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María Luisa todavía se gira hacia la droguería y maldice, ojalá no vuelva a entrarle nadie en la tienda y se le pudra todo, y su furor hace reír por un momento a su hermana. Luego caminan cogidas del brazo, en silencio durante un rato y charlando de naderías después, fingiendo una despreocupación que, sin embargo, no pueden sentir.

De pronto, alguien grita y abraza a María Luisa.

– ¡María Luisa…!

Teresa Riera era preciosa, tan guapa, con sus grandes ojos grises y su oscuro pelo ondulado, que la gente se volvía por la calle para mirarla. Ella solía reírse cuando se lo decían, ser guapa está bien, contestaba, pero hay cosas más importantes. Quizá su belleza provenía también de esas otras cosas, de su forma armoniosa de estar en el mundo, de aquella bondad que hacía que todos los seres débiles buscasen refugio en ella, los niños y los perros y los viejos enfermos y hasta los desgraciados que pedían limosna en las esquinas. Era tan guapa, que María Luisa no puede evitar sentirse mal al mirarla ahora, cuando termina el largo abrazo y se encuentra con el rostro demacrado, los ojos saltones sobre una piel que se ha vuelto arrugada como la de una mujer mayor, el pelo rapado casi al cero. La guerra ha dejado también sobre los cuerpos su huella de desgaste y de devastación.

Teresa les propone ir un rato a su piso, tienen tantas cosas que contarse y tanto que celebrar ahora que se han encontrado… Su madre ha muerto, dice, pero ella sigue viviendo en el mismo sitio, allí al lado, justo encima de La Imperial, aquella famosa pastelería donde antes se exponían montañas de bombones envueltos en papeles brillantes, merengues de colores y tartas con formas de flores y que ahora está cerrada, cubierta de telarañas la persiana del escaparate. Alegría rechaza la invitación: quiere llegar pronto a casa y descargar al fin su disgusto, así que prefiere seguir sola su camino, dejando a las dos amigas todavía abrazadas, felices de haberse descubierto vivas.

El piso de Teresa y su madre, una mujer adinerada, siempre tuvo buenos muebles y cuadros notables. Ahora está casi vacío. El precioso piano Pleyel que le habían regalado al cumplir los quince años ha desaparecido. En su lugar hay una mesa sobre la que están pegados un montón de papelitos, pequeños trozos alargados de papel, blancos y negros, que parecen simular un teclado. Teresa nota la sorpresa de su amiga. Está desolada:

– Me lo robaron. En realidad, me robaron todo. Pero lo que más me dolió fue que se llevaran mi piano.

Adora la música desde niña, vive para ella. Nunca fue una gran artista, pero le gusta la enseñanza, y su dulzura con los niños la convirtió en una buena maestra. Al inaugurarse el conservatorio en enero del 36, obtuvo una plaza. Pero el conservatorio ya no existe. Lo bombardearon los fascistas cuando asediraron la ciudad, y el hermoso edificio ardió como una cerilla. Lucio Muñoz, el viejo profesor de flauta, contempló el incendio durante toda la noche entre lágrimas, y afirmó que mientras las llamas iban devorándolo todo, se oían ráfagas de música levantándose sobre el silbido del fuego y los estallidos de la madera, pianos llorosos, trompas lastimeras, violines tristes como la mismísima muerte. Así llegó la barbarie, entre el llanto de los hombres y de las cosas.

Ahora, sobre las ruinas de la escuela crecen pequeñas matas de brunelas, ranúnculos, lamios y arenarias. A Teresa, cuando pasa por delante y ve las flores moviéndose despacio en el aire y alegrando la sordidez de los cascotes, le parece que es un símbolo de lo que algún día habrá de volver. Toda esa belleza perdida. De cualquier modo, aunque el conservatorio aún permaneciese en pie, ella no podría seguir dando clases allí. Igual que María Luisa, igual que la mayor parte de los amigos y amigas supervivientes, ha sido depurada. Jamás volverá a enseñar. Pero aún recibe en casa, sin cobrarles ni un céntimo, a un par de antiguas alumnas, que se resisten a abandonar su aprendizaje. Se sientan ante la mesa y fingen tocar a Schumann, a Chopin, a Debussy, apretando los dedos sobre los trocitos de papel. Ella tararea la melodía de la mano izquierda. Las niñas la de la derecha. A veces se parten de risa al contemplarse a sí mismas de aquella manera. A veces también lloran.

