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Aquello parecía más un campamento de montaña que una acción militar. En el pueblo, después de la violencia inicial, todo estaba tranquilo y en orden. Por lo que podían ver desde allá arriba, la gente seguía haciendo sus actividades cotidianas, como si no ocurriera nada. Los pesqueros salían al amanecer y regresaban a media tarde. A lo lejos se oía el ruido de los motores, y podía seguirse la estela blanca que iba marcando su rumbo lento. Las gentes acudían al trabajo, abrían las tiendas y los bares, se afanaban en los campos, cuidaban del ganado. Las mujeres hacían la compra y los niños jugaban en la calle o se bañaban en las playas cuando bajaba la marea. A las doce, sonaban las campanas de las iglesias tocando el ángelus. Y el domingo una enorme multitud acudió a misa de nueve a la colegiata, y luego siguió por las calles a un Nazareno bamboleante, al que precedían varios curas y un enjambre de monaguillos que vistos desde la sierra parecían pequeños insectos blancos y rojos. Debieron de cantar, porque cuando el viento soplaba favorable llegaban allá arriba ráfagas melódicas.

Los milicianos no sabían qué hacer. Pasaban los días y las noches y ellos esperaban a que ocurriera algo, una maniobra del enemigo, la llegada de un enlace con órdenes exactas. Ninguno era experto en las cosas de la guerra. Dos o tres, los más veteranos, habían estado en la de Marruecos, aunque no habían pasado de soldados, salvo Quintín Arbes, que llegó a cabo. Ahora rememoraban constantemente aquellos tiempos y presumían de sabiduría militar. Hablaban de estrategia; discutían acaloradamente, sin llegar a ninguna conclusión, los movimientos a realizar en los siguientes días y contaban una y otra vez hazañas increíbles, propias y ajenas, que sembraban el entusiasmo guerrero entre los compañeros. Algunos anhelaban entrar ya en combate, tomar Sarres y detener a los insurrectos. Luego -soñaban en voz alta- entregarían el gobierno al pueblo y harían la revolución y convertirían el lugar en un ejemplo para el resto del país. Otros, en cambio, los menos enardecidos, preferían pensar que todo estaba a punto de acabar, que seguramente los golpistas estarían ya rindiéndose por aquí y por allá y que pronto recibirían la orden de regresar a casa sin haber necesitado usar las armas. Miguel pertenecía al primer grupo. La revolución. Ese era su ideal, y ahora, por primera vez en la vida, iba a tener la oportunidad de realizarlo. A veces, cuando miraba el fusil en sus manos, le daba cierta aprensión. Pero entonces empezaba a pensar en todos los hijos de puta con cuyo poder aquella arma era capaz de acabar, y se sentía exultante y dispuesto a cualquier heroicidad.

La excesiva calma de la situación ya estaba poniéndolos a todos nerviosos cuando de improviso al quinto día, lunes, llegó el infierno. Aquella noche los milicianos habían dormido una vez más tranquilamente. Las guardias de dos hombres se hicieron como de costumbre por turnos y, como de costumbre, no hubo ningún sobresalto. A Miguel le tocó el último relevo. Tenía sueño. Echó un trago corto de aguardiente. Encendió un cigarro. La claridad del alba empezaba a extenderse por los aires, aunque el sol aún no había salido y una niebla ligera flotaba entre la sierra y el mar. De pronto, un coro de lechuzas rompió a ulular violentamente en los árboles de la parte baja del monte, y una pareja de ratoneros aleteó sobre su cabeza, chillando enfurecidos. Y justo entonces empezaron a llover las balas. Primero se oyó el ruido sordo de los tiros, que resonó haciendo eco, y unas décimas de segundo después algo le silbó en los oídos y los proyectiles empezaron a clavarse en la tierra y las piedras -haciendo saltar chispas y esquirlas- y en la misma carne de algunos milicianos. Hubo gritos de socorro, gritos de dolor, gritos de furia, y ahí fue cuando Quintín Arbes logró imponer su voz de mando por encima de todas las demás, dando comienzo a la leyenda que le acompañaría el resto de su vida, hasta que su cadáver apareciera un día devorado por las alimañas en mitad del Pico Siesgu, y la Guardia Civil lo reconociese como el famoso guerrillero que había tenido aterradas durante años a varias comarcas.

