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Pero las otras volverán, poco a poco, cada una con su propia historia, la del hijo muerto en el frente, la de la nieta reventada por una bomba, la del hermano huido no se sabe a dónde. Hablarán de esas cosas, y de la gran marea de ayer, y de las obras de reconstrucción que empiezan aquí y allá, y de lo difícil que es encontrar unos zapatos bonitos, y del hambre, y de lo pesado que está el marido, venga a decir que se quiere morir pero no se muere, y de la prima de la vecina de la esquina que se ha liado con un militar casado que le ha puesto un piso, y, por cierto, de lo horroroso que es ese Franco que parece un eunuco y seguro que lo es… Hablarán de mil cosas tontas, mientras a sus pies, en los castaños de Indias del parque, se vayan abriendo los grandes ramos de flores blancas. Se coserán la ropa avejentada. Se arreglarán el pelo las unas a las otras. Habrá de nuevo partidas de cartas y risas desaforadas. Pero cada una de ellas llegará y se irá siempre con el dolor, que va dejando a su paso una estela negra y disonante, perfectamente identificable alrededor de los cuerpos que en aquel tiempo caminan por la ciudad, cuerpos baldados del trabajo, cuerpos mustios de desamor, cuerpos exhaustos del hambre, cuerpos mutilados por las armas, cuerpos ateridos del frío, cuerpos mancillados en la prostitución, pobres, tristes cuerpos de los tristes y pobres seres derrotados que, a pesar de todo, anhelan vivir.

LOS AMORES DE FEDA

Apenas son las nueve de la mañana del día siguiente cuando Feda, bañada ya y arreglada con su mejor vestido, sale de casa de Carmina camino de Torió. Casi no ha dormido en toda la noche, a pesar del cansancio del largo viaje y las sorpresas tan duras de la tarde anterior. La excitación de volver a encontrarse con Simón la ha mantenido en vela. Sin embargo, camina ligera, casi corriendo. No tiene ni un céntimo y no se ha atrevido a pedirlo, así que debe recorrer a pie los tres o cuatro kilómetros que la separan de la casa, más allá de la playa. La última vez que estuvo allí, hace ya tres años, viajó en cambio en el tranvía que llegaba hasta el puente del Gabión. Era el mismo día en que Miguel había rescatado a toda la familia por los tejados de la casa del Sacramento. Desde el comienzo de los tiroteos en el cuartel de Campoalto, casi una semana atrás, no había visto a Simón ni sabía nada de él, y ya no aguantaba más. Así que apenas llegados al piso del tío Joaquín, se escapó sin el permiso de su madre y se subió a aquel tranvía. Pero le pareció tan lento que, al final, decidió bajarse antes de la última parada y echó a correr.

Al llegar al gran caserón de la colina, el corazón le rebotaba en las sienes y en el estómago. Apenas tuvo fuerzas para llamar a la puerta, que abrió la muchacha, tan cejijunta y malencarada como la propia doña Pía. Ni siquiera la saludó, aunque su grito resonó en la casa inmensa y silenciosa:

– ¡Señoraaaa!

Después se quedó callada, firme en el umbral de la puerta, como taponándolo para evitar cualquier intento de atravesarlo. Feda temió desmayarse al tener que enfrentarse por primera vez ella sola a la madre de Simón, que llegó caminando despacio, vestida como siempre de negro, con su collar de perlas brillantes alrededor del alto cuello de encaje y el pelo recogido en la nuca, tieso y duro igual que un casco. Le pareció aún más alta, más adusta e imponente que otras veces. Su timidísimo buenas tardes ni siquiera se oyó. Doña Pía no se molestó en responder.

– Simón se ha ido -le soltó sin más ni más, con su voz grave como la de un hombre-. Está con el ejército de Franco. Así que ahora ya puedes ir olvidándote de él definitivamente, porque ya no volverás a tenerlo. De eso me ocupo yo. Prefiero verlo muerto antes que liado con la hija de un socialista pobretón, entérate de una vez por todas.

