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Pavlysh guardó silencio. Por cierto, Dimov no esperaba respuesta y continuó:

— Bioforma es un hombre cuya estructura corporal ha sido modificada de manera que pueda cumplir del mejor modo posible su trabajo en condiciones en las que no puede actuar el hombre normal.

Pavlysh había oído hablar por primera vez de Guevorkian unos quince años atrás, en sus tiempos de estudiante. Luego, las polémicas y las pasiones se encalmaron. Aunque bien podía ser que él se ocupara de otros problemas.

— Las discusiones se desplegaban en torno al problema número uno — decía Dimov —. ¿Qué necesidad había de modificar la estructura del cuerpo humano, lo que era caro y peligroso, cuando se podía idear una maquina que cumpliese todas aquellas funciones? ¿Quieren ustedes crear un Ícaro? — nos preguntaban nuestros adversarios —. ¿Un Icaro con alas de verdad? Lo adelantaremos volando en un flayer. ¿Quieren crear un hombre cangrejo, que pueda bajar a la Tuscarora? Podemos sumergir allí un batiscafo. Pero…

Dimov hizo una pausa, pero Pavlysh destruyó todo el efecto al terminar la frase:

— ¡El cosmos no es la continuación del océano terrestre!

Dimov carraspeó, guardó silencio, como un actor que se sintiera dolido porque algún frescales le apuntara desde el patio de butacas: «¡Ser o no ser!». La verdad es que era un actor que había ensayado aquella frase durante varios meses.

— Dispénseme — dijo Pavlysh, comprendiendo cuan imperdonable había sido su réplica —, yo, de pronto, recordé fragmentos de las discusiones de aquellos tiempos.

— Tanto mejor. — Dimov se había recobrado ya —. Ha dicho usted que el cosmos no es el océano terrestre. Por lo tanto no le costara trabajo adivinar donde encontró apoyo Guevorkian.

— En la Dirección Cósmica.

— En Exploración de Altura. No podría usted imaginarse cuantas solicitudes recibimos después de que Guevorkian hubo publicado su informe básico. Acudían a él de distintos confines, a veces de los más inesperados, cirujanos y biólogos. Pero aquellos años fueron difíciles. Todos querían obtener resultados inmediatos, y en aquel entonces no admitíamos a voluntarios. Pero surgió el perro de gran profundidad. Mejor dicho, el cangrejo-perro. Después siguieron tres años de experimentos, hasta que pudimos afirmar con toda seguridad que garantizábamos a la bioforma-hombre el retorno a su semejanza anterior. Y hace ocho años dimos comienzo a los experimentos con personas.

— ¿Quién fue la primera bioforma?

— Fueron dos. Seris y Sapeev. Eran bioformas de gran profundidad. Trabajaban a una hondura de diez kilómetros. Pero no habrían podido convencer a los escépticos de no haber sido por un azar. ¿No recuerda como se salvó un batiscafo en la depresión submarina de Filipinas? ¿No?

— ¿Cuándo fue eso?

— Veo que no lo recuerda. Pero, para la bioformación, el caso hizo época. El batiscafo perdió la dirección. Fue a parar a una fisura y lo cubrió un alud submarino. La comunicación se cortó. Fue uno de esos casos en los que los medios técnicos no pueden ayudar. Pero nuestros muchachos llegaron al batiscafo. No sé en donde, tengo unas fotos y unos recortes de periódico de aquellos tiempos. Si le interesa, se los mostraré…

Lo lleva todo consigo, pensó Pavlysh. Y habla de esos acontecimientos como si fueran historia antigua, cuando no han pasado desde entonces más de siete anos.

