A mediados de otoño del año 29, un día de lluvia interminable, después de un parto breve y casi indoloro como solían ser los de las mujeres de la familia, nació Merceditas. Muerta de felicidad y de ternura, Alegría no sólo no echó en falta a su marido, sino que llegó a olvidarse de su obsesión por tener un hijo varón y hasta de su propia existencia. No empezó a preocuparse hasta que, quince días después del alumbramiento, Letrita mostró con cautela su sorpresa por no haber recibido ninguna noticia de Alfonso, a pesar de que le habían mandado un telegrama y una carta posterior. Ella lo excusó alegando que no le gustaba mucho escribir, pero en ese momento empezó a acordarse de él, a imaginar lo que iba a suceder y temerlo. La nube que durante aquellas semanas había velado su realidad acababa de desvanecerse, dejándola otra vez nítida y fea frente a sus ojos.
Cuando un par de meses después su marido llegó un día a buscarla; sin previo aviso, se le agolpó de pronto tanta angustia en el pecho, que la leche se le cortó. Alfonso estuvo, como de costumbre, encantador. Besó tierna y repetidamente a su mujer y a la niña, afirmando no haber visto nunca una criatura más guapa que aquélla, tan parecida a su madre y a su abuela. Aseguró haber enviado varias cartas de cuya desaparición debía ser culpable el servicio de correos, que siempre funcionaba mal. Compró flores para Alegría y pasteles para toda la familia. Y al cabo de dos días, protegiéndolas firmemente con su brazo poderoso -que nunca temblaba a la hora de dar una paliza a un detenido o empuñar la pistola-, las subió al tren de las 10, camino de Pontevedra.
Alegría mantuvo el tipo como pudo hasta que la locomotora arrancó y, muy lentamente, las queridas figuras familiares fueron alejándose, volviéndose diminutas en el espacio, a la vez que se hacían enormes en su corazón. Imaginó a su padre frotándose nervioso las manos, a la madre mordiéndose los labios para evitar que le temblase la barbilla, a María Luisa hablando de tonterías en voz muy alta, como si no ocurriese nada, a Miguel refunfuñando contra el sentimentalismo burgués a pesar de su nudo en la garganta y a Feda dejando que las lágrimas cayeran libremente de sus ojos. Los imaginó regresando a casa, al luminoso piso de la cuesta del Sacramento, más silencioso que de costumbre. María Luisa, siempre la más fuerte, calentaría la carne guisada y freiría unas patatas. Feda, aún llorosa, pondría la mesa. El padre y la madre se sentarían entretanto el uno al lado del otro, y fingirían parlotear de las cosas cotidianas, ocultando su congoja. Letrita incluso se levantaría para colocar en su sitio una de las tazas del aparador, la de la esquina de la derecha quizá, como si aquella nimia prueba de desorden fuese en ese momento su mayor problema.
Le dolía el corazón. Miró a la niña, dormida en sus brazos, con su carita feliz y sonrosada y el leve ronroneo en los labios. Y se sintió desgraciada y sola como nunca se había sentido, cargada con una responsabilidad, la de criar a su hija, que en ese momento le resultaba aterradora. Se puso a llorar. Las lágrimas caían sobre la manta blanca que envolvía a Mercedes. Mantuvo la cabeza agachada para que Alfonso no se diese cuenta. Pero él debió de notar algo, porque de pronto le agarró la cara y se la levantó. Alegría evitó mirarle a los ojos, aunque pudo imaginar su aspereza mientras le hablaba:
– ¿Qué es esto…? ¿Lloriqueas porque vuelves a tu casa…? El que tenía que llorar soy yo, que no has sido capaz de darme un hijo… ¡Cállate ya, que pareces boba…!
Aquella noche, hacia las dos de la madrugada, cuando Merceditas llevaba un par de horas berreando y ella trataba desesperadamente de calmarla en la cocina, Alfonso se levantó. Alegría suspendió sus paseos y el suave canturreo con el que intentaba dormir a la niña. Lo que sucedió no fue una sorpresa, aunque le dejase para siempre una tremenda cicatriz en el alma.
– ¿Tú crees que se puede dormir en esta casa? -Alfonso chillaba como un loco-. ¡Haz que se calle de una puta vez, que yo tengo que ir mañana a trabajar!
Alegría sólo se atrevió a susurrar:
– No sé qué le pasa, nunca se había puesto así.