Y con un leve gesto de sus cejas ordenó a la muchacha que cerrase la puerta. Feda se puso a llorar a gritos allí mismo, siguió llorando mientras trastabillaba camino de la parada del tranvía y en el propio tranvía -donde un chico muy atento, al que ella ni siquiera miró, le ofreció su pañuelo limpio-, y llegó llorando a casa del tío Joaquín. Después de regañarla por su escapada y por el susto que les había dado -aunque en realidad todos suponían que había ido adonde había ido-, Letrita no supo qué decir para consolarla. Si le seguía la corriente y se lamentaba con ella de aquel amor contrariado por la ceguera de doña Pía, si la abrazaba y le aseguraba entender su pena por la desaparición del novio, los llantos redoblaban, inconsolables. Pero cuando al fin se cansó del lloriqueo y, mientras la obligaba a tomarse una tila, empezó a decirle que tampoco era para tanto, que al fin y al cabo Simón no era más que un señorito fresco y maleducado, que todos veían venir su abandono, con guerra o sin guerra y que no debía empeñarse en aquel amorío absurdo sino abrir los ojos a otros chicos mucho mejores que él, los llantos se convirtieron en gritos histéricos. Fue preciso que interviniera Alegría que, con su dulzura habitual, logró calmar poco a poco a Feda y acostarla después de darle una copita de anís, aunque tuvo que esperar luego a que se durmiese sujetándole la mano.

Desde aquel día, Feda parecía, como decía su madre, la sombra de un suspiro. A su habitual tendencia a las melancolías y los sobresaltos permanentes, se unía ahora una exagerada laxitud física. En silencio, ella misma achacaba aquel desmadejamiento a la interrupción de sus encuentros amorosos con Simón, en el pisito que él había alquilado frente a la playa, y que la vigorizaban mucho más que cualquiera de los tónicos que María Luisa se empeñaba en hacerle tragar para combatir sus frecuentes malestares. Ciertamente, estaba destrozada. En las amargas noches en vela le daba por pensar que nunca más iba a verlo. Simón siempre se había resistido a la más que evidente hostilidad hacia ella de su madre. Pero ahora que estaba lejos y que las cosas se habían puesto tan feas, con aquella guerra que parecía enfrentar personalmente a las dos familias, lo más probable es que acabase por acatar la voluntad materna y la abandonara. Aunque también era posible que muriese en combate, desangrándose, mutilado, ciego… De tener que elegir entre una de aquellas dos perspectivas, Feda no habría sabido con cuál quedarse. Fuera como fuese, el futuro sin Simón se le antojaba un infierno, en el que se veía ya a sí misma solterona y definitivamente casta, vestida de negro como doña Pía y renunciando incluso a la barra de labios rosa fuerte y a la colonia de lavanda, dos aditamentos sin los cuales nunca salía de casa desde que había cumplido los diecisiete años.

Durante algún tiempo esperó una carta de despedida que jamás llegó. Al cabo de unos días, angustiada por la falta de noticias, empezó a buscarlas entre las amigas de Simón, a las que abordaba en la calle o en los cafés y a las que llegó a acechar a la puerta de sus propias casas. Así logró ir sabiendo a lo largo de los meses que estaba bien y que se portaba como un héroe, pero también que no había vuelto a mencionarla. Sin duda alguna, aquello hubiera desanimado a cualquier chica menos terca o enamorada que ella. A Feda no. Feda era tímida y hasta miedosa, pero no aceptaba fácilmente una negativa, al menos en los asuntos que para ella eran importantes. En esos momentos, y ya desde pequeña, le crecía por dentro como una fuerza, unas ganas tan irresistibles de hacer su santa voluntad que ella misma se sentía transfigurada, convertida en otra Feda mucho más valiente y segura de sí misma. E irresistible. Y ahora, una vez superado el desengaño de los primeros días, esa Feda intrépida había vuelto a nacer en su interior, y se negaba a admitir el abandono. De hecho, muchas noches, cuando estaba a punto de dormirse, le parecía que llegaba Simón y que la besaba y la abrazaba y le mordía los pechos y los muslos y se metía dentro de ella. Estaba convencida de que, en ese mismo momento, él la deseaba, soñaba con ella, la tomaba con su imaginación, en solitario. Siempre queriéndola.

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