Margarita, entretanto, está en Madrid. Pobre, sí, más pobre que las ratas. Y desdichada. Pero viva y libre. Se ha instalado en el Puente de Vallecas, en una chabola donde los primos de Emiliano les han hecho un hueco. Acaban de llegar, después de un año y medio viviendo por los montes y las anchas llanuras de la Meseta. Emiliano conoce bien el país, tiene amigos en todos los pueblos, sabe cuáles son los mejores caminos y también los más remotos y dónde hay agua y dónde se levanta una cuadra perdida para pasar la noche. Así han logrado sobrevivir y llegar al fin a la capital, evitando los frentes y los inesperados peligros de la guerra. Madrid es muy grande, decía Emiliano, allí nadie te reconocerá ni preguntará nada, allí estaremos seguros y podremos encontrar trabajo.
Margarita se siente ahora algo más tranquila, aquí sólo es una más en medio de esa riada de gentes que van llegando, hombres que vuelven del frente con el color de la sangre en los ojos, viudas que abandonan la miseria del pueblo por esta otra que, al menos, ofrece el consuelo del anonimato, seres sin nombre ni historia, como ella, que aprovechan los restos de las antiguas casuchas bombardeadas para levantar chabolas en las que pasarán los años del hambre. Nadie pregunta a nadie por qué está aquí o cómo llegó, y eso la calma. Sin embargo, a veces añora las noches serenas del monte, con el olor dulzón de la tierra y la luminosidad del cielo y también los ruidos de los árboles, el tintineo de la lluvia en las hojas, el zumbido del viento, los crujidos de la madera, el susurro de los insectos, el canto de los pájaros. La poderosa hermosura de la naturaleza, eso es lo que más echa de menos en medio de aquel secarral inmundo, aparte de la vida del pasado en la que no quiere pensar mucho, aparte de las amigas, el puesto en la pescadería, el griterío de los muelles a la hora de la rula, el chapoteo tranquilizador del mar contra los muros del puerto, las cosas viejas y queridas que ya no volverá a tener. Y los niños, por supuesto. Pero ésa es otra historia. Casi todos los días sueña con ellos, sueña que se le ahogan en el mar, que se le caen por una ventana, que los persigue un bombardero pequeño, como de juguete, pero con bombas de verdad. Quiere creer que no es cierto, no les pasa nada, seguro que estarán bien, sólo son sueños, aunque la angustia que siente al despertar de sus pesadillas le dura hasta la noche siguiente. A veces habla con Emiliano de eso, pero a él le cuesta trabajo entenderla, porque no ha dejado nada detrás, ni objetos, ni lugares, ni personas cercanas.
A Emiliano la guerra le pilló en Castrollano por casualidad. Habían empezado las fiestas del Carmen, y él acababa de llegar con su camión medio oxidado en el que transportaba el puesto de feria que paseaba por toda España, de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad. Así vivía desde que había nacido, ni siquiera sabía muy bien dónde, en un pueblo de Soria, debió de ser. Antes viajaba con los padres. Ahora que ya estaban muertos, iba solo. Siempre solo. Y como carecía de casi todo, de jefes, de empleados, de familia, de casa, de ideas políticas, de religión, de dinero, y hasta de un trozo de cielo que pudiese considerar propio, lo de la guerra le pareció no sólo una cosa horrible, sino además totalmente ajena a su vida. Cuando comprendió que lo iban a movilizar, decidió que no estaba dispuesto ni a matar ni a morir por un rey o un presidente o un dios o una peseta. Así que simuló una cojera extrema que le eximiría del servicio, malvendió el camión, el puesto y todo el género, abandonó la pensión en la que solía quedarse y se instaló, como si fuera un mendigo tullido, en un galpón del puerto, entre las redes y los palangres de los pescadores. Allí fue donde lo conoció Margarita, mientras se paseaba por los muelles y echaba una mano en las faenas de los barcos. Él la veía pasar, meneando sus anchas caderas y mostrando su desparpajo, y no podía evitar mirarla fijamente con aquellos ojos negros tan redondos, porque le parecía la mujer más guapa del mundo, mucho más guapa que todas las que había visto hasta entonces.