Siguiendo las órdenes de Quintín, corrieron todos entre las balas a refugiarse detrás de las rocas de la cresta, que formaban un parapeto natural. El tiroteo cesó. Se miraron. Dos hombres se habían quedado atrás, heridos, y se arrastraban monte arriba extendiendo la mano en busca de ayuda. Un disparo perdido le rebotó cerca a uno de ellos, que hundió la cabeza en la tierra y se quedó inmóvil. Quintín mandó a buscarlos, y dio instrucciones para que los dejaran a un lado, tumbados en el suelo. Entretanto, él y Pepo el Herrero inspeccionaban el terreno. Los soldados del ejército golpista estaban cerca, a media ladera del monte, protegidos por los árboles hasta los que habían logrado llegar en plena noche sin ser descubiertos. Ante ellos, entre el lindero del bosque y la cresta de la montaña, se extendía una pradera salpicada aquí y allá de arbustos bajos, y luego un pedregal desnudo. De seguir adelante sin más, caerían como moscas bajo las balas de los milicianos, que habían reaccionado con más rapidez de la prevista. La cosa se había puesto complicada, así que se mantenían quietos, pegados a los troncos, aunque los cañones de los fusiles siguieran apuntando hacia arriba, a la columna de pronto invisible.

En los primeros momentos, Quintín había mandado parar el fuego con el que algunos habían respondido al ataque por sorpresa. Era importante no desperdiciar las municiones y el tiempo. Ahora, al comprobar que tenía a la vista al enemigo, avisó de su situación a los hombres desconcertados y enseguida dio la orden de disparar. La escaramuza fue corta, aunque nadie de los que allí estuvieron habría sido capaz de decir cuánto duró. Quizá quince o veinte minutos, pero bien pudo haber sido una vida entera, o tal vez sólo unos segundos. Los milicianos, bien protegidos por su muralla caliza, atinaron, a pesar de la sorpresa del primer instante. El bosque en cambio no fue refugio suficiente para los sublevados. Cuando el capitán ordenó al fin retirarse, sobre los musgos y los helechos quedaron tendidos los cuerpos de varios de sus soldados. A otros se los llevaron como pudieron, a rastras, chorreando sangre, desgarrándoseles las ropas yla piel con las ramas caídas, las piedras, los matorrales.

Arriba se gritó durante unos instantes. Luego se hizo el silencio. En medio del pedregal, boca abajo, con los brazos abiertos sobre el suelo, Angelín el de Trelles todavía intentaba respirar. Era el más joven de la columna, un chaval de dieciséis años, grandote y desgarbado, que les había entretenido las veladas contándoles sus encuentros eróticos con una mujer casada, quince años mayor que él. Poseía una energía apabullante, que le irradiaba del cuerpo y aturdía a los demás. Miguel le había cogido mucho afecto. La noche anterior habían dormido el uno junto al otro. Angelín estuvo tomándole el pelo un buen rato por lo mucho que le gustaban aquellos libracos gordos como ladrillos que cargaba en la mochila y en los que a menudo se concentraba, alejado de los demás. Las personas eran mucho más interesantes que los libros, decía. Él prefería vivir antes que leer lo que habían vivido otros, emborracharse, follar, emigrar a América, hacer la guerra, y también abrazar a su madre cuando se iba a la cama. Ahí se quedó callado, quizá un poco triste, pero enseguida se durmió y en la penumbra de la noche su cara recobró el aire de inocencia de un adolescente. O eso le pareció a Miguel, que lo miró con atención un largo rato, mientras pensaba si realmente serían capaces de construir un mundo mejor para que vivieran en él los muchachos como ése. Durante la escaramuza, Angelín también había estado a su lado. Miguel le oía gritar todo el rato mientras disparaba. No decía nada, sólo soltaba chillidos inarticulados, como de animal furioso. De pronto, trepó al parapeto y se lanzó monte abajo, igual que un lobo hambriento contra un rebaño de ovejas. No pudo detenerlo. No le dio tiempo. Lo llamó a voces, pero él ya iba tambaleándose, y su fusil perdido rebotaba una y otra vez sobre las piedras.

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