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Cuando al fin a Fernando no le quedó otro remedio que irse, lo hizo sabiendo que se había enamorado de una mujer asombrosa. Para entonces, María Luisa ya se había rendido a lo irremediable de sus propios sentimientos, y el largo beso que le dio en la estación, apretándole fuerte la nuca con su mano, fue su manera de decírselo y de animarle a superar su timidez. Luego hubo un noviazgo de cartas intensas y encuentros frecuentes, y el amor fue creciendo, volviéndose poderoso y sólido y visible.

Después de la boda, María Luisa se fue a vivir a Madrid. No tuvo que renunciar a nada. Simplemente, cambió su escuelita del barrio de pescadores por otra en Lavapiés, llena de niños tan sucios como los de Castrollano e igualmente ruidosos, con los que disfrutaba lo mismo que antes. En su tiempo libre, acompañaba a Fernando en su viejo coche a visitar los poblados de los alrededores de la ciudad, lugares pobres y feos a los que él se empeñaba en llevar su música, porque lo más hermoso de cuanto ha hecho el ser humano, decía, no podía ser sólo para unos pocos elegidos. Eran felices. Estaban convencidos de que se podía cambiar el mundo, y aquélla era su forma de intentarlo. A veces les dejaban instalarse en una taberna o en una iglesia, pero normalmente se quedaban en la calle, en medio del polvo o el barro, y lograban reunir un pequeño grupo de gente a su alrededor, crios y mujeres y viejos a los que María Luisa trataba de explicar, con toda la sencillez que podía, el valor de las melodías que luego Fernando hacía sonar en su violonchelo, con el mismo cuidado y la misma pasión que ponía en sus conciertos en los mejores teatros. Normalmente, aquellas personas escuchaban ajenas y extrañadas, como si la música y ellas perteneciesen a mundos distintos. A algunos niños les daba la risa, y las mujeres hacían comentarios de desdén, no siempre en voz baja, y a veces, cuando Fernando había terminado, rompían ellas a cantar y a tocar palmas, aunque no se sabía si lo hacían por devolver el esfuerzo o más bien para demostrar la superioridad de lo suyo. Pero hubo alguna ocasión en la que alguien -una vieja, un niño, una muchacha redonda y morena- pareció encontrar algo distinto en su música. Quizá la belleza. Un día, un hombre mayor, desdentado y mugriento, se puso a llorar mientras Fernando tocaba la Sarabanda de la Suite número 3 de Bach. Le caían unas lágrimas pesadas y lentas, y los vecinos empezaron a señalarlo con el dedo y a reírse. Pero él siguió a lo suyo, concentrado en la música y en su llanto, absurdamente feliz, como si hubiera estado conteniéndose toda la vida y sólo entonces se hubiera permitido explotar. Cuando el concierto terminó y todo el mundo fue alejándose del músico y su mujer, él se quedó allí, mirando fijamente el violonchelo y sorbiéndose los mocos. Antes de que se subieran al coche, sin moverse ni dirigirles la mirada pero en voz lo bastante alta como para que le oyeran, dijo: Parecía la música de Dios. Esa noche, María Luisa y Fernando descorcharon una botella de un buen tinto y brindaron por el divino Bach.

Tu cuerpo es el único lugar del mundo en el que quiero permanecer por siempre… Al leer de nuevo esas palabras, María Luisa recordará a Fernando amándola, con tanta ternura, con tanto deseo, y lo imaginará ahora en la cárcel, solo, apesadumbrado, quizá enfermo. Las cartas que recibe, muy de vez en cuando, son breves y frías. Siempre afirma que está bien, que no necesita nada. Pero a ella sus silencios y su falta de calidez le parecen alarmantes. Fernando nunca ha tenido muy buena salud. Se resfría a menudo, las anginas le hacen subir la fiebre como si fuera un niño y de vez en cuando sufre unos terribles dolores de cabeza que le provocan náuseas y le dificultan incluso la visión, y de los que sólo se recupera quedándose un par de días acostado y a oscuras. Lo más probable es que, en las duras condiciones de la cárcel, todos esos males se hayan agravado. Pero lo que más le preocupa a María Luisa es su estado de ánimo. Aceptar la derrota de las ideas y los sueños, aceptar la ausencia de la música, la lejanía de los seres queridos, el encierro, el hambre, el miedo a la muerte… ¿Quién podría resistir todo eso sin temblar?