Antes de la muerte de Miguel, ya se habían acostado varias veces. Si pensaba en su marido, solo en el frente, jugándose la vida, Margarita se sentía mal, pero el cuerpo joven y lleno de energía de Emiliano despertaba en ella tanto deseo, que prefería no pararse a pensar. Al fin y al cabo, se decía a sí misma, no era la única que lo hacía, y seguro que a Miguel, tan bueno y tan capaz de entenderlo todo, tampoco le importaría mucho si lo supiese.
Cuando se quedó viuda, empezó a ver a Emiliano con más frecuencia. Ahora ya no tenía motivos para creerse culpable de nada, y además él la ayudaba con la tristeza que se le había metido dentro. A pesar de sus largas soledades, era cariñoso y apasionado, y eso la hacía sentirse bien. Poco a poco, el chico se atrevió a proponerle que saliesen a pasear juntos, sin esconderse. Pero a ella no le daba la gana. Aunque su cuerpo no hubiese respetado la ausencia del marido ni su muerte, su moral sí, y no estaba dispuesta a dar que hablar. A los ojos de todo el mundo, era la viuda de Miguel Vega, y así quería seguir por mucho tiempo. Porque el difunto se lo merecía y porque, además, y aunque fuera de una manera confusa, su nueva condición parecía redimirla de sus muchas faltas, de sus pésimas maneras y su aspecto desastrado y su lenguaje salvaje. Los vecinos, las amigas, los camaradas del partido, incluso la gente que no la conocía y se cruzaba con ella por la calle, vestida de negro, desmejorada y ojerosa, la miraban ahora de otra forma, como si comprendiesen su pena y admirasen el coraje que tendría que echarle a la vida para seguir adelante. Hasta Letrita y las cuñadas la trataban de manera diferente. No es que antes tuviera quejas de ellas, no, siempre habían sido buenas, pero ahora sentía que su respeto era mayor. Así que, aunque la muerte de Miguel fuese una cosa muy triste, que la había dejado además desamparada con dos hijos todavía muy pequeños a su cargo, detrás del dolor Margarita estaba disfrutando de su condición de viuda formal y no se sentía dispuesta a estropearla por un amorío. Seguirían viéndose en secreto, y sólo en secreto.
Aquello duró unas semanas, aquel pesar reconfortante, aquella apacible incertidumbre del porvenir. Porque enseguida llegó el miedo puro y duro. En cuanto los fascistas tomaron Castrollano. Los días anteriores, cuando su victoria parecía cosa inevitable, las camaradas se pasaban unas a otras la consigna de huir. Era evidente que iban a fusilarlas o, al menos, a meterlas en la cárcel y quizá torturarlas por sacarles información. Lo estaban haciendo en todas partes. Había que irse, no sólo para salvarse, sino también y sobre todo -sostenían las más combativas- para volver a incorporarse a la lucha allí donde los sublevados aún no habían llegado. Algunas, como haría la familia Vega, se embarcaron camino de los puertos franceses a los que casi nadie consiguió llegar. Otras intentaron la fuga por los montes, y quién sabe si lo lograron. Pero hubo muchas que no pudieron escapar. Tenían hijos pequeños, o una madre vieja o un marido malherido en el hospital al que no querían abandonar. Tenían responsabilidades, y ni un céntimo para sobrevivir lejos del entorno familiar. Se quedaron. Encerradas en casa, como ausentes de la vida, tratando de disimular en vano su propia existencia y esperando con todos los músculos del cuerpo hechos un nudo los golpes en la puerta que anunciarían el cumplimiento de la atroz delación.
Letrita le había comunicado a Margarita sus planes de huida, por si ella quería acompañarlos con los niños. Pero no quiso. No sabía hacer otra cosa que no fuera comprar el pescado en la rula y venderlo después en su puesto, dijo. No se imaginaba viviendo en ningún lugar que no fuese aquél, el único que su consciencia reconocía como real. Y además, todavía confiaba en que Castrollano no caería en manos del ejército de Franco.