– Ya sé que es ridículo, pero si no lo hiciera creo que me moriría.

– ¿Por qué va a ser ridículo? No, no lo es. La música está dentro de ti. No se puede vivir sin lo que uno lleva dentro. Cuando intentas callarlo, te estalla y te revienta. Toca, Teresa, toca, aunque sea así. La música es tu vida. Si permites que te quiten también eso, será como si te hubieran matado. Teresa sonríe, animada:

– No lo lograrán, ¿verdad?

– Claro que no lo lograrán.

Sonríe, pero su aspecto es malo, y a veces no puede evitar una mueca de sufrimiento. Está seriamente enferma. En la cárcel cogió una tuberculosis ósea que le provoca dolores muy fuertes. Su espalda parece un nido de víboras. Le han dicho que podría operarse, pero le costaría mucho dinero, y no lo tiene.

– A veces me miro al espejo y no me reconozco. ¿Era yo la que afirmaba que ser guapa no es importante? Ahora daría algo por volver a serlo. Ya sé que parece una tontería, pero pienso que si vuelvo a ser guapa será porque estoy bien, porque todo ha pasado, porque la catástrofe se acabó… La vida se ha vuelto fea, y yo también. Me pregunto si quiero seguir viviendo en medio de tanta fealdad.

María Luisa no sabe qué decir. Comprende a su amiga. Ella aún tiene a Fernando, aunque esté en la cárcel, tiene a su madre y sus hermanas y a Merceditas. Son grandes razones para vivir. Pero Teresa está sola. Su madre ha muerto. El hombre al que quiso también. Lo ejecutaron. Era un hombre destacado, un buen político, por eso lo ejecutaron. No importa cómo se llamase. Nunca habló de él con nadie, y ahora necesita hacerlo, pero no puede delatarlo. Estaba casado y quería a su mujer, y ella no desea emborronar ese recuerdo. Cuando empezó todo, los dos se alistaron en la milicia, aunque cada uno lo hizo en una columna diferente. Se despidieron sin tristeza, prometiéndose el reencuentro pronto, en la victoria. Durante muchos meses no tuvo noticias suyas, pero vivió pensando en él, cada vez que salvaba la vida en una acción, cada vez que entraba con los compañeros en un pueblo ganado, y mientras caminaba por los senderos y los valles y trepaba por las rocas que los llevaban arriba, hacia lo alto de las montañas solitarias, cerca ya de la Meseta, perseguidos por los fascistas que al fin acabarían por atraparlos.

En la cárcel, en aquel antiguo hospicio donde pasó dos años largos, tan frío y húmedo y triste como un infierno, había coincidido con otra miliciana, compañera de él en la Columna Cantábrica. Fue ella quien le dijo que lo habían matado. Lo ejecutaron con otros tres nada más hacerlos prisioneros, y tiraron sus cadáveres al río. Se veía saltar a las truchas cebándose.

Al oír todo aquello, Teresa no pudo llorar. Se sentía tan rota, tan alejada de su propia vida, que durante el tiempo que permaneció en la cárcel no pudo llorar, como cuando estás muy cansada y sabes que necesitas dormir, pero el sueño se resiste. Sólo cuando al fin llegó a su casa y la encontró vacía y se enteró por una vecina compasiva de que su madre había muerto y de que se lo habían robado todo, sólo entonces rompió a llorar y no paró en cinco días. Aunque en realidad por lo que más lloraba era por el piano, o eso al menos pensaba ella en medio de sus sollozos, pero todo lo otro -su amor, la derrota, su madre, la terrible soledad que la esperaba- debía de estar también ahí.

– No quiero seguir hablando de estas cosas tan tristes. Ahora que tú has vuelto me parece que todo va a ser distinto. ¿Ya tienes trabajo?

– No, ni creo que lo consiga sin el certificado de adhesión…

– No voy a engañarte, María Luisa. La verdad es que no lo tenemos nada fácil. Yo lo he intentado todo, me he presentado en todos los sitios donde necesitaban gente, para lo que fuera, y he pedido ayuda a todos los amigos de mi madre. Nadie se atreve a cogerme. Es arriesgado, porque en cuanto los falangistas se enteran de que alguien como nosotras está trabajando, se ponen hechos una furia. Y ya sabes cómo se lo montan esos cerdos cuando están furiosos. Pero se me ha ocurrido que… Verás, hay gente que está vendiendo comida.

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