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Pero todavía le quedó un resto de valor para enfrentarse a su propia visión. No debía pensar en la catástrofe. Quizá aquel levantamiento costase algunas vidas y llevara unos cuantos días aplastarlo, pero estaba seguro de que todo acabaría pronto. Y eso era lo que tenía que transmitir a las mujeres. No quería que se preocuparan innecesariamente. Ni siquiera les dijo lo del niño muerto, tragándose su propia consternación. Habló, tartamudeando, de un hombre herido, cosa poco grave, a lo que parecía.

Luego se detuvo a reflexionar sobre qué debía hacer. Más que nunca, sentía la necesidad de acudir a su despacho en la Diputación, al que no recordaba haber faltado jamás en los últimos diecisiete años. Estaba seguro de que su presencia allí, dado que era el funcionario de mayor edad, sería importante para calmar los ánimos y demostrar a todos -incluido él mismo- que no ocurría nada irremediable. Sin embargo, no podía salir mientras los soldados siguiesen disparando sin ton ni son. Tendría que esperar unas horas, hasta que todo acabase. Entretanto, había que organizar las cosas. Impedir que alguien se acercase a las habitaciones que daban al cuartel. Racionar las provisiones por si tenían que pasar un par de días -estaba seguro de que no serían más de un par de días- encerrados en casa. Echar una mano en lo que hiciese falta a los vecinos. Con el ánimo generoso y eficaz que le caracterizaba, se puso manos a la obra. Despidió a doña Antonia y don Manuel, en cuya sensatez confiaba plenamente. Mandó a las mujeres a la cocina, con la orden estricta de no acercarse a los cuartos de la parte delantera. Y cuando todo estuvo en orden en su casa, decidió iniciar las visitas a los otros pisos. Como había oído que doña Petra no se encontraba bien a causa del susto, subió a verla en primer lugar. Y fue entonces cuando ocurrió el incidente que acabó de destrozar su vida.

Publio nunca había juzgado a la gente por sus ideas, sino por sus comportamientos. A pesar de su apoyo al partido socialista, tenía buenos amigos entre los conservadores. Incluso compartía tertulia con un cura tan anticuado como sarcástico, por el que sentía una especial simpatía que le era correspondida sin disimulo. Y creía no sólo en la bondad del ser humano, sino en que esa bondad era siempre aceptada por los demás, igual que se acepta y se reconoce la dulzura del sol una hermosa mañana de primavera. Irremediablemente. Había logrado mantener intacta esa inocencia a lo largo de los setenta y un años de su vida, como si su propia afabilidad lo hubiera protegido contra la incomprensión y el menosprecio ajenos. Pero aquel día, el primero de la guerra, tuvo que aprender en tan sólo unos minutos que las cosas no eran así. Su mundo infantil y claro se desmoronó de repente, igual que había empezado a desmoronarse sin salvación el mundo que él y la gente como él habían intentado construir en los últimos años. El golpe resultó demasiado duro.

Fue Etelvina, la única hija de doña Petra, quien le abrió la puerta. Ahora era una muchacha de casi veinte años, pero él la había conocido de muy niña, y siempre había sentido por ella un gran cariño. Desde pequeña, había compartido muchas horas de meriendas y juegos con sus propias hijas, y Publio hubiese jurado que el afecto que la chica siempre le había demostrado era tan sincero como inquebrantable. Jamás se le habría ocurrido pensar que en las cosas de los cariños se mezclasen las ideas políticas. Pero aquella mañana, Etelvina ni siquiera le sonrió al verlo, ni le invitó a pasar, como era la costumbre. Lo miró ceñuda, quizá un poco burlona, y se mantuvo medio escondida detrás de la puerta entreabierta. Publio se sorprendió, pero achacó aquel raro comportamiento a la preocupación por lo que estaba sucediendo:

– ¿Estás bien? -le preguntó.

Etelvina contestó secamente:

– Sí, muy bien. ¿Qué quiere?

– Nada, no quiero nada, Telvina… He venido para ver si vosotros necesitabais algo. Me han dicho que tu madre se ha puesto mala.

– Mi madre ya está bien. Y no necesitamos nada de ustedes. Salvo que nos dejen en paz. Estamos rezándole un rosario a la Virgen de la Lluvia para pedirle que triunfe el levantamiento. Y que acaben pronto con todos ustedes, que tanto daño le han hecho a España.