En unos minutos, María Luisa habrá tomado una decisión: viajará a Badajoz, intentará verlo como sea. Con el dinero que ha ganado las últimas semanas, podrá pagarse el billete y la pensión. Sabe, sin embargo, que no va a ser fácil que la autoricen a hablar con él. Desde la cárcel, adonde escribió pidiendo permiso meses atrás, le han hecho saber que las visitas a los reclusos están prohibidas hasta que sean juzgados y sentenciados, y Fernando todavía está a la espera de juicio. A pesar de todo, se arriesgará. Ya encontrará alguna manera de convencer al director de la prisión, está segura de ello. Por si acaso, en su pequeña maleta meterá un traje remendado y negro, de luto.

Así caminará por las calles polvorientas y deshechas de Badajoz aquel frío amanecer de otoño, de luto a pesar del ardor impaciente que siente, bajo un sol blanquecino que resbala indiferente sobre las cosas, desdeñándolas. A la puerta de la cárcel se arreglará el pelo con los dedos, se colocará bien la falda algo arrugada del paseo, se enderezará las hombreras torcidas. Desde una ventana, un hombre tenebroso estará contemplándola sin que ella se dé cuenta, observando con deseo aquel cuerpo menudo y enérgico, sobre el que destacan las ondas rubias y la piel tan blanca.

Cuando María Luisa entre en su despacho, ya habrá decidido su jugada. Y ella la entenderá al momento, en cuanto los ojos rojizos la devoren, y la lengua gire llenando de babas los labios. Los dos harán su papel a la perfección. Ella se mostrará apenada y sumisa, como una débil mujer acostumbrada al dominio macho. Él aparentará un rigor dispuesto a convertirse en generosidad, y fingirá apiadarse ante la noticia del fallecimiento de la madre de uno de sus reclusos, muerta, en realidad, muchos años atrás.

– Yo también soy hijo y yerno -dirá, atusándose el bigotillo y chupándose de paso la punta del dedo índice-, y créame que la acompaño en el sentimiento. Pero, aun así, no puedo hacer nada. Las visitas a un preso no sentenciado no están permitidas. Puede usted comunicárselo por carta, que le será entregada con toda celeridad.

– Ya, ya lo sé, señor director. Pero le ruego que me escuche. Mi marido es un hombre muy especial. Es músico, artista, y ya sabe usted que los artistas sienten más que las personas normales. Además, estaba muy unido a su madre, que era viuda desde muy joven, con ese único hijo, ya me comprende…

Es tan impresionable y la noticia le va a causar tanto dolor, que yo estaría dispuesta a lo que fuera por dársela en persona.

Habrá remarcado muy claramente aquellas palabras -estaría dispuesta a lo que fuera-, que animarán la imaginación del hombre tenebroso, haciéndole resbalar un hilo de baba patético por la barbilla. La partida está ganada, pensará, y ya no se molestará más en disimular su baza.

– Está bien, está bien… Haré una excepción con usted, por tratarse de un caso tan especial y por haber venido desde tan lejos. Podrá verlo diez minutos. Sólo diez minutos. Y después, vuelva aquí, que habrá que hacer cuentas del favor.

María Luisa no percibirá el olor a desinfectante, ni el frío y la oscuridad, ni sentirá la silenciosa sombra de la muerte que día y noche ronda las galerías. Caminará hacia la sala de visitas como en un sueño, olvidada del tiempo.

Durante unos instantes, cuando Fernando cruce la puerta frente a ella, no lo reconocerá. Durante unos instantes, será sólo un ser extenuado, andrajoso y sucio, con la cara cruzada de arrugas terribles como heridas abiertas, la mueca de quien agoniza con insoportable dolor en los labios, y aquellos ojos, aquellos ojos que aún no son los de un muerto pero que aspiran a la muerte, que gritan y lloran y suplican y se consumen, devorados por la angustia.

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