a mi tío sin más ceremonias. Mi tío no tenía ningún arma, pero con gran destreza le quitó de la cabeza el sombrero de tres picos al caballero de mal aspecto, y recibiendo la punta de la espada de éste con el centro del sombrero, apretó los lados y la mantuvo sujeta.

– ¡Hiérele por detrás! -gritó el caballero de mal aspecto a su compañero mientras se esforzaba por recuperar la espada.

– Será mejor que no lo haga -gritó mi tío enseñando el tacón de uno de sus zapatos de modo amenazador-. Le sacaré el cerebro a patadas si tiene alguno, y si no tiene le fracturaré el cráneo.

Poniendo en ejercicio en ese momento toda su fuerza, mi tío quitó la espada al caballero de mal aspecto y la tiró limpiamente por la ventana del coche, ante lo cual el caballero más joven volvió a vociferar su grito de «¡Muerte y rayos!» y se llevó la mano a la empuñadura de la espada, con actitud feroz, pero sin sacarla. Quizá, caballeros, tal como solía decir mi tío con una sonrisa, quizá tenía miedo de alarmar a la dama.

– Vamos, caballeros -dijo mi tío sentándose con actitud decidida-. No quiero que haya muerte alguna, con o sin rayos, en presencia de una dama, y hemos tenido ya suficiente sangre y truenos para un viaje; así que, si están de acuerdo, nos sentaremos en nuestros sitios bien tranquilos. Escolta, por favor, recoja el cuchillo de tallar del caballero.

Nada más decir mi tío esas palabras apareció el escolta ante la ventanilla del coche llevando en la mano la espada del caballero. Sostuvo en alto el farol y miró fijamente el rostro de mi tío al entregárselo: con su luz mi tío vio con gran sorpresa que una multitud inmensa de escoltas de coches de correos se arremolinaba alrededor de la ventana, y que cada uno de ellos tenía la mirada fija en él. Nunca, desde que nació, había visto un mar tan grande de rostros blancos, cuerpos rojos y ojos fijos.

«Esto es lo más extraño que me ha pasado nunca», pensó mi tío.

– Permítame que le devuelva el sombrero, señor -dijo mi tío.

El caballero de mal aspecto recibió en silencio el

sombrero de tres picos, miró el agujero que tenía en el centro con actitud inquisitiva, y finalmente se lo colocó encima de la peluca con una solemnidad cuyo efecto quedó un poco dañado porque en ese mismo momento estornudó violentamente y con la sacudida volvió a destocarse.

– ¡Todo en orden! -gritó el escolta del farol subiéndose al pequeño asiento de la parte posterior del coche.

Partieron. Mi tío se quedó mirando por la ventanilla del coche hacia fuera mientras salían del descampado y observó que otros coches con cocheros, escoltas, caballos y pasajeros, daban vueltas y vueltas en círculos a un trote lento de unos ocho kilómetros por hora. Mi tío, caballeros, ardía de indignación. Como hombre dedicado al comercio, pensaba que no se podía jugar con las bolsas del correo, y decidió escribir un memorial sobre el tema a la Oficina de Correos en el instante mismo en que llegara a Londres.

Sin embargo, en ese momento sus pensamientos se ocupaban de la joven dama sentada en la esquina más alejada del coche, con el rostro bien oculto bajo la capucha; el caballero de la capa azul celeste se sentaba frente a ella; el del traje color ciruela a su lado; y ambos la vigilaban estrechamente. Si ella hacía crujir demasiado los pliegues de la capucha, mi tío podía oír que el hombre de mal aspecto se llevaba la mano a la espada, y podía saber por la respiración del otro (estaba tan oscuro que no podía verle el rostro) que parecía que fuera a devorarla de un bocado. Aquella intrigó más y más a mi tío hasta que decidió que, pasara lo que pasara, llegaría hasta el final. Sentía una gran admiración por los ojos brillantes, los rostros dulces y las piernas y los pies hermosos; en resumen, le encantaba todo lo del otro sexo. Eso va con nuestra familia, caballeros, y lo mismo me sucede a mí.