Publio palideció. No supo qué contestar. Quiso tomárselo a broma, echarse a reír, hacerle cosquillas como cuando era pequeña, decirle que aquello no era posible después de tanto tiempo de buena vecindad…

Pero ninguna de esas palabras llegó a salir de su boca. Al ver la mirada tan agresiva de Etelvina, se le atragantaron todas antes incluso de que ella le cerrase la puerta en las narices.

Volvió a casa pálido, encogido. Las hijas se asustaron al verlo, y Letrita, después de tratar de averiguar en vano qué había ocurrido, lo convenció para que se acostase. Él se sirvió una copa de coñac y se encerró luego en el dormitorio, pidiendo no ser molestado. Desde allí se oía el ruido insoportable de los tiros. Cada uno de ellos parecía estallarle ahora a él por dentro, reventando todas las cosas hermosas y dignas que habían ido asentándose y madurando en su cabeza a lo largo de su vida. Cerró los ojos, y comprendió que ya no quería volver a abrirlos. No quería volver a mirar el mundo, porque en el mundo no quedaba nada que mereciese la pena ser mirado.

Tuvo la impresión de que un agujero eternamente hondo y eternamente negro se lo tragaba, como la muerte. Y nada hizo por evitarlo.

Cuando Letrita entró en la habitación más de una hora después, se lo encontró convertido en un anciano. Los años, que hasta entonces habían respetado su inteligencia y su ánimo, y también la estatura y el porte, la fortaleza de los huesos y hasta la delicadeza de una piel siempre pálida, se le habían echado de pronto encima. Parecía haber menguado. Una telaraña de arrugas profundas le marcaba el rostro, y los ojos antes tan vivaces se habían vuelto pequeños y débiles, ausentes. Su voz ni siquiera se alzó para saludarla.

Al verlo así, Letrita rompió a llorar y lo abrazó con la misma pena con la que en el pasado tuvo que abrazar a los hijos muertos. Lo había adorado desde que tenía dieciséis años y él, cerca ya de los treinta, la saludaba cada mañana al pasar por delante del mirador de su casa camino de la oficina de su padre en el puerto, con el sombrero claro y el bastón bien empuñado y la mirada suave. Había seguido adorándolo las primeras veces que se hablaron y cuando él le pidió matrimonio. Y después, a lo largo del tiempo, ocupada en cuidar de los hijos vivos y recordar a los muertos, disfrutando de la fortuna y soportando las penurias que llegaron cuando el negocio familiar fracasó, día tras día y año tras año, siempre lo había adorado. Lo conocía como si fuera carne de su carne, y cada una de las ilusiones de él era también suya, igual que suyo era cada uno de sus dolores. Hacía ya mucho que no necesitaban hablar para entenderse. Al verlo así, Letrita rompió a llorar porque supo que se le había partido el alma. Y que era para siempre.

El ya no tuvo fuerzas para consolarla. Su vida había terminado. A partir de aquel día, y hasta los momentos finales en que recuperó brevemente la lucidez, se limitó a ser un cuerpo sin razón ni voluntad. Ni la huida de Castrollano, ni las noticias de la guerra, ni siquiera la muerte de su propio hijo lograron conmoverle. Ya nada podía agrandar su pena, pues en un solo momento, en un único cadáver y una primera expresión de odio, había alcanzado a ver toda la crueldad que llegaría, y ese dolor abrió en su espíritu una herida imposible de cerrar.

Fue Letrita quien tuvo que hacerse cargo de la situación a partir de aquel momento. Sin verter más llanto que el del primer instante -que secó en seguida, consciente de que su fortaleza era ahora imprescindible para el bienestar de los suyos-, sumó a su propia solidez la solidez desvanecida de Publio, y fue en adelante madre y padre, esposa y marido. Ella organizó aquellos primeros días de sitio en la casa, ocupándose de tranquilizar a las chicas. No permitió quejas ni desidias ni lloriqueos ni malos humores ni temblores ni abandonos. Todo el mundo tuvo tareas que hacer, y todo el mundo, incluidos los vecinos aún amistosos, jugó a las cartas al atardecer, después de tomar un poco de café con pan duro migado o con galletas que ya empezaban a ponerse rancias.

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