Pero los Vega se quedaron. Y al cabo de tres o cuatro horas pudieron embarcar en el Don Quijote, un pesquero de buen tamaño y ágil, de brillante casco rojo sobre el que ondeaba, casi invisible en la noche, la bandera tricolor. No había patrón. Al mando iba un marinero viejo, con la cara marcada por cada una de las tempestades a las que había sobrevivido. A bordo, medio centenar de almas, algún dirigente político, varios guardias de Asalto, una docena de milicianos, un grupo de hombres heridos y cuatro o cinco familias, mujeres y viejos temblorosos y niños asustados.
Al amanecer, el Don Quijote zarpó, ruidoso y lento. Arrumbó hacia la bocana del puerto, enderrotó luego al Nordeste, arrió por prudencia la bandera republicana y se hizo a la mar. El sol se había alzado ya en el cielo, extrañamente azul aquella mañana, y parecía cubrir de oro las calles arrasadas de Castrollano, que flotaba en la lejanía, leve y centelleante, como una ciudad habitada por hadas. A su alrededor se extendían las colinas verdes, las pequeñas siluetas suaves de los árboles, los ríos que abrían tranquilos surcos violáceos hacia el mar. Y a lo lejos, apenas visibles en la distancia, las miradas más capaces aún alcanzaban a distinguir las cumbres nevadas, blanquísimas e imbatibles. Si alguien lloró, lo hizo en silencio. Si a alguien se le partió el corazón, no dijo nada.
Apenas hubo tiempo para las nostalgias. Enseguida sonó, amortiguado pero inconfundible, el bramido de las máquinas asesinas, y una lluvia de fuego cayó largamente sobre el puerto. El espectáculo de la destrucción, a la que habían escapado por minutos y de la que sin duda estaban siendo víctimas muchos de los que aún quedaban allí, sobrecogió los ánimos. Sin embargo, lo peor estaba aún por venir. Todavía se veían las llamas ardiendo en los muelles, cuando se avistó un barco. Parecía otro pesquero inofensivo, pero la bandera monárquica y las ametralladoras ostentosas sobre el puente no dejaban lugar a dudas. Debía de tratarse de uno de los navios de la Marina de Franco. Los refugiados corrieron a esconderse en la bodega, salvo dos de los guardias de asalto, los más serenos, que permanecieron en cubierta. Pronto sonaron órdenes amenazadoras, y los motores del Don Quijote se detuvieron. El barco cabeceaba ahora inerte. Después de un tiempo eterno, uno de los guardias bajó para avisar con palabras entrecortadas que el bou artillado mandaba poner rumbo a Puentesala, en poder ya de los fascistas. Por primera vez, se oyeron en voz alta sollozos, cagamentos, blasfemias. Letrita echó un vistazo a los suyos. Feda tenía los ojos cerrados. Alegría abrazaba a la niña y trataba de quitar importancia a todo aquello. Publio, el pobre Publio viejo e inocente, intentaba mantener el equilibrio con los pies abiertos y la ayuda del bastón, un poco pálido, como si estuviera mareándose, pero ajeno a todo. La miró y le sonrió, con la boca abierta, igual que un niño. Hacía años que Letrita no creía en Dios. Sin embargo, en aquel momento se puso a rezar en silencio.
Alguien decidió que era absurdo seguir hacinados en la bodega. Al fin y al cabo, iban a detenerlos a todos en cuanto llegasen a Puentesala. Volvieron a cubierta. La luz los deslumhró unos segundos, aunque ya no era el sol intenso de antes, sino una claridad amarillenta y desfallecida. Una niebla pálida cubría ahora el horizonte e iba alzándose por el cielo, avanzando hacia los barcos parados en mitad del mar. A pocos metros de distancia, un par de hom-bres uniformados apuntaron firmemente las ametralladoras del bou contra el grupo demudado de fugitivos, y cinco o seis soldados los encañonaron con sus fusiles. Se oyó un grito: ¡Qué, comunistas! ¿Ya os cagasteis?, y luego carcajadas. Algunos respondieron, indignados. De pronto, uno de los milicianos se tiró al agua y empezó a nadar, alejándose de los pesqueros, tratando quizá de llegar a la costa. Sonó un disparo, y el cuerpo se volteó en el agua, se mantuvo boca arriba durante unos instantes, agitó convulsamente los brazos y luego se hundió, dejando una estela roja que pronto fue llevada por la corriente. Un largo jirón de niebla, ligero como una gasa, surgió entonces de la nada y envolvió por unos momentos al bou, difuminando el cañón de las armas y las caras jocosas de los marinos. Alguien gritó de nuevo, ¡Arrancad el motor de una puta vez, o seguimos disparando! Las máquinas roncaron. Los dos pesqueros pusieron rumbo hacia Puentesala, el bou artillado vigilando tan de cerca al Don Quijote que, de haber sido observados en la lejanía, habrían parecido un único navio deforme.
Quizá el tiempo se había detenido. La muerte aguardaba allí donde el mar se convirtiese en tierra. Nadie hablaba. Nadie se movía. Se habían terminado las razones. Pero silenciosa, muy despacio, la niebla fue creciendo alrededor de aquel barco ya fantasma, desenroscándose como una serpiente blanquecina, hasta que lo invadió todo. La mancha antes oscura del enemigo palideció, un poco más a cada minuto, y acabó disolviéndose entre las nubes, como si se la hubieran tragado. A bordo arreciaban los gritos, hijos de puta, ni os mováis, os vamos a matar a todos en cuanto esta puta niebla desaparezca, no se os ocurra intentar ninguna maniobra… No fue preciso decir nada. Bastaron las miradas y los gestos. El pesquero viró a toda marcha y navegó de nuevo hacia el Nordeste, dejando atrás las ráfagas de ametralladora que se perdieron impotentes en el mar, como las chinas inofensivas de un niño que juega. Sólo entonces estallaron los chillidos, los aplausos, las voces de alegría. Dos días después, en medio de una furiosa tempestad, sin combustible y a remolque de un colega francés, el Don Quijote entró en el puerto de La Rochelle.
Feda vivió todo aquello como si estuviera envuelta en su propia niebla, la travesía en el barco, el viaje en tren cruzando Francia, los días de refugio en Barcelona, el encuentro con María Luisa -que llevaba casi un año viviendo en Cataluña con la familia de Fernando-, el traslado más al sur y las primeras semanas en Noguera. Las últimas lágrimas las había vertido al salir de casa de Carmina. Luego se quedó sin ellas. Fue como si el alma se le adormeciera, y pasara por los sucesos y los lugares sonámbula. Incluso Simón había desaparecido de sus noches, y ella llegó a temer que estuviera muerto. Pero poco a poco, en medio de aquella vida que recuperaba lentamente la fuerza de la cotidianeidad, se fue despertando. Una mañana amaneció con uno de sus viejos dolores de estómago, y tuvo que estar a manzanilla hasta la noche. Al día siguiente se puso a llorar cuando María Luisa le echó una bronca por no ocuparse de nada.
Y al otro, por fin, Simón volvió para quererla. Entonces el alma de Feda se sacudió los últimos restos del sueño, bostezó, se estiró largamente y echó a andar como si tal cosa, con sus melancolías y sus miedos y sus buenos momentos, añorando siempre el regreso a Castrollano y a los brazos reales de Simón.
Ahora, después de aquel tiempo que parece toda una vida, los tres años más interminables que se pueda imaginar, está al fin allí de nuevo, tan cerca del caserón en la colina, muerta de ansiedad y sudorosa. Pero cuando llega a la verja y alcanza a ver la gran casa al fondo del paseo de tilos, el calor se convierte en escalofrío: todo está cerrado, las contraventanas, la puerta, la propia verja que ella sacude con incredulidad. Un hombre que siega en la finca de al lado se le acerca:
– ¿Busca usted a los Seliña?
– Sí.
– Se han ido.
– ¿Quiénes se han ido?
– Doña Pía y su hijo.
Está vivo. Simón está vivo.
Se ha ido, pero vive, respira, aún la quiere…
– ¿Está bien el hijo?
– Sí, muy bien. Hizo una guerra muy buena, y ahora creo que anda en algo del gobierno. Por eso se han ido.
– ¿Sabe usted adónde?
– A Madrid, claro, a Madrid. Con los ministros y todo eso.
– Gracias, muchas gracias, señor.