El bofetón estuvo a punto de tirarla al suelo. Apretó a la niña contra su cuerpo, para evitar que se le cayese de los brazos. En ese mismo instante, Merceditas dejó de llorar. Ella supo que, de alguna manera, su hija quería evitarle más dolor. Y supo también, con el estupor y la resignación de quien alcanza a ver en un segundo el porvenir iluminado y obvio, igual que un paisaje nocturno bajo el fulgor repentino de un rayo, que aquélla había sido sólo la primera vez. Y que no tendría valor para contarlo.
No fue capaz de hacerlo ni siquiera después de su fuga de Zaragoza. Aunque, a decir verdad, tampoco hizo falta. Durante el viaje a Castrollano, Publio le dijo:
– No voy a preguntarte nada, Alegría. Cuéntame tú lo que quieras y cuando quieras, si es que quieres. Pero te voy a pedir que me prometas dos cosas. Que nunca se te pasará por la cabeza que tú has sido la culpable de lo que ha ocurrido, sea lo que sea. Y que nunca volverás con él. Aunque te llame, aunque te suplique, aunque se tire llorando a tus pies.
Alegría asintió. Por lo demás, nadie volvió a mencionar el asunto, y el nombre de Alfonso desapareció para siempre de la familia. A su llegada a casa fue recibida con la misma normalidad que si regresara de un viaje de vacaciones. No hubo preguntas, ni gestos de lástima ni palabras veladas. Ella se instaló otra vez en su antigua habitación, que ahora compartía con la niña, y en seguida volvió a recuperar las viejas costumbres de la vida cotidiana, los asuntos de la casa, los juegos con Mercedes, los paseos con las amigas, las tardes de lectura… La vida volvía a merecer la pena. Sin embargo, el miedo no se le iba. A veces, mientras caminaba por una calle, creía ver a Alfonso doblando la esquina frente a ella, sonriente y espantosamente amenazador, y tenía que hacer un enorme esfuerzo para no echar a correr y convencerse de que sólo era una mala pasada de su imaginación. Muchas noches soñaba con él, siempre el mismo sueño terrible. Pero no era a ella a quien perseguía, sino a Publio y a Merceditas, que intentaban correr sin lograrlo por un largo pasillo embaldosado, mientras aquel hombre horroroso sacaba la pistola y empezaba a dispararles. En ese momento, justo cuando él apretaba el gatillo, Alegría se despertaba sudando y gimiendo, y tenía que aceptar una vez más que su fantasma era demasiado poderoso para poder conjurarlo.
Un mes después de su regreso a Castrollano, entró a trabajar de dependienta en la droguería Cabal. No era un gran empleo, pero no podía seguir viviendo a expensas de su padre. Quería dejar de sentirse refugiada y débil, acogida como una enferma a la protección de la familia, evidente por más que nadie mencionase su desgracia. El día de la entrevista con doña Adela, la dueña, cuando le preguntó su estado, se sorprendió a sí misma diciendo que estaba viuda. Mientras regresaba a casa se preguntó por qué había mentido de esa forma. Y se dio cuenta de que, en realidad, eso era lo que deseaba: que Alfonso se muriese. Y que con él se muriese su miedo.
El primer año después de su huida fue lento y angustiosamente expectante. No podía evitar pensar que en cualquier momento llegaría la catástrofe, y algunas mañanas, sobre todo en invierno, le costaba mucho salir a la calle sola. Pero después el tiempo fue recuperando su ritmo normal. Iban pasando los meses, y luego los años, y no había noticia ninguna de Alfonso. El miedo fue disolviéndose poco a poco, engullido despacio por la tenacidad de la ausencia. Sin embargo, todavía de vez en cuando aparecía de pronto la maldita pesadilla, como si algún remoto rincón de su mente no acabara de creerse la desaparición de la amenaza, el fin definitivo del tormento.
Sólo después de la guerra, cuando los nombres de los muertos y los desaparecidos ocupen las sobremesas hambrientas de todas las familias, Alegría empezará a pensar que tal vez sea verdad que está viuda. Si han caído tantos en el frente, ¿por qué no iba a ser uno de ellos Alfonso? Y esa idea irá depositándose lentamente en su espíritu, a lo largo del tiempo, hasta hacerse verdad a sus ojos. El hombre con el que se casó está muerto, enterrado, convertido en polvo. Y quizá su alma cruel vague por los infiernos.