Fueron muchas las tretas que puso en práctica mi tío para atraer la atención de la dama, o al menos para introducir en conversación a los misteriosos caballeros. Pero todo en vano; los caballeros no hablaban y la dama no miraba. A intervalos sacaba la cabeza por la ventanilla del coche y vociferaba que por qué no iban más deprisa. Pero gritó hasta quedarse ronco; nadie le prestaba la menor atención. Se arrellanó en el coche y pensó en las hermosas piernas, pies y rostro que tenía delante. Eso resultó mejor; le ayudaba a pasar el rato y le impedía preguntarse adónde iba y cómo era que se encontraba en una situación tan extraña. De todos modos, no es que aquello le preocupara mucho: mi tío, caballeros, era de esas personas totalmente libres y sencillas, vagabundas, a las que nada les importa. De pronto, el coche se detuvo.

– ¡Vaya! -exclamó mi tío-. ¿Qué demonios pasa ahora?

– Baje aquí -dijo el escolta poniendo los escalones. -¿Aquí? -gritó mi tío.

– Aquí -replicó el escolta.

– No haré nada semejante-dijo mi tío.

– Muy bien, entonces quédese donde está -dijo el escolta.

– Así lo haré-dijo mi tío.

– Muy bien -contestó el escolta.

Los demás pasajeros habían prestado gran atención a este coloquio y, viendo que mi tío estaba decidido a no bajarse, el hombre más joven pasó junto a él, rozándole, para ayudar a descender a la dama. En ese momento, el hombre de mal aspecto inspeccionaba el agujero que tenía en la parte superior de su tricornio. Cuando la joven dama le rozó al pasar, dejó caer uno de los guantes en la mano de mi tío y con los labios le susurró suavemente, tan cerca de su cara que sintió en la nariz el cálido aliento de la joven, una sola palabra: «¡Socorro!» Caballeros, mi tío saltó del coche de inmediato y con tal violencia que volvió a golpearse en los muelles.

– ¡Ah! Lo ha pensado mejor, ¿no es así? -preguntó el escolta al ver a mi tío de pie en el suelo.

Mi tío le miró unos segundos, dudando si no sería lo mejor arrancarle el arcabuz, dispararlo en la cara del hombre que llevaba la espada grande, golpear con la culata en la cabeza a los demás, coger a la joven dama y salir pitando. Sin embargo, lo pensó mejor y abandonó el plan, pues su ejecución le pareció excesivamente melodramática, y siguió a los dos hombres misteriosos, quienes llevando a la dama en medio entraban ahora en una casa antigua delante de la cual se había detenido el coche. Se metieron por el pasillo y mi tío les siguió.

De todos los lugares ruinosos y desolados que había contemplado mi tío, aquél era el que más. Daba la impresión de haber sido en otro tiempo una amplia casa de entretenimiento, pero el techo se había caído en muchos lugares y las empinadas escaleras estaban desgastadas y rotas. En la habitación en la que entraron había una chimenea enorme ennegrecida por el humo, pero sin que hubieran encendido fuego alguno. Todavía el polvo blanquecino de la leña quemada se esparcía sobre el hogar, pero estaba frío y todo se encontraba oscuro y lúgubre.

– Bueno -dijo mi tío mirando a su alrededor-, me parece que un coche que viaja a doce kilómetros por hora y se detiene un tiempo indefinido en un agujero como éste constituye un proceder bastante irregular. Haré que se sepa esto. Escribiré a los periódicos.

Mi tío lo dijo en voz bastante alta y de una manera abierta y sin reservas con el objetivo de tratar de iniciar una conversación con los dos desconocidos. Pero ninguno de ellos se fijó en él más que lo necesario para susurrarse algo el uno al otro y mirarle aviesamente al hacerlo. La dama estaba en el otro extremo de la habitación y en una ocasión se aventuró a hacerle una seña con la mano, como pidiéndole ayuda a mi tío.

Finalmente los dos desconocidos avanzaron un poco y se inició la conversación.

– Imagino, amigo, que no sabe usted que esto es una habitación privada -dijo el caballero vestido de azul celeste.

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