— Por entonces, en el instituto se preparaban ya unos cuantos voluntarios. ¿Comprende? incluso en las condiciones actuales, el proceso de la bioformación es sumamente complejo. Por ejemplo, trabajo con nosotros Grunin. Voluntario, navegante de la Flota de Altura. Debía actuar en un planeta donde la presión es diez veces mayor que en el nuestro, la radiación supera en cien veces la norma admisible, y la temperatura en la superficie alcanza los trescientos grados sobre cero. Añada a ello tempestades de polvo y continuas erupciones volcánicas. Naturalmente, se habría podido enviar a ese planeta un robot capaz de soportar tales condiciones o un pasaportodo tan complejo que el hombre sería en el lo que una mosca en un cerebro cibernético. No obstante, las posibilidades del robot y las del hombre en el pasaportodo habrían sido limitadas. Grunin consideraba que podría recorrer el mismo aquel planeta. Palpar con sus propias manos, ver por sus propios ojos. Era un investigador, un científico. Nosotros, naturalmente, pusimos en claro a que condiciones debía responder el nuevo cuerpo de Grunin y que sobrecargas habría de soportar. Computamos el programa de dicho cuerpo, buscamos análogos en los modelos biológicos y calculamos también las tolerancias máximas y mínimas. Sobre la base de tales estudios nos pusimos a construir a Grunin. Lo hicimos…

Dimov se callo.

— ¿Pereció Grunin? — preguntó Pavlysh.

— Todo no se puede adivinar. Y a quien menos se puede culpar de ello es a Guevorkian. Al crear la bioforma sobre la base de un hombre concreto, debemos recordar que en el nuevo cuerpo queda su cerebro. Toda bioforma es un hombre. Ni más ni menos… Luego vino Drach, y también pereció.

Pavlysh recordó el retrato de Drach en la sala grande de la Estación. A Grunin no pudo recordarlo, pero a Drach, sí, debido, por lo visto, a que era muy joven y de expresión confiada.

— Regresó — dijo Dimov —. Se debía retransformarlo, es decir, devolverle su apariencia humana. Todo debía terminar sin novedad. Pero en Kamchatka, por desgracia, empezó la erupción de un volcán y había que volar el tapón que se había formado en la chimenea, había que meterse en el cráter, penetrar en la chimenea y volar el tapón, ¿comprende? Pidieron a nuestro instituto que ayudara. Guevorkian se negó en redondo. Pero Drach oyó casualmente la conversación. Fue y lo hizo todo, pero no logro volver.

— No querría yo ser bioforma — dijo Pavlysh —. A mi parecer, es inhumano.

— ¿Por qué?

— No sabría explicarlo. Lo creo una aberración. El hombre tortuga…

— ¿Donde esta el limite de sus tolerancias, colega? Diga, ¿es inhumano salir al cosmos con una escafandra?

— Eso es ropa que uno puede quitarse.

— El caparazón de la tortuga no se distingue en principio de la escafandra. La única diferencia es que lleva más tiempo despojarse de el. Hoy lo indigna a usted la bioformación, mañana lo indignaran los transplantes de corazón o de hígado, pasado mañana exigirá que se prohíba hacer abortos y empastar las muelas. Todo eso es injerencia en los asuntos de la altísima Providencia.

Ierijonski se dejó ver bajo el dintel de la puerta, muy a propósito, ya que Dimov no había logrado convencer a Pavlysh, pero éste no lograba encontrar argumentos y no quería parecer un retrógrado.

— ¡Mira en donde se han metido! — exclamó Ierijonski —. Iba buscando a Pavlysh. Nos disponemos a ir en canoa al Monte Torcido. Sandra y Stas nos mostrarán la gruta azul. Han salido para allá nadando, llegarán mañana por la mañana. ¿Dejará usted que Pavlysh venga con nosotros?

— No soy quien para mandarle. Que conozca a Stas Fere. Precisamente estábamos hablando de las bioformas. Casi pacíficamente.

— Me imagino que le habrá usted puesto la cabeza como un tambor — dijo Ierijonski —. Pavlysh conoce ya a Stas.

— ¿Cómo es eso? — exclamo, asombrado, Pavlysh.

— Lo vio usted abajo, cuando fuimos son Sandra al acuario.

— No — dijo Pavlysh —, yo no vi allí a Fere.

— Sandra se fue con él — dijo Ierijonski —. Con él y con Poznanski.

— ¿Los tiburones? — preguntó Pavlysh.

— Si, se parecen a los tiburones.

— ¿Son, entonces, bioformas?

— Fere actuó ya varios meses en los pantanos de Siena. Lo hicieron para trabajar allí. Es aquello un mundo de espanto — dijo Dimov.

— Stas me ha dicho — observo Ierijonski — que aquí se siente como en un balneario. Ni peligros, ni rivales… Es en este océano más fuerte y más veloz que todos.

— ¡Pero eso supone la reconstrucción de todo el organismo!

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