La única pena de Carmina durante aquellos años se la había provocado su cobardía: a pesar de la insistencia de Manolo y hasta de Lolita y los crios, que siempre añadían unas letras en las cartas, nunca tuvo valor para coger un barco y plantarse allí. Estaba convencida, por alguna extraña superstición que ni ella misma podía explicarse, de que en cuanto se alejase de Castrollano le sucedería algo malo, quizá la muerte. Ése fue también el motivo por el cual no quiso huir con los Vega de la ciudad, a pesar de que por aquel entonces andaba muy desanimada. La guerra, con sus infinitas penalidades propias y ajenas y, sobre todo, la falta de noticias de la familia cubana desde que el correo de ultramar había dejado de funcionar la tenían acongojada. Cuando, después de todos aquellos meses viviendo en su casa, Letrita le anunció su decisión de abandonar Castrollano y le pidió que se fuese con ellos, rompió a llorar como una niña, pero aun así fue incapaz de dar el paso. Sólo a la hora de la despedída recuperó su humor, y aseguró entre risas que en realidad se quedaba porque no podía imaginarse siendo peinada por manos distintas de las de su peinadora de toda la vida. ¿Cómo iba a arriesgarse ella a perder el poco pelo que aún le quedaba y a que se lo cambiasen de color? Hijas, añadió, a ver si me voy a morir por ahí hecha un adefesio. ¡Ni hablar!
Letrita recuerda ahora su cara en el último instante, al otro lado de la misma puerta a la que acaba de llamar con su sonido rítmico de siempre -un golpe largo y tres breves-, la cara redonda y afable de Carmina, sus ojos pálidos tan a menudo achinados y húmedos de la risa, el pelo blanco teñido siempre con un reflejo violáceo, la colonia barata que en ella huele sin embargo a rosas frescas, recuerda toda la ternura y el apoyo y la comprensión y la entereza que le debe, y anhela desesperadamente que esa puerta se abra para abrazarla más fuerte de lo que jamás la ha abrazado y sentir una vez más que, pase lo que pase, ella está ahí, con su clara e infinita amistad entre las manos.
Cuando al fin aparece, después de haberlas descubierto a través de la mirilla, el rostro de Carmina ha vuelto a ser el de la niña que fue. Toda ella, en realidad, se ha transformado. Se sonroja como una niña, grita como una niña, las besuquea y abraza una y otra vez como una niña que hubiese recuperado lo más querido. Pero la alegría queda pronto velada por las malas noticias de una y otra parte: la muerte de Publio y Miguel, y la del tío Joaquín y Manolo, que sucumbió a unas fiebres palúdicas el último día del año 38. La carta de la ahijada comunicando la desgracia en nombre de su madre anafalbeta tardó cinco meses en llegar, pero, milagrosamente, llegó. De todas maneras, ella ya se barruntaba algo, porque aunque nunca se las había dado de bruja ni creía en los espíritus, aquella noche del 31 de diciembre la foto de Manolo y Lolita se cayó de la consola y el cristal se hizo añicos contra el suelo. Desde entonces se le había quedado como una sensación de vacío por dentro que no se le curaba con nada y que se asentó definitivamente con la llegada de la carta de Cuba.
Letrita y Carmina se cuentan y se escuchan las penas con calma. Para ellas ha pasado ya el tiempo de la vehemencia, el tiempo de la desesperación. Han aprendido que a cierto dolor sólo se sobrevive conformándose a él, adaptando a su garra cada una de las células del cuerpo. Saben que es inútil combatirlo, inútil darle de lado, inútil olvidarlo, porque no se olvida. Saben que hay que llevarlo dentro y dejarle hacer su tarea, cavar su hoyo, morder su presa, abatir su víctima. Hay que vivir en paz con el dolor y acompasar el paso al suyo. Por eso no necesitan llorar la una por la otra, ni hacerse aspavientos y buscar palabras compungidas o consoladoras. Les basta con sentir que, una vez más, están ahí, ellas sí que están aún ahí, vivas, presentes, sentadas lado a lado igual que se sentaban en el pupitre de la escuelita de doña Rosario, tibias y juntas aunque los corazones estén retorcidos y arrugados de tanto vivir.
Las hijas respetan en silencio el reencuentro y las confidencias de las amigas. Pero Merceditas no. Merceditas acaba de cumplir nueve años, y no quiere oír hablar más de muertos ni de tristezas. Cuando empezó la guerra, no llegó a comprender lo que sucedía. Delante de ella, todos se esforzaron por ocultar la crueldad de las cosas, y evitaron mostrarle el miedo o la angustia. Su única pena fue la postración del abuelo, pero a eso se acostumbró enseguida. En cuanto a la muerte del tío Miguel, la sintió más por el dolor de su familia que por el suyo propio, pues no había tenido mucho trato con él. El resto -los tiroteos, las bombas, las huidas, la vida a salto de mata- lo recuerda como si hubiese formado parte de un juego prolongado y no de una tragedia.
Luego llegó Noguera, y aquella existencia apacible en el campo, correteando con los nuevos amigos entre los naranjales y las huertas y bañándose en las albercas a escondidas de los paisanos. Pero la muerte del abuelo puso fin a la despreocupación. Por primera vez, comprendió lo persistente y hondo que puede llegar a ser el sufrimiento. Y aquella sensación salpicó de pronto todo lo ocurrido a su alrededor en los últimos años, ensombreciendo su memoria. Ahora, de regreso a la ciudad de la que guarda recuerdos fragmentados, quiere olvidar todo eso, olvidar la negrura de las ropas, la palidez de las caras, el hondo resonar de los sollozos, el latigazo demasiado doloroso del adiós definitivo. Quiere olvidar la derrota, la convulsión mal disimulada que provocaron en casa las noticias del fin de la guerra, el miedo que ha creído adivinar en las miradas y las voces y sobre todo en los largos silencios ensimismados. Por las noches, piensa en todo eso cuando cierra los ojos. A veces, demasiado acongojada, necesita hablar de ello con Alegría:
– Mamá, ¿qué nos va a pasar?
– No nos va a pasar nada, mi luna. No sé, quizá durante algún tiempo no podremos comer cosas ricas y tú no tendrás vestidos nuevos. Pero eso no es lo más importante, Mercedes. Lo más importante es que la abuela y las tías y tú y yo estamos juntas. Y estando juntas no nos va a pasar nada malo.
– Pero hemos perdido la guerra…
– Sí, hemos perdido.
– El otro día hubo una pelea en la alberca. Unos decían que los que han ganado son los malos, y otros que no, que los malos somos nosotros, y que vamos a ir todos a la cárcel, y se pegaron hasta que Julio empezó a sangrar por la nariz y nos llamó rojos de mierda y dijo que se lo iba a decir a su padre para que nos fusilaran…
Alegría calla durante un rato. Hace tiempo que no sabe a ciencia cierta qué decirle a la niña sobre esos asuntos. A menudo lo ha hablado con las otras, pero no acaban de ponerse de acuerdo. Letrita cree que es mejor no darle demasiadas explicaciones. Siempre ha pensado que no es bueno que Mercedes crezca odiando a nadie, y ahora que la guerra está perdida, opina además que no es justo que ella pague también por las cosas de los mayores, y que deben dejarla tranquila hasta que pueda entender ciertas cuestiones y pensar por sí misma. María Luisa, sin embargo, es partidaria de informarla de todo y de educarla en las mismas ideas en las que han sido educadas ellas. Esto no va a durar toda la vida, dice, y alguien tendrá que tomar el relevo cuando nosotros ya no estemos. Si no preparamos a los niños para el futuro, ¿qué será de ellos y del mundo?, afirma convencida. Y ella se pregunta si no tendrá razón. Pero se le parte el alma cuando piensa en su hija señalada con el dedo por la calle, rechazada en la escuela, arrinconada por pertenecer a los derrotados. Entonces la abraza fuerte y la besa muchas veces, como si así pudiese conjurar el mal que la amenaza.
– No hagas caso de esas cosas, mi luna. Son bobadas de niños. Aquí no hay ni buenos ni malos.
Unos piensan unas cosas y otros pensamos de manera distinta, eso es todo. Lo que es terrible es que alguien haga una guerra en nombre de sus ideas. Pero ahora ya